Un muñeco de gesto angelical con ojos claros y saltones, melena anaranjada y pequitas en las mejillas; viste un jardinero de denim, remera rayada y zapatillas rojas con moños en los cordones. “Hola, soy Chucky, y soy tu amigo hasta el final”, promete el juguete con una suave vocecita. La incondicionalidad también puede ser una maldición, la imposibilidad de escapar de aquello que nos pone en peligro. ¿Cómo reconocer al enemigo si se disfraza de aliado? La serie creada por Don Mancini (USA, 1963) habla de la complejidad de delinear ese borde: ¿quién es el verdadero monstruo? Ubicada en el presente, en la ciudad de Hackensack, Nueva Jersey, la serie de ocho episodios narra las nuevas maldades de Chucky a través de la desesperación de un adolescente que cae en sus pequeñas garras de plástico. Jake, un chico gay de catorce años, descubre al juguete retro en una feria de garage; lo compra a unos pocos dólares sin saber que está a punto de desatarse el infierno. Sin embargo, su vida es un calvario mucho antes de conocer a Chucky: vive con un padre alcohólico violento que lo insulta y golpea. “Deberías salir de tu cuarto de vez en cuando. Y podrías ir al cine con una chica. Salir con unos amigos”, le dice al adolescente en un tono amenazante. Por su identidad sexual, Jake (Zackary Arthur) es agredido en la escuela y dentro de su casa. El sufrimiento del protagonista solitario es asfixiante, pero parte de esa opresión se libera por medio de su arte. Construye esculturas con partes de muñecos, quiere ser artista como Andy Warhol. “Andy Warhol decía que, solo porque algo sea desechado, no lo convierte en basura”, expresa el adolescente en una cena familiar. Esas esculturas que fusionan cabezas de bebés de látex y piernas de Barbie son belleza para Jake. Sin embargo, para ese padre furioso representan lo monstruoso: su hijo es puto. Desilusionado porque su primogenito no es heterosexual destruye con un bate de beisbol las obras de su hijo con la violencia con las que el Rey Tritón rompe los tesoros escondidos de la Sirenita. “No más muñecos, Jake. Jamás”
El único refugio que tiene el protagonista de la serie, además de su propio arte, es el ritual de escuchar a escondidas un podcast de True Crime hecho por el chico que le gusta: Devon (Bjorgvin Arnarson). Una historia de amor que irá creciendo con el correr de los capítulos a la par del terror que les muerde los talones. El adolescente afroamericano se acerca a Jake en el almuerzo escolar para proponerle grabar un episodio del podcast sobre su historia. “Creía que era sobre crímenes”, le dice Jake extrañado. “El bullying es un crimen”, responde Devon. Pero el mayor riesgo al que están expuestxs lxs adolescentes se encuentra en el seno familiar, esa obligación de cumplir con las expectativas depositadas por los padres. Lxs niñxs no reciben protección de sus padres porque es de ellos de quienes deben protegerse. La serie de Chucky retrata una orfandad donde la única salida para vencer al mal es unirse entre víctimas. ¿Cómo defendernos de un adulto siendo pequeñxs? Esa es la rendija por la que que asoma Chucky para aprovecharse de lxs más frágiles: se hace pasar por aliado para ejercer la manipulación y convertirlxs en asesinxs.
Las escenas más inquietantes de la serie no son protagonizadas por Chucky sino por padres e hijos: Jake no es el único chico que recibe maltrato y presión. En una habitación de hospital, tras el incendio de una casa llena de adolescentes, otro padre le pregunta a su hijo, Junior: “¿Te gusta el atletismo, ¿verdad?” No solo lo haces solo porque yo quiero. Porque eso no es lo que quiero. Debes hacerlo porque lo amas”. El niño tiene la mitad del rostro en sombra, todo a su alrededor es oscuro. Es una iluminación de película de terror. Cuando parece que la oscuridad pierde fuerza, el padre lo mira fijo y le dice “quiero escucharlo”. El niño, hijo de un ex deportista, recita con miedo: “Yo amo el atletismo”. La serie de Chucky invierte la estructura de las películas clásicas de terror: los monstruos ya no son quienes rompen con la norma sino las personas que odian al diferente. El puto y el afroamericano son protagonistas y están para señalar la amenaza.
