Noches atrás, en Gesell, encontré un ensayo del olvidado Lev Shestov. Me acordé entonces de Juan, hace tres años, una tarde, a la hora en que nos encontrábamos para conversar de nuestras bibliotecas complementarias. Puedo precisar que fue una tarde de sudestada rabiosa, su auto gris cutre y desvencijado, frenando en la ventana de la cabaña. El viento levantaba remolinos de arena y sacudía el bosque, el aguacero era inminente. Juan bajó del auto apurado con la felicidad de quien porta algo valiosísimo. En tormentas así es habitual que en Gesell se corte la luz. “Tenés velas”, me preguntó ansioso.
Por esa época Juan había conocido a Alejandro Gonzalez, el agudo traductor del ruso. No hay maestro que Alejandro no haya traducido con una sensibilidad especial que seguramente proviene de haber vivido años en Rusia y estar casado con una eslava profesora de ese idioma. Alejandro le había dejado para nosotros poco antes una serie de sus traducciones, entre las que estaban –no podían no estar– Tolstoi y Dostoievski. A Juan le había entusiasmado especialmente Apoteosis de la infundado, de Lev Shestov, subtitulado Intento de pensamiento adogmático. Y me lo traía. En la primera página en blanco, una anotación suya calificando el libro, daba la impresión, en su estilo, de ser taxativa. No conseguí descifrar su caligrafía inconfundible a pesar de los libros que me dedicó y como, cuando le pasaba un original, anotaba siempre sus juicios a favor o en contra de tal o cual frase. No obstante creerme capaz de descifrar su letra, esta vez fracasé.
Esperé a estar en Buenos Aires, crucé el Bajo hacia la Galería Güemes. Me pareció que buscar el modo de descifrar su letra en esa galería disponía una reminiscencia cortazariana. Encontré una óptica que vendía lupas. Conviene tal vez acotarlo, en inglés, una lupa, como la de Holmes, se llama magnifyant glass. Compré una y volví a Gesell, volví al libro. La enfoqué sobre la incógnita: Apoteosis de las paradojas y la paradoja, opinaba Juan. La apreciación era razonable: el estilo de Shestov recurre a menudo a las contradicciones para ejemplificar, como en el caso del pueblo ruso, el ser dueño de la mejor literatura realista y a la vez de una convicción religiosa que genera poseídos.
“Con asombro y perplejidad”, escribe Shestov, “empecé a advertir que en pos de la “idea” y de la “coherencia” se sacrifica aquello que más debe preservarse en una obra literaria: la libertad de pensamiento”. Shestov cita con ironía a Hegel: “Si mi teoría no concuerda con los hechos, tanto peor para los hechos”. Página tras página, siempre en lápiz, se sucedían los subrayados y articulaban la ideología lectora de Juan. “Para librarse del poder de las ideas modernas se recomienda familiarizarse con la historia: la vida de otros pueblos, en otros países y en otros tiempos nos enseña a comprender que las ideas que nosotros consideramos eternas no son más que nuestros extravíos”. En este subrayado, me daba cuenta, se leía el interés apasionado de un explorador de literaturas poco difundidas, especialmente las centroeuropeas y asiáticas. “La filosofía debe abandonar los intentos de veritates aeternae. Su tarea radica en enseñar al hombre a vivir en lo desconocido, a ese hombre que más teme lo desconocido y se esconde de él tras diferentes dogmas. En resumen: la tarea de la filosofía no es tranquilizar, sino turbar a las personas”. Encontré un subrayado con carácter imperativo y pedagógico que parecía definir los propósitos editoriales de mi amigo: “La tarea del escritor: seguir adelante y compartir con los lectores sus nuevas impresiones”. De Shestov, con su individualismo anárquico, me interesaba su forma apasionada de ir contra las convenciones idealistas de su tiempo, contra todo romanticismo. Shestov era un filósofo asistemático y en su obra fragmentaria el aforismo tiene una importancia fundamental. Su pensamiento influyó a Bulgakov, Bataille, Camus y Cioran. Pero más me interesaban los subrayados de Juan. Qué había en ellos que me generaba curiosidad, me pregunté. Una explicación posible me la daba la memoria.
Subrayar suele ser más que la operación de marcar un pensamiento, una imagen. Es la intención de dejar no tanto una señal de aquello que nos tocó como de indicar la posesión del libro, como si nosotros fuéramos su autor y, en el subrayado, especie de apropiación, queremos que se note, más allá de nosotros, no sólo lo que nos importó en el texto sino, como si fuéramos tal vez más inteligentes que quien lo escribió, estuviéramos señalando tal o cual frase, tal o cual párrafo, imponiéndole a un lector siguiente lo que debe sentir y pensar, un autoritarismo subliminal, que ejercerá nuestra influencia sobre el próximo recién venido.
El primer lector que vi subrayar, cuando era un pibe, fue mi padre. Me lo acuerdo, subrayando algún Kropotkine o Bakunin. Sin duda, había un misterio casi religioso en eso que subrayaba. Quise imitarlo. Una tarde, debía tener diez años, busqué su lapicera fuente y me senté a subrayar La isla del tesoro. En la imitación, subrayaba al azar. Mis subrayados carecían de otro sentido distinto al grabar esas líneas de tinta azul debajo de cada línea impresa. Creía importante hacerlo. Me sentía importante, también. Me sentía más yo.
Ahora lo pienso: si Shestov transmite la impresión de escribir con urgencia, contra el tiempo, esta actitud también era la de Juan en su búsqueda de autores que subrayaba siempre a lápiz. Y marcaba no sólo aquellas ideas con las que podía identificarse, que lo confirmaban en su manera de ver el mundo. También redondeaba con lápiz las erratas –no había libro donde no detectara unas cuantas-, lo que podría pensarse como un vicio de editor, pero prefiero pensar esta manía como la obsesión de un lector atentísimo.
“No podés perderte este libro”, me dijo Juan aquella tarde. “Mirá como define el alma rusa”. Mientras prendía una vela nos acordamos de Nabokov, que en sus lecciones de literatura rusa se burla del final evangelizador de Crimen y Castigo, que juzga patético por la conjunción de un criminal, una puta, una biblia y una vela. “El más escéptico de los rusos alberga una esperanza en el fondo de su alma”, decía Shestov. Considerando las afecciones recíprocas, durante esos encuentros con Juan, la esperanza se parecía más a una euforia circunstancial que a una epifanía. Pero, qué quería transmitirme Juan: “Lo notable es que esa época no advertía su irrelevancia, es más, estaba orgullosa de sí misma”. La luz tardaba en volver. Pero nos sentíamos iluminados. Nos reímos, nos reímos de nosotros, de lo que nos creíamos. Inmortales.
Esta anécdota sucedió hace no más de tres años y ahora, al recapacitar, más que encontrarlo, el libro de Shestov viene ahora a mi encuentro. Observo y leo esos trazos de lápiz, respetuosos, delicados, cuidando no dañar la página. El pasado queda tan lejos. Entonces volvemos a despedirnos como si nos fuéramos a encontrar otra vez mañana a la tarde en un último subrayado: “Todo pensamiento profundo debe comenzar por la desesperación”.