“Mis vestidos hacen de toda mujer una princesa”. Con esta declaración se cierra la despampanante exhibición alrededor de Christian Dior que presenta el Brooklyn Museum de Nueva York hasta febrero. Exhaustiva y afecta al detalle, didáctica y metódica, la muestra no deja de volar allí donde es imperioso hacerlo, rindiéndole pleitesía al título que la corona: “Christian Dior. Diseñador de sueños”.
De qué sueños se trata es algo que la visitante advierte al dar los primeros pasos. En estricto orden cronológico, la exhibición comienza con los primeros figurines y modelos de Monsieur Dior, esos vestidos monocromos ajustados en la cintura y acampanados en la falda que la editora del Vogue norteamericano Carmel Snow señaló como estandartes del New Look. ¿Qué era lo new en este look? Se ha contado innumerables veces: se trata de una silueta que se aleja de la practicidad y se inclina a la fantasía, acompañando el humor de una sociedad que deja atrás las restricciones de la guerra (que habían impactado, cómo no, en los consumos y en los estilos) y comienza a vivir tímidamente o no tanto el gozo de un renacimiento tras la implementación del Plan Marshall y el fortalecimiento de los estados de bienestar.
Estamos hablando, claro está, de las naciones más privilegiadas de Europa. Y de Estados Unidos, porque como bien nos enseña la muestra, Dior es uno de los primeros en explorar la veta global del negocio de la moda, abriendo una boutique en la Quinta Avenida de Nueva York en 1948, a pocos años de haber lanzado su firma. Pero más que el dominio económico lo que la muestra subraya es el imperio de la Casa Dior sobre nuestro imaginario. Inmediatamente después de la sección dedicada a los primeros figurines y vestidos, todos encantadores, pasamos a una sala de luces bajas en la que se despliega el largo romance de Dior con la fotografía publicitaria. Brillan allí clásicos de Richard Avedon – el celebre retrato de la mannequin Dovima, en estrictísimo negro interrumpido poruna cinta blanca con moñazo, rodeada de elefantes – junto a capturas legendarias a cargo de Irving Penn y Lillian Bassman y las más contemporáneas Annie Leibovitz y David LaChapelle.
La maison Dior: historia de la abundancia
Imágenes persistentes, reproducidas al infinito, que dan cuenta del rol instrumental de la industria de la moda, y de Dior, en la política de seducción de masas del capitalismo de posguerra. Un modo del hechizo que Diana Vreeland, otra editora de Vogue, sintetizó en una consigna contundente y astuta: “Hay que darle al público lo que no sabía que quería”. A eso se abocaron, siguiendo los pasos de Dior, quienes quedaron al mando de la Maison tras su deceso. En primer lugar, el joven maravilla Yves Saint-Laurent, quien a los pocos años fundaría su propia casa legendaria. Tan luego Marc Bohan, que formaba parte del equipo de Monsieur Dior y se convertiría en el diseñador con más años al frente de la firma. Bohan dejaría paso en 1989 al italiano Gianfranco Ferré, que trae consigo su amor por la ópera y el exceso, llevando el nombre del fundador a regiones hasta entonces inexploradas.
Una deriva alucinante que se intensificará con el desembarco de John Galliano, quien abre las puertas del siglo XXI con un estruendo, ofreciendo colecciones audaces en las que el conocimiento obsesivo de la tradición sirve de plataforma para la ruptura y la provocación. El ciclo se cierra con la mandamás actual, Maria Grazia Chiuri, quien hará de su nombramiento histórico ocasión de un subrayado constante: abundan en sus colecciones las referencias a la historia de las mujeres, y las alianzas con heroínas del feminismo, entre las que se destaca la artista Judy Chicago, quien colabora en una colección y participa de distintos proyectos. La lectora recordará el vestidito con capa que lució Natalie Portman en la ceremonia de los Oscars del año pasado. La capa llevaba bordados los nombres de todas las directoras ignoradas por la Academia a lo largo de los años, un gesto que en caligrafía y en concepto le hacía un guiño a la obra más famosa de Chicago: The Dinner Party.
La muestra ofrece una reconstrucción impecable de esta historia suntuosa. Pero también, una reconstrucción suntuosa de esta historia impecable: vestidos y zapatos, sombreritos y carteras, fotos y perfumes no se suceden de acuerdo con la linealidad austera del cubo blanco; tampoco se adhieren a la pared replicando el tono grave del museo. Se elevan, y brillan, flotando entre estructuras leves, escaparates de cuento a mitad de camino entre Versailles y Las mil y una noches.