Jake, el protagonista de la serie Chucky, es un autorretrato de la vida de Don Mancini. La serie es una obra dedicada a sus bullys del pasado. Presentes en el colegio y dentro de su casa. La forma que encontró el director de proteger a lxs adolescentes de 2021 es incluir en la historia un abanico de personajes LGBTIQ donde se pueden reflejar. La representación queer que le hubiera gustado encontrar en ese cine de terror de fines de los 70 que le brindó la mejor educación. Don Mancini toma el lugar de adulto responsable de un grupo de jóvenes que son víctimas y pueden caer en la tentación de convertirse en victimarixs de la mano de Chucky. Lo primero que hace el monstruo es señalar al enemigo de la víctima: Chucky no tarda en matar al padre violento de Jake y refregárselo en la cara como un favor personal. “Tú más que nadie deberías saber que algunas personas merecen morir”, le dice buscando destruir su inocencia. Como no es suficiente Chucky se hace pasar por aliado LGBTIQ para ganar su confianza. “Tengo un hijo ´queer´. Género fluído”. “¿Y tú lo aceptas?”, le pregunta Jake. “¡No soy un monstruo, Jake!”, responde con astucia. Pero, ¿qué es realmente un monstruo? El término tiene significados muy distintos según la RAE: uno es “Ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a la norma de su especie”; el otro describe a una “persona muy cruel y perversa”. La saga de Chucky siempre jugó con la oscilación entre los dos significados. El muñeco diabólico cumple con las dos definiciones, en especial porque, como el padre de Jake, también fue violento con su hijo queer. “Es morir o matar, Jake. ¿En qué equipo quieres jugar? Porque tarde o temprano todos tendrán que elegir”, intenta manipular Chucky a Jake como lo hizo en el pasado con su primogénito. Ese es uno de los ejes más perturbadores de la serie: Chucky se nutre del dolor del colectivo LGBTIQ tras siglos de discriminación, hostigamiento y violencia, y lo invita a ejercer una merecida venganza. Un odio justificado después de vivir tanto terror en carne propia. Responder con violencia a tanta violencia. Dejar de ser un tipo de monstruo para transformarse en otro: en ese al que le tuvimos tanto miedo.
El terror como metáfora queer
Desde que el Dr. Frankenstein, en 1931, gritó “It´s Alive!” cuando le dio vida a través de los rayos de la tormenta a una criatura hecha de cadáveres las lecturas queer en el cine de terror se reprodujeron como conejos. James Whale, director gay estrella de la Universal, es uno de los padres del horror clásico y de los monstruos pioneros de una escuela LGBTIQ que formaría a generaciones y generaciones de autores. Uno de ellos es Don Mancini, por eso proyecta Frankenstein en uno de los episodios de su propia serie. Cuando llega la escena más trágica, donde el monstruo lanza a la niña al río sin saber que se ahogará, Chucky grita desde una butaca del cine: “Esta es mi parte favorita”. Don Mancini vuelve a recordarnos que hay dos clases de monstruos y, a través de lxs protagonistas adolescentes, le pregunta a cada espectadorx qué tipo de monstruo es. La serie de Chucky interpela al público sin descanso, lo acorrala al igual que lo hace el muñeco diabólico con Jake: en el segundo episodio, en una muestra escolar, Chucky se sube al escenario junto a Jake haciéndose pasar por un muñeco de ventrilocuo. Escupe algunos chistes revelando los secretos de la chica popular del colegio, la mayor bully de Jake. El público ríe a carcajadas. El de la ficción y el que está por fuera de ella. “Es contagioso, ¿no creen? Burlarse de la gente”, grita Chucky deschavando nuestro costado más miserable.
