La Chica Cítrica espía sobre mi hombro lo que escribo. No cree en mí ni en lo que hago y menos aún en lo que escribo. Me acusa de falso progresista, de machirulo, de antiguo y de impostor. Todo ello podría ser cierto, pero yo la dejo. No me gusta estar solo en medio de la guerra.

Cuando las golondrinas estén sobrias y desconfundidas, cansadas del eterno círculo borracho que fabrican mapas y no sean vistas como ermitañas, yo recién entonces saldré de mi ataúd de rosas. Ese que han diseñado las arañas, los coiffeurs de la Plaza Pringles, las modistas zombies y los albañiles paraguayos de la Bolsa. Todos juntos en una reunión de aquelarre a mediodía.

La calle Córdoba oferta sus vírgenes al mundo atrapadas en una red para escualos que adentro se mueven lloriqueando con sus falsos Guccis y las remeras que rezan Fame, sus pantalones rotos mientras las colitas de parabienes de los muchachones momias que huyeron del museo le dan a conocer en estampitas religiosas el poder de sus culitos todos encerados, cuidados por mamis, despechados, jornaleros en Audis por barrios de tierra.

Esos culitos nacidos entre manta inglesa y jardín de aguas, estudiantes de colegios privadísimos, que nada saben de la patria que no les pertenece pero que ellos se la apropian a tries y golpes a los morochitos. Los he visto dueños de sus bares, en los baños perfumados, bajándose las braguetas mutuamente por un puñado de dólares y estudiando inglish para volar mañana lejos, cuando no sea tarde y este maldito país se pudra por culpa de los vagos y delincuentes.

Yo que nada sé de nada, me abstengo de vivir bajo la rama de un árbol sueco navideño y disparo con bolitas de plátano a los hippies que venden velitas para entierros californianos, a las cholas y sus muñequitos Disneys. Nada hay que hacer, una inquina me abrocha los pies y no me muevo añorando el Sorocabana y La Favorita. El Gran Rex, el Radar y el bar Cristal. Nada por hacer, nada por saltearse en esta edad de idiota útil y tramitando la jubilación Tengo un pasado cercano y un futuro remoto.

Hombre de vestir elegante sport desflecado. Uso ropa de muertos que me regalan mis amigos supersticiosos, la moda, la rafia, el macramé son para mi poemas tibetanos que he leído durmiendo. Hay en este almanaque mío que sobrellevo a flor de piel un dolor siciliano, con olor a lobo, mar en playas de piedras, uvas de mosto aplastadas por el amor y la siesta. Todos están conmigo, las heroínas, los descensos, los bebés nacidos ayer, todos los empates, los victoriosos acuerdos con el diablo, las mancuernas sin cuernos para no caerse al Volcán de los Desesperados.

La Chica Cítrica sonríe con sorna.

–Sonríe y sorna, humm una aliteración Señor Poeta -me señala.

Verán: amo al anarquismo porque soy carnal y erróneo. Tuve una postal de Evita en mi billetera pero Cavallo me la arrebató una tarde, cuando llovía en Buenos Aires y yo debía tantas cuotas de todo que ya ni me acuerdo.

Las señoras mudas a las que les sobra el billete lo saben y me han dejado dormir en sus camas blancas.

Las centollas chilenas que me pican los dedos empujándome a escribir y a describirlas resultan ser las mamás de estas bellezas congeladas bajo el aro en esta falsa primavera, pero yo, absorto, absuelto, suelto de mí y de la locura medicada, no existo, dejé de existir sin morirme.

No tengo familia más que esta raza neonata de la Ciudad Gris y creo, ahora lo he resuelto, me iré volando al atardecer en el lugar común de las bandadas de gorriones y murciélagos hechos uno. Ellos, ellos que saben cómo soy, me darán asilo en su fuga de todos los días mientras el sol derrite todo y ya no sé ni mi nombre, ni mi celular ni mi amor, en el ataúd de rosas donde vivo, convertidas ya en un bouquet para enviar a Mercurio con mi foto y la oración: “Anarquista demodé que aún cree pero no le creen”.

La calle Córdoba me ha borrado el alma, lo viene haciendo desde los inicios de esta peste egipcia, una noche de van Gogh sin girasoles, un Caravaggio bebiéndose el agua no bendecida de la Catedral que le da la espalda al río que quiere secarse. ¿De dónde sacarán toda el agua de la pila si el cauce está temblando de sed? Que retiren las estatuas de Lola Mora, siempre con los pies húmedos, enfrentando las infecciones y los hongos. Y allí Córdoba abajo, el Concejo con olor a ravioles y maderas nobles. Los pedidos se amontonan en la Mesa de Entrada donde un guardia con cara de mico ausente vigila lo que podría pasar si alguien entra con un fusil automático de juguete y barre con florcitas de plástico tanta gente esperando que le den un turno para morir, un numerito que lo cite con quien hablar. Los negocios de ropa importada hechas en Pérez respiran a bocanadas pero se están secando. Los músicos ambulantes deambulan buscando una sombra donde afinar pero nunca lo logran. Los enseres domésticos, las comidas para perros o gatos, los libros técnicos, todo ha desaparecido. Queda en su lugar un estero de aguas que salpican con las baldosas flojas, un perfume a pachuli y a lo lejos el río como un cintita marrón que promete pero no da nada.

Belgrano, el general Belgrano, está lavándose las ropas ensangrentadas en una canilla pública cerca de Mc Donalds y yo con mi pobre poesía artesanal deambulo hace años buscando el alma que la calle Córdoba me arrancó.

La Chica Cítrica bosteza con antipatía teatral: -“¡Qué poético! ¡Estoy llorando de ternura y surrealismo! Desde Breton que no leía algo así, tan, tan… desusado, antiguo y pretencioso. Cree que su angustia es única y lucra con ella. Como todos los machistas que escriben y escriben para conquistarse entre ellos. Mirá, mejor venite conmigo a mi departamento que ahí te saco las ganas de poetizar todo lo que ves.

-Gracias, no acepto invitaciones de desconocidas.

-Lo que imaginé: un castrati misógino. Un pelotudo como todos, bah.

Aprieto enter y envío la nota sin corregir.

 

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