Dior, Chanel, Perón
Volvamos a la declaración final. A la promesa de hacer de toda mujer una princesa. En pleno ascenso de Dior, a fines de los años 40s, la otra gran diva de la moda francesa, Cocó Chanel, tendrá algo para decir sobre esta cuestión, en parte movida por los celos (Dior se había convertido en el niño mimado de la prensa), en parte por un auténtico desprecio estético, y político, por el estilo que venía a imponer. Desprecio que expresa sin medias tintas, ni preocupación alguna por la corrección. “Dior no viste a las mujeres, las tapiza”. Y, de inmediato: las mujeres de Dior se ven ridículas “llevando ropas de un hombre que no conoce a las mujeres, que nunca estuvo con una mujer y que sueña con ser una de ellas”. Ouch! Más acá de los chispazos de homofobia y binarismo, el ataque revela la existencia de dos ideales de feminidad contrapuestos: Chanel acusa a Dior de arrastrar a las mujeres al siglo XIX, de condenarlas al estatuto de objeto a ser admirado por los hombres.
Eva princesa, ausente
Lo acusa de lo que Dior se jacta: de hacer de las mujeres meras princesas. Chanel había triunfado a mediados de los 20s proponiendo el ideal opuesto: el de la mujer liberada, sin corset, que se arroja a la esfera pública, y en algunos casos, al mundo del trabajo, y valora por ello las prendas cómodas y prácticas. Esto explica la sintonía entre Chanel y una serie de mujeres acaudaladas que quieren hacer gala de su emancipación y su modernidad: la editora Diana Vreeland, la diseñadora de interiores Eugenia Errázuriz, la escritora Victoria Ocampo. La nómina de las favoritas de Dior dibuja otro mapa, en el que se codea la realeza de toda la vida (la Princesa Margarita de Inglaterra) y la nueva realeza coronada en Hollywood (Marilyn, Sofia Loren, Grace Kelly). Y también una rara avis que injustamente no figura en la exhibición: Eva Perón.
No se la menciona, ni al pasar, en la primera sección, dedicada a las creaciones firmadas por el modisto en vida; ni en la última sección, que tematiza la relación entre Dior y el Star System. Hay motivos de peso, por fuera del orgullo nacional herido, para reclamar la presencia de la madre de lxs descamisadxs. En cierto sentido la preferencia de Evita por Dior, un misterio parcial, sirve para precisar el significado histórico del modisto; y su sintonía con la presentación espectacular de la femineidad que prevalece en la posguerra. Porque, si se lo piensa en términos de estilo, Evita tendría que haberse inclinado por la figuración que propone Chanel de la mujer moderna y atareada. ¿No era ella, acaso, eso mismo? ¿No era ella, eco en clave menor de su marido, la primera trabajadora? Y sí, la hemos visto llevar trajecitos sastres y rodete practiquísimo para mantener reuniones de distinto tipo, pero la imagen perdurable, y la más insistente, es la de la Evita princesa.
Esa Evita ataviada con trapos que aún resplandecen en el Museo que lleva su nombre. Y que, producto de distintas firmas locales e internacionales, alcanzan su punto nieve con Dior. Dior, de quien se dice que dijo (el rumor siempre en la base de todas nuestras historias), que sólo había vestido a una reina en su vida, y que esa reina era Evita. Evita, entonces, del lado princesa de la vida. ¿Cómo se explica esto? Pues se ha explicado una y mil veces. De distintos modos. El más cercano a la hipótesis que propone la exhibición es el siguiente: Hollywood es la continuación por otros medios del ensueño que proponen los cuentos de hadas.
Las estrellas son otras tantas
Cenicientas de la época de la reproductibilidad técnica. Y Evita entra en la política, proveniente de ese cine argentino que soñaba con ser un Hollywood del Sur, en una época que entiende que la política en la era de masas será espectacular o no será. Si Perón introduce taimadamente en sus discursos citas de tangos popularizados en las radios, su mujer ofrece la viva imagen del único modelo de autoridad femenina conocido hasta el momento: el de las Grandes Mujeres de la Historia tal como las habían congelado los medios de comunicación, tanto las radionovelas (que ella misma había interpretado) como los filmes históricos, entre los que hay que destacar la versión de María Antonieta de 1938, protagonizada por Norma Shearer, de donde Evita calca su platinado de ensueño. El modelo princesa, entonces, ofrece una representación de la autoridad de probado alcance masivo. Pero hay algo más. Es un modelo que paradójicamente ofrece una codificación visual sintética para uno de los relatos más democratizadores que conocerán las sociedades occidentales de posguerra: el relato del ascenso de clase. Evita princesa es el símbolo de un arribismo que en el caso argentino, y en todos, es posibilitado, y alentado, por políticas de estado muy específicas, tendientes a sostener lo que se ha conocido como estado de bienestar. Traducido al lenguaje del hip hop del siglo XXI: “Started from the bottom now we are here”. Que la princesa no sea una figura monopolizada por la aristocracia realmente existente es un punto político fundamental.
Vestida de Dior, Evita exclamaba, como Jennifer Lopez medio siglo más tarde,“morocha pobre teñida y bastarda, pero antes muerta que sencilla”. Si Dior es el “diseñador de los sueños”, el caso Evita acota que esos sueños son sueños colectivos.