El retumbar de la ciudad llegó hasta los barrios periféricos cuando hizo el ademán. No dejábamos de saltar. El final estaba cerca amenazándonos, como lo decían sus mensajes diarios. Nadie podía interpretar las cosas mejor que él. Un solo acto más de los otros y estaríamos, tal vez, a las puertas de la desaparición. Habían sido siglos de malestares y frustraciones. Tantos sistemas desde la revolución industrial nos habían demolido lentamente, como en un martirio o como él mejor decía, en una condena de ideas arcaicas. Las ideas nuestras no eran ideas. Eran contundentes maneras de ejercer las modificaciones en la realidad. Él nos había dado la salvación para el mundo. Y cada uno de nosotros éramos el germen de esas proclamas que ahora brotaban en nueva botánica.
Tuvimos una leve sospecha, tal vez exagerada, de estar equivocados, si esa es la palabra, cuando al disolverse la multitud vimos tras los postigos o las cortinas el rostro de los otros. Había una desesperación no correspondida con las concepciones que les suponíamos. Tenían miedo. Éramos el horror en aquellos ojos. Alegremente seguimos cantando porque entendíamos que en nosotros estaba el futuro. Ellos se dividían en grupos y no aceptaban que los tiempos hubieran cambiado. Los motoristas y sus martillos pujaban por reabrir las fábricas, los celdillas y su sol panelizar la tierra, la espada de los guerreros cercar como habían hecho con la cruz, la medialuna y la estrella. No recuerdo si fue al llegar al límite de los barrios incorporados, de lo que antes fuera Casilda, que uno de los nuestros intentó burlar a uno de sus ídolos pintarrajeado en una pared de las antiguas. Rápidamente le recordamos que Él no admitía la burla sino la reconversión para quienes eran creyentes. Porque esa era la contundencia de nuestra esencia, cambiar al mundo de sus falsas creencias, ídolos y sistemas.
Sería redundante describir cómo triunfamos. No lo es decir que rápidamente comenzamos la transformación. Buscábamos el impacto. Fuimos por eso impiadosos. En el área de influencia, como llamábamos a los sectores, en el cual oficiaba, llegué a ser referente. La tarea era sencilla y nos ordenaba solo nuestra convicción de ser superiores. El anhelo de buscar la transformación era nuestro alimento. De a poco todo eso fue cambiando a un sistema organizativo. Las proclamas de Él, que venían escritas como sugerencias, vinieron luego como órdenes. Puedo decir que no se ejecutó a nadie que pensara diferente. El mecanismo usado para los rebeldes era el simple aislamiento. Se proclamaba su destierro social y pasaban a ser invisibles. Luego vinieron los ritos conmemorativos de los aniversarios y con ellos se formalizaron los rezos que habían anticipado nuestra victoria. Formalmente ahora, él era un Dios.
Toda la rebelión comenzó ese mismo día en que Él asumió como Deidad. Los aislados por nuestra ignorancia comenzaron a hablar en una mezcla de sonidos guturales, o de graznidos y chillidos por tantos años de silencio. Eran miles. Llevaban muecas de satisfacción y malevaje torneadas en el resentimiento. Nuestra deidad salió a los balcones del templo para atraerlos. Nos ordenaron esperar. De pronto aparecieron armas (siempre hay armas en los sistemas de poder) que nos fueron repartiendo con la consigna de tirar a matar a los falsos dioses. Obedientes, sin mayor pensamiento, le tiramos primero a Él, y luego a quienes todavía hablaban guturalmente.
Ya no hay más dioses, ni sistemas. Vivimos sin creencias. Cada tanto se escucha un estampido cuando alguien quiere inducir un pensamiento a otros y, por las dudas, alguien mata al ejecutor para que no se genere de eso, algún nuevo sistema o una religión.