Michel Temer podría pasar a la historia como un personaje grotesco. Pero resulta que es el presidente de facto de un país como Brasil y entonces lo suyo no es farsesco sino trágico. Al repetir la frase “no voy a renunciar” quizás haya buscado convertirse en un remedo de la primera persona del singular que tiene tradición en Brasil. La usó Don Pedro, el emperador que en 1822 no quiso volver a Portugal y pasó a la historia cuando dijo “eu fico como o povo”, me quedo con el pueblo. Pero Temer no es Don Pedro, 2017 no es 1822 y este Brasil industrial no es aquella colonia esclavista. Salvo que un sector brasileño con apoyo externo crea que lo es o quiera que lo sea. Tal vez el establishment financiero que consumó el golpe contra Dilma Rousseff en abril del año pasado creía que este Brasil debía parecerse un poco más a aquél y que la democracia es un lujo que los brasileños no se merecen. Pero cumplir el plan le cuesta.
Es difícil saber hasta cuándo se quedará Temer en el Palacio del Planalto. Su popularidad nunca pasó del 10 por ciento y, como reveló PáginaI12, las reformas que impulsa para precarizar el sistema jubilatorio y el régimen laboral generan el rechazo de más del 80 por ciento de los brasileños.
La alianza de grandes bancos, megaempresas que se diversificaron también hacia las finanzas, monopolios mediáticos y sectores del Poder Judicial busca consolidar esas reformas. Quiso que las hiciera el Partido de los Trabajadores y fracasó en su intento. Por eso el golpe con forma de impeachment. Intentó concentrar en el PT todos los males de la corrupción y el operativo se le fue de las manos. Efectivamente la Justicia reunió indicios contra dirigentes y ex funcionarios del PT pero nada contra Dilma. Y la semana pasada Luiz Inacio Lula da Silva paseó a su verdugo, el juez Sergio Moro, con un argumento que repitió cara a cara durante más de cinco horas de declaración testimonial: “Doctor, usted no tiene ninguna prueba contra mí”.
Siga o no Temer, la alianza dominante cada vez tiene menos cartas eficaces en la mano. Temer le resultaba interesante no por su popularidad, que nunca tuvo, sino por su dominio del Congreso. Ya está herido por los indicios públicos de corrupción. Aécio Neves, el discípulo de Fernando Henrique Cardoso, era la esperanza blanca para las elecciones presidenciales de octubre de 2018. Aécio, actual senador, perdió con Dilma en 2014 e inmediatamente comenzó a conspirar. Ahora las revelaciones sobre su participación millonaria en el sistema de coimas lo están debilitando hasta hacerlo inservible. El problema para el establishment no es solo que Temer y Aécio se tornaron inútiles para gobernar o cogobernar. Su dificultad es que perdieron capacitad operacional en el Congreso: si ni siquiera pudieron protegerse a sí mismos, menos pueden blindar a sus colegas.
Frente a este tipo de crisis los análisis iluministas no alcanzan. Es utópico pensar que existe una secuencia que comienza cuando los dirigentes políticos quedan expuestos, como está sucediendo con Temer y Neves, y remata automáticamente en la convocatoria a elecciones directas como piden Lula y el PT. No es tan fácil. Sin embargo, cuesta imaginar cómo esa clase política desprestigiada y encima visible en sus miserias, porque hasta ahora las miserias del PMDB y del PSDB eran antiguas aunque más discretas, pueden acumular otro poder político que no provenga de la violencia institucional.
No les alcanzó con satanizar a Lula, que según las encuestas hoy ganaría en primera y segunda vuelta y va descendiendo en el nivel de rechazo.
Al mismo tiempo, a Lula no le alcanza con la mera crisis para lograr el objetivo de las elecciones directas. Por eso hace política todos los días. Por eso recorre hasta el último rincón de Brasil. Por eso pronuncia discursos como cuando era un joven dirigente metalúrgico del cinturón industrial de San Pablo.
Brasil está en medio de una pulseada que tiene en vilo a toda Sudamérica. Para no desaparecer en este mundo, la región precisa de un Brasil legal y justo. No es solo una necesidad moral. Es una cuestión de supervivencia.