Durante la semana Cristina V. trabaja como auxiliar de portería en una escuela. Su turno termina al mediodía y vuelve a su casa en la Villa 31. Hace veinte años tiene esa rutina. Pero desde que la mayoría de sus hijos se fueron a vivir solos dividió la vivienda y se puso un kiosquito del que se ocupa la mitad del día que le queda. El 20 de agosto, cerca de las 21.30, estaba ahí en la puerta, con el mate en la mano mientras de a ratos vendía algo, cuando llegó agitada una chica que trabaja en la heladería de enfrente: "¡Le están pegando a Chiquito! ¡Es la brigada!". Cristina había escuchado disparos, pero es un sonido recurrente en la zona y lo que menos imaginó era que uno de sus hijos podía estar en el medio. Revoleó el mate y salió corriendo. Ahí nomás de su casa, un auto sin identificación policial cercaba al Ford Fiesta color azul en el que Lucas V. --o Chiquito--, de 25 años, había salido a dar una vuelta con otros amigos, como les gusta hacer los viernes a la noche después de trabajar. La mujer alcanzó a ver los golpes y el momento en que se llevaron detenidos a los pibes. Intentó interceder y se ligó también una trompada que la dejó con la cara aplastada contra una persiana de la cuadra. Sin testigos, ni razones, sin mostrar su chapa ni nada --denuncian ante Página/12-- los esposaron y los pasearon toda la noche por dependencias de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires. Los soltaron a la mañana siguiente pero les abrieron una causa penal por tentativa de robo con armas donde jamás los llamaron a indagatoria en estos tres meses y medio. Tampoco hay ningún arma secuestrada. "Hoy entendemos que podríamos haber sido Lucas González y nos salvamos de milagro", dice Lucas V. a este diario en alusión al chico de 17 años asesinado en Barracas.
Fernando A.G, de 26 años, morocho y de cara redonda, manejaba el Fiesta. Es suyo. Dice que tiene todos los papeles en regla y al día. "Había pasado a buscar al hermano de un amigo que es más chico (tiene 13 años) y lo encontramos a Lucas en el trayecto, en la puerta de su casa. Primero eramos cinco, también estaban el colombiano y Rodrigo, que se fue corriendo. Salimos a dar vueltas. Un rato paramos ahí donde está el edificio de Gendarmería, detrás del supermercado Coto. Nos pusimos a escuchar música, a mí me gusta la salsa. Volvimos al barrio, entramos por el playón, pasamos la comisaría y no muy lejos de ahí se nos cruza de golpe un auto, un (Ford) Focus gris. Del susto frené. Bajaron cuatro tipos armados, gritaban "¡alto!", pero sin identificarse, no decían que eran policías ni tenían nada que mostrara que lo eran. Uno de ellos disparó, pero no sé donde impactó", cuenta Fernando. "Apagué el auto y me bajé. Lo querían revisar y yo pedía que para eso trajeran un testigo, pero no trajeron a nadie", repasa. Lucas, que iba en el asiento del acompañante, recuerda que apenas vio que los hombres estaban armados tuvo el impulso de bajarse. "En cuanto asomé la cabeza escuché una detonación. Enseguida me tiraron al piso. Fueron 30 segundos", relata. Luego advirtió que una camioneta Renault Kangoo blanca cerraba el paso del otro lado.
Lo que parecía que ahí terminaba, recién empezaba. Lo que parecía que terminaría en un rato, es una escena repetida y mucho en los barrios populares porteños donde ya son conocidas las brigadas de las comisarías de la Policía de la Ciudad, que andan de civil y se las vincula con el delito, con aprietes a jóvenes e intentos por sacarles dinero o cosas, y donde muchas personas tomaron mayor conciencia del accionar de estos grupos con impronta de patota después del asesinato de Lucas González, por el que hay nueve policías detenidos. La escena guarda similitudes con la descripción de Lucas V. y Fernando A.G. Los amigos del chico asesinado estuvieron detenidos durante todo un día, con una acusación trucha que quedó al desnudo por el homicidio, que hizo insostenible el relato armado por la policía.
Fernando y Lucas son conocidos en el barrio 31, trabajan juntos hace años. Venden materiales para la construcción. Cristina decidió pedir ayuda en el número de teléfono que encontró al pie de un papelito que su hijo se llevó de la comisaría donde finalmente les sacaron las esposas. Allí decía, además, "tentativa de robo, disparo de arma de fuego, atentado y resistencia de autoridad". Cuando marcó, encontró una voz amable y contenedora que la condujo a hacer la denuncia en el Ministerio Público de la Defensa de porteño, relató la mujer. A su hijo y al resto les habían abierto una causa en la justicia nacional, no en la de la Ciudad, pero el contacto le sirvió para dejar constancia de la situación de violencia institucional, lo que tarde o temprano debería tener algún impacto judicial. En la Defensoría ven una matriz de funcionamiento, con las brigadas en el centro de la escena y un volumen alarmante de denuncias contra la policía de Horacio Rodríguez Larreta (ver aparte).