El padre de un Don Mancini niño trabajó a mediados de los 80 en la industria de la publicidad. La infancia del director fue muy complicada y gran parte de ese sufrimiento se transformó en la primera película de la saga de Chucky, en 1988. El personaje apareció en su cabeza mientras estaba en la universidad, inspirándose en el cuento de la muñeca vudú de Trilogy of Terror (1975), el episodio Living Doll de La dimensión desconocida y la paranoia que despertaron los Cabbage Patch Kids. Pero la mayor inspiración fueron los recuerdos de su temible padre que desembocaron en una sátira sobre los mensajes del marketing dirigido a niñxs. Los juguetes que muchas veces funcionan como una extensión de la ideología que quieren transmitir los padres a sus hijxs. El inicio de la saga (Child´s Play, dirigida por Tom Holland) presenta a un niño, Andy (Alex Vincent), criado por una madre soltera. Chucky es un muñeco poseído por un asesino llamado Charles Lee Ray, conocido como el estrangulador de Lakeshore. A través de un ritual vudú, el criminal traslada su alma a un cuerpo inanimado, el juguete del momento, tras ser acribillado por la policía. “¡Dame el poder, te lo ruego!”, implora. La voz que le da vida a Chucky es de Brad Dourif, el actor nacido en 1950, Atrapado sin salida (1975), Un maldito policía en Nueva Orleans (2009), que le es fiel al monstruo hasta el día de hoy. Chucky fue siempre protegido por sus creadores de los colmillos maquiavélicos de la industria cinematográfica: el muñeco diabólico fue y sigue siendo el vehículo para hablar del sufrimiento de las minorías, hoy dándole otro rol a las víctimas dentro del relato.
No hay una figura paterna en Child´s Play, el terror está representado por un muñeco que habla aunque no tenga las pilas puestas. El largometraje retrata con metáforas sutiles la soledad que sintió Don Mancini siendo un chico gay en los años 70, atormentado por el miedo a no sobrevivir por ser raro. Child´s Play 2 (John Lafia, 1990) agudiza la soledad del niño protagonista y pone en el centro del relato a las familias adoptivas. Cuando Andy pide ayuda porque Chucky quiere matarlo, ningún adulto le cree. No existe mayor peligro que cuando un niño no es escuchado. La única persona que confía en que dice la verdad es una adolescente que vive en el mismo hogar de tránsito. Se eligen como hermanxs, forman una familia de dos para cuidarse entre sí de Chucky. Desde la primera a la última película, la saga presenta a los niñxs como sobrevivientes, nunca muestra a la infancia como una etapa soñada de la vida. Un año después, en 1991, se estrenó Child´s Play 3 (Jack Bender) con un Andy crecido inscripto en una escuela militar. El abuso de poder de lxs adultxs se presenta de diferentes formas, pero siempre con la misma idea: quienes nos tienen que cuidar terminan representando el mayor peligro. La trilogía está repleta de subtextos queer, pero fue con la llegada de La novia de Chucky (Bride of Chucky, dirigida en 1998 por el hongkonés Ronny Yu) que explotó la fiesta marica. Una carroza loca donde desfilan figuras protagonistas de la educación sentimental queer, con personajes desviados que ya no hablan de su sexualidad en código (David, Gordon Michael Woolvet) . Es una cuestión tonal: Don Mancini muta el slasher en comedia abriéndole paso a un festival camp celebratorio en el que todo puede pasar: muñecos de plástico que cogen y, al no usar forro, se reproducen. La cuarta película de la saga es una película orgullosa y tiene conexiones explícitas con la cultura gay: el casting incluye a íconos que van desde Jennifer Tilly (co-protagonista de Bound, película LGBTIQ de las hermanas Wachowski) hasta Alexis Arquette, incluyendo la presencia de John Ritter. La novia de Chucky, además de tener un discurso queer, es una obra feminista donde una mujer, Tiffany, (la novia de Charles Lee Ray/Chucky interpretada por Jennifer Tilly) reacciona ante una pareja violenta mientras grita que nunca más va a volver a lavar un plato. “No has cambiado nada, nunca cambiarás”, le grita harta Tiffany a su amor dañino devenido en muñeco. Es, con y sin metáforas, una película en contra del matrimonio y las convenciones conservadoras de la familia.
