Antiguamente eran tres los géneros, masculino, femenino y andrógino, nos cuenta el extraordinario mito relatado por Aristófanes en el Banquete de Platón, aquella fábula que ha determinado nuestros modos de amar a través de siglos y aún nos sensibiliza como tocando algo verdadero. Estos seres eran esféricos con filiación cosmológica: el todo macho era hijo del Sol, el todo hembra era hijo de la Tierra y el andrógino (combinación de macho y hembra) era hijo de la Luna, porque la Luna participa de la Tierra y el Sol. 

Agarrados de a dos y con andar circular poseían una fuerza poderosa y así atentaron contra los dioses intentando escalar hacia los cielos. A Zeus se le ocurre algo para debilitarlos y a la vez aumentar su número para obtener más adoradores: cortarlos en mitades. Platón irónico escribe después de cavilar arduamente no perdiendo la oportunidad de tratar a los dioses de ignorantes. Aparece un castigo para la humanidad ya en los tiempos de su antigua naturaleza (el relato cristiano lo retomará a su manera). Zeus ordena hacerles un nudo en la panza después del corte dejando el ombligo como marca del antiguo castigo y reubica los genitales para que puedan engendrar.

Pero sucedió algo que Zeus no había calculado en sus planes: Una vez que quedó la naturaleza humana dividida en dos, cada mitad añoraba a su propia mitad y el dios finalmente perdió adeptos. Es cierto que dos que se encuentran y se enamoran no parecen necesitar de nadie más. El corte también fue con la dimensión divina, quizás ya estaba presagiada en Platón la caída del deseo antes divinizado al orden humano pasando por una herida en el cuerpo y un corte. Se buscaban y cuando se encontraban, se abrazaban, no querían separarse más y morían de hambre. ¿Mueren porque se juntan o porque no se pueden juntar? ¿Qué es lo decisivo? ¿El corte o el encuentro redondo? ¿Lo no tan redondo por el corte, lo imposible de juntar o el empuje de eros vinculante? ¿La separación o la reunión? Habrá que dilucidarlo cada vez. Se entrelazaban una a otra por el ansia de hacerse uno.

Buscar una parte perdida de uno mismo en el otro es una imagen platónica poderosísima de relación amorosa que aún encarna en nosotros. Entonces, reencontraríamos en el otro algo que en verdad habríamos sido nosotros mismos. En el amor solemos sentir ambiguamente que recuperamos algo propio (“saca lo peor, o lo mejor, de mí” suele escucharse en distintas versiones) y es verdad que al no encontrarlo se está un poco añorante, conocemos ese sentimiento de todavía no haberlo encontrado o que podría haber sido ése pero no. Un misterio al que nos hemos acostumbrado es dos que se encuentran y permanecen toda la vida juntos, abrazados muertos en vida o sintiendo la vida en el abrazo, así como otros siguen buscando ¿En qué dimensión está la explicación?

Nos habita el extraño pálpito de que encontrar una pareja daría resolución a algo más radical que “tener” un partenaire. Sin embargo, Aristófanes no se queda con que la intención de eros sería esa recuperación o re-hallazgo (bien podríamos preguntarnos si busco mi mitad perdida por el corte ¿cómo podría saber cuál es?); entonces, aparece Hefesto, el dios de los infiernos en el relato y les pregunta a quienes se abrazan y ya no quieren separarse: ¿Qué queréis obtener el uno del otro? ¿Es esto lo que deseáis, estar unidos? Y resulta que no saben qué responder. Aristófanes reflexiona: Es evidente que lo que quiere el alma de cada uno es alguna otra cosa, y luego aclara, u oscurece: adivina lo que quieren y lo insinúa como enigma.

En aquel tiempo antiguo donde quién sabe qué idea se habrá tenido del otro del amor, seguramente no podría haber existido como semejante o como prójimo, eso fue un invento del discurso cristiano muy posterior aunque retomado en reflejos invertidos y refundiciones en contrasentido al relato mítico platónico.

En el texto es ambiguo si es el alma la que quiere o, aún más, si es la que crea el enigma que se insinúa. Lo que sí es claro es que ya no se trata de la moral sentimental ni de la voluntad. Pero si es el mismo Aristófanes quien incluye la pregunta dirigida a los que se aman, si hay algo más que decir o responder, ya no quedaría explicada la elección amorosa por la antigua naturaleza, perdida y luego encontrada. ¿Podríamos entonces interpretar que sólo si hay amor hay pregunta? ¿Abrir lo que se desea como enigma en el otro sería lo que nos impediría quedar reducidos al abrazo sexual? Dudar ante esa pregunta abierta implicaría entonces que formular estas palabras cambian la realidad encontrada.

Así, eros, deseo, amor, no van por el lado de lo expresable sino de lo eclipsado y silenciado entre aquellos que se unen; entonces sería imposible saber quién es alguien desde la vida sexual que lleva. Sin embargo, la sexualidad ha tenido un traspaso a la palabra pública que hoy la ubica en un lugar propio de nuestra época pero no del relato de Aristófanes. Por supuesto, no se trata de contextuar un discurso históricamente, es al revés, la historia surgirá según el modo de entrada del discurso en la situación.

 

Con Aristófanes el amor se abre como un enigma puesto en el otro de carne y hueso. La presencia del cuerpo silencia en un enigma (su alteridad) la respuesta por lo que realmente desea uno del otro. Los que quieren vivir en mutua compañía ni siquiera son capaces de decir qué quiere el uno del otro, ninguno diría que es compartir los placeres afrodisíacos lo que los une. Se presenta como un mito tan sexual y sin embargo Aristófanes mismo dice que no es lo sexual lo que une. Volvamos a buscar el texto antiguo, en búsqueda de novedosas claves…