Una noche interminable
El despliegue de la brigada de prevención del delito de este caso --que sería de la Comisaría Comunal 1-- fue en un lugar visible, en la manzana 3, frente a la casa número 2, y unos minutos más tarde empezó a pedir refuerzos de la seccional del barrio. Llegaron motos, cuatriciclos y patrulleros. Ante el revuelvo, vecinos y vecinas salieron a ver qué pasaba y algunos pudieron filmar por tramos. El propio Lucas logró tomar algunas imágenes. En uno de los videos se lo escucha hablarle a un policía: "Ahí está mi mamá, hay testigos, ¿por qué no puedo grabar? No tenemos armas, no tenemos drogas, no tenemos nada; venís y tirás dos tiros así enfrente de toda la gente. Me pegaste a mí. Dos tiros tiraste". A Fernando se lo escucha gritar: "tengo todo en regla" y reclamar "un testigo para revisar el auto". El Ford Fiesta fue secuestrado y nunca se lo devolvieron. Todo indica que no fue peritado, con lo cual no sabe si los balazos lo tocaron o fueron a otro lado.
"¡Ese es mi hijo!", gritó Cristina V. al ver que lo golpeaban, en medio del tumulto. "¿Sabe que me respondían --se estremece--: ´Señora ¡Déjenos hacer nuestro trabajo!' Y, claro, yo le pregunté si su trabajo era pegarle a los chicos, y les seguían dando. Después me pegaron a mí. Vi como los metían a ellos luego dentro de un auto. Dijeron que los llevaban debajo de la autopista, donde hay un destacamento barrial, por una averiguación. Fui corriendo ahí, pero no estaban, me mandaron a otro, donde está la terminal del 5 (la línea de colectivos), y tampoco". Allí le dijeron que fuera a la Comisaría 46, donde encontró a los pibes tendidos en el asfalto en la entrada y vio como los golpeaban otra vez y los agredían verbalmente. "Ahí mismo les pusieron unos carteles de la policía y les sacaban fotos de frente y de perfil. Empecé a gritar: ´soy la mamá de Chiquito y esos son sus compañeros de trabajo`, y me respondieron ´cállese que usted también va a terminar detenida'".
Cristina peregrinó por la ciudad de Buenos Aires, junto con la mamá y el hermano de Fernando, a la par que la policía trasladaba a los jóvenes de un lugar a otro y los cambiaba de autos como quien intenta despistarlos. Ellos saben que estuvieron al menos en tres lugares. Después de la 46, fueron llevados a una dependencia donde les tomaron las huellas dactilares, y a otro donde había un médico forense que discutía con los policías; y al final terminaron en la comisaría vecinal 3 B, en Catamarca 1345. Lucas no se puede desprender de la sensación de asfixia en especial cuando lo llevaron en el mismo Ford Focus que inició la pesadilla, por la alta calefacción durante horas, y el dolor de cuerpo porque es muy alto y debía estar con el cuerpo doblado, las muñecas casi cortadas por las esposas. "Vos gordito, vas a cobrar peor porque grabaste todo”, tuvo que escuchar. Los policías estaban tan desesperados por borrarle los videos que, como se quedó sin batería, movieron cielo y tierra para conseguir un cargador. Pero ya se los había mandando a su mamá.
Cristina les había perdido el rastro. La habían mandado a la sede policial de Azopardo, y varias veces le dijeron que todo el asunto era por una investigación de la Brigada de Investigaciones de Quilmes. En medio de la noche tardaron un buen rato en conseguir un taxi que los subiera a los tres, en medio del protocolo de la pandemia. A un taxista pudieron explicarle lo que pasaba, y les creyó. No paran de agradecerle. Se fueron hasta Quilmes, y nada. Volvieron. Pasaban las horas y recién a la madrugada los encontraron.
En un primer piso de la comisaría de la calle Catamarca estaban Lucas V., Fernando A.G, "Colombia", como le dicen al joven colombiano amigo de ellos. Al "Polaquito", como le dicen al más chico, lo llevaron a una dependencia para menores. "Ahí viene la mamá del pibe", comentaron los uniformados la verla avanzar. Ella les dijo que se iba a quedar ahí hasta que les devolvieran la libertad. Eran cerca de las 5 de la mañana. Pero no la dejaron. "Me mandaron de vuelta a mi casa, y cuando estaba llegando me llaman para pedirme el DNI de Lucas. A la mamá de Fernando también. Al llegar nos dicen: ´cortita la bocha, si quieren que soltemos a los chicos tienen que poner algo'. Ahí el hermano de Fernando preguntó cuánto: ´una pizza para los muchachos´, dijeron pero terminaron pidiéndole todo lo que tenía encima, 15.000 pesos". Cristina se quiebra: "Yo no habré terminado el secundario pero no soy una ignorante, crié a mis cuatro hijos sola, ¿Se piensan que porque vivimos en la villa 31 les da derecho a llevarnos en cana y sacarnos plata?". "Mi hijo podía ser Lucas González. Encima hacen todo y después lo tapan. Voy a pelear para que esto no pase más", se enfurece, con el pelo rubión atado tirante, un buzo verde militar y algo de sudor en la frente.
