Isabella 7 puntos
Argentina, 2020.
Dirección y guion: Matías Piñeiro.
Fotografía: Fernando Lockett.
Montaje: Sebastián Schjaer.
Duración: 80 minutos.
Intérpretes: María Villar, Agustina Muñoz, Pablo Sigal, Gabi Saidón, Ana Cambre.
Estreno en la Sala Lugones y el Malba.
El color púrpura, “que refleja la ambigüedad y el equilibrio”. Un juego con doce piedras, que mueve a quien las arroja a interrogarse sobre la decisión y la duda. Una figura de tres rectángulos, uno dentro de otro, todos ellos en el espectro del azul al rojo. Espectro que incluye por supuesto el púrpura. Los fondos de los títulos de crédito, en la misma gama. Todo en los primeros minutos de Isabella induce a pensar en pistas, claves, indicios de un orden que presidiría el opus 8 de Matías Piñeiro (incluyendo dos cortometrajes previos y sin contar el más reciente Sycorax, posterior a Isabella), que es la quinta de sus “shakespereadas” (ver más abajo qué es una “shakespereada”). La palabra “tangencial” tal vez resulte una primera llave para ingresar al mundo de Isabella y de la obra entera del realizador. Tal como en un momento formula la protagonista, Piñeiro (ver entrevista aparte) parece preferir siempre el desvío, la tangente, la elipsis, los espacios entre plano y plano y secuencia y secuencia, a las líneas rectas, las continuidades evidentes, los sentidos transparentes. Aunque, como lo indica la omnipresente figura del rectángulo, las líneas rectas abundan aquí, tanto en sentido literal como conceptual. Pero son rectas quebradas, interrumpidas, encerradas en un juego de cajas chinas, que genera la ilusión de que no están allí.
Un rectángulo está en equilibrio, como el color púrpura, y todo plano cinematográfico es un rectángulo (a menos que se lo corte en varios). El de Piñeiro es un cine del equilibrio formal, en el que todo está pensado: la composición de cada encuadre, el desglose en planos, el modo en que se reparten los volúmenes en ellos, la relación entre diálogos e imágenes y el sistema de ecos, espejos, refracciones, repeticiones y leves diferencias entre un motivo (visual, de construcción, temático) y otro. Cada una de las siete “shakespereadas” (la serie se completa con Sycorax y la próxima Ariel) se relaciona de algún modo (de algún modo indirecto) con alguna comedia de Shakespeare. En el caso de Isabella se trata de una escena específica de Medida por medida. La escena en la que la protagonista ruega al corrupto juez Angelo la libertad de su amado y éste le pide, como si se tratara del mismísimo Demonio, que entregue algo a cambio: la virginidad.
“No estoy dispuesta a hacer lo mismo que Isabella”, avisa Mariel (María Villar), una actriz de carrera un poco a los saltos, a quien ahora se le presenta la oportunidad de cumplir, en una inminente puesta teatral, el rol protagónico de la obra de Shakespeare. Como en el juego de las doce piedras, Mariel deberá elegir. Si va a volver a actuar o seguir trabajando en cambio como escenógrafa. Rol en el cual se empeña, por supuesto, en una maqueta que contiene tres rectángulos, uno dentro de otro, iluminados por luces que van del azul al rojo. Pasando, como es obvio, por el púrpura. Piedras del juego y piedras que pintan Mariel y su socia. Líneas que se cruzan: uno de sus hermanos le consigue audicionar, a otro necesita pedirle plata. Para llegar a éste lo hará a través de su amante, Luciana (Agustina Muñoz), que también es actriz y a quien Mariel conoce de antes. Luciana también se postulará, claro, al papel de Isabella. Eso desatará entre ambas una guerra de rivalidades. Guerra sorda, como todo en el cine de Piñeiro, un sistema de corrientes que circulan por debajo o detrás de lo visible.
A diferencia de las shakespereadas previas, ligeras, musicales, luminosas y corales, circulares algunas y abiertas otras, Isabella tiene una protagonista única, y asume el color de ésta. Un color que no es el púrpura (ah, las falsas pistas en Piñeiro) sino algo más oscuro, más encerrado. Encerrado por dentro y por fuera: como el rectángulo más pequeño, Mariel está presa de otros rectángulos. Está presa de cada plano, que ahora no huye hacia delante, como en las anteriores, sino que queda fijado en el espacio. Allí, dentro de ese espacio, Mariel hallará su deseo y la frustración de su deseo, quedando más encerrada que nunca.