Una causa que amenaza
Tanto Lucas V. como Fernando A.G remarcan que quedaron impactados al conocer lo ocurrido con el chico en Barracas. Ahora arrastran temor por su propia causa judicial. Es curioso el camino que hizo la acusación. El primer juzgado que intervino fue el de menores número 5, según pudo rastrear este diario, que sobreseyó al más chico. Con ese tribunal se habría comunicado la Comisaría 3 B para comunicar que ellos mismos excarcelaban a los pibes, quienes de acusaban de un delito grave. Luego, en septiembre, quedó a cargo el juzgado de Elizabeth Paisán y la fiscalía de Juan Pedro Zoni.
En la fiscalía explicaron algo sorpresivo: las brigadas que aparecen en la causa son dos, no una. Como le habían dicho a Cristina, había una brigada de Quilmes en el medio, la de la Comisaría 2. Estaba haciendo tareas de inteligencia en la zona por una causa de homicidio que tramita en Florencio Varela y según declararon su integrantes, desde el Ford Fiesta que paseaba por Retiro alguien los amenazó con un arma con intenciones de robo. No hay arma secuestrada ni prueba alguna al respecto. El autor señalado de la supuesta amenaza sería el quinto joven, que habría salido corriendo, siempre según el relato policial. La otra brigada es la vecinal, que da una versión en consonancia, ya que sus agentes dicen quien estaba armado salió corriendo. Uno de los policías admite que hizo dos disparos (aclara que hacia el piso) pero también dijo que los jóvenes quisieron escapar, cosa que los videos refutan. Como sea, ninguna brigada puede actuar sin orden de juez o sus superiores.
En base a los testimonios, la fiscalía pidió las indagatorias de los pibes el 19 de octubre, pero el juzgado no avanzó todavía. Lo extraño es que tampoco respondió a los planteos de la abogada de Fernando, Julia Massaro, quien pidió la nulidad de todo lo actuado por las anomalías del procedimiento, donde no hubo testigos en el momento indicado, e incluso el atropello está filmado. También reclamó que le restituyan el auto. Estos cuestionamientos, que son relevantes, no fueron incorporados aún formalmente en el sistema a la causa. Como los jóvenes tampoco fueron escuchados, no tuvieron ocasión de contar su versión de lo ocurrido, para que sea debidamente constatada. En el fuero criminal y correccional los abusos de las brigadas no son novedad. Tal vez llegó la hora de que dejen de ser el relato válido utilizado para criminalizar a las y los pobres y sea analizado en su esencia abusiva, capaz de cobrarse vidas.
La punta del Iceberg
A partir del asesinato de Lucas González y del relato de Lucas V. y Fernando A.G que publica Página/12, Emelina Alonso, titular de la Secretaría contra la Violencia Institucional del Ministerio Público de la Defensa (MPD) porteño, dijo: “Insistimos con la idea del iceberg porque es a partir de los casos más graves, que cobran visibilidad en los medios de comunicación, que la sociedad presta atención a lo que sucede. Pero esos casos se explican en un continuo diario de violencias más sutiles o hechos, como este, igualmente preocupantes donde por suerte no tenemos que lamentar la pérdida de vidas”. "Es fundamental --remarcó-- pensar de manera más integral el fenómeno. Advertimos que se repiten las detenciones arbitrarias o irregulares en las que actúan policías de civil. Pero no podemos responsabilizar únicamente a las fuerzas de seguridad, también hay funcionarios civiles que deberían ejercer un control más exhaustivo y operadores judiciales que por acción u omisión contribuyen a que estos graves episodios tengan lugar y que no se investiguen de forma adecuada”.
El MPD de la Ciudad de Buenos Aires, que dirige Marcela Millán, releva los datos de violencia institucional y en lo que va del segundo semestre registró 472 hechos de este tipo según un informe que fue revelado por Página/12. El promedio es de 94 casos mensuales y 3 diarios. El 56 por ciento de los hechos ocurrieron durante el día y el 44 por ciento durante la noche. Las comunas del Sur son las que concentran los porcentajes más altos de casos: la Comuna 1 (Retiro, San Nicolás, Puerto Madero, San Telmo, Monserrat y Constitución) 18 por ciento; Comuna 8 (Villa Soldati, Villa Lugano y Villa Riachuelo) 17 por ciento; Comuna 4 (Barracas, La Boca, Nueva Pompeya y Parque Patricios) 15 por ciento. En el 90 por ciento de hechos, la Policía de la Ciudad fue identificada como autora de la violencia denunciada. La violencia física es la más habitual, aunque hay otras modalidades de maltrato que van desde la discriminación hasta las irregularidades procesales y los robos.