Cuando creíamos que Don Mancini y su fiel amigo Chucky habían llegado a la cima del terror gay llegó en 2004 Seed of Chucky, con un elenco que incluye a John Waters. Uno de los mayores fanáticos del muñeco diabólico. Cualquier otro director hubiera titulado a la película “El hijo de Chucky”. Don Mancini, en cambio, le pone “La semilla de Chucky” para evitar la mirada binaria. Ni hombre ni mujer: género no binario. Con unos créditos iniciales que parodian a la película familiar Mira quien habla, Seed of Chucky tiene como protagonista a un personaje de género fluído. “Me llaman ´mariconazo´ por haber hecho a Chucky tan gay, pero es algo que me complace” dijo hace poco Don Mancini. Shitface (apodo que recibe de un artista de circo siniestro que lo tiene secuestrado), el personaje no binario de la película, encuentra a su madre y padre a través de la televisión: son Chucky y su novia Tiffany. Ella asegura que su hijx es niña; Chucky grita que es niño. Chucky le pone Glen, Tiffany, Glenda. “¿Y qué pasa con lo que yo quiero? ¿Lo que yo quiero no significa nada?”, grita con angustia Glen o Glenda (en claro guiño al gran director queer del cine clase Z Ed Wood), ahora bautizado por su madre Sweetface. Tiffany le pregunta qué es lo que quiere: “No estoy seguro. A veces me siento como un niño. A veces me siento como una niña. ¿No puedo ser ambos?”. Chucky le responde que de ningún modo. Sweetface no está seguro de nada aún, salvo de una sola cosa: no quiere ser un asesino como su padre y madre. Chucky no respeta su decisión y lo lleva de caza para hacerlo macho. “Tú y yo la pasaremos como hombres de verdad”, le dice a su descendencia. No cazan venados y osos grizzlies sino personas, y posan junto al trofeo (in)humano. Una metáfora evidente acerca del legado patriarcal. Seed of Chucky también expone que el terror son los padres.
Las últimas películas oficiales de la franquicia, dirigidas por Don Mancini, son La maldición de Chucky (Curse of Chucky, 2013) y El culto de Chucky (Cult of Chucky, 20017). La primera se aleja de la comedia para envolvernos en una estética gótica que incluye amantes lesbianas, orgullo disca y una cachetada a la Iglesia. El culto de Chucky se anima a denunciar la indefensión que tienen lxs pacientes en un centro de salud mental: una vez más quienes nos tienen que cuidar son el verdadero peligro. A través del personaje de Nica, una joven en silla de ruedas (interpretada por la hija de Brad Dourif, Fiona Dourif), Don Mancini le cuenta a un público masivo que las discas cogen, gimen, reciben y dan placer. “Soy discapacitada, no una niña”, le dice Nica a su hermana mayor. El personaje de Chucky es, también, un trampolín para deshacer tabúes: sea la sexualidad de las personas con discapacidades, la condena social (y religiosa) a quienes eligen terminar con sus vidas o el abandono familiar a lxs internos de un psiquiátrico. La serie de Chucky funciona como continuación de El culto de Chucky y retoma tanto historias como personajes de todas las películas. Reúne a la familia que Don Mancini no tuvo pero formó a través de su saga: niñxs crecidxs que hoy reparan sus heridas protegiendo a quienes no se pueden defender.
El odio como respuesta al miedo
Chucky se ha renovado película tras película: la creatividad para matar a sus víctimas nunca se estancó, todo lo contrario. Más allá de que su forma preferida de matar es con ayuda de un cuchillo, el muñeco diabólico renovó los votos criminales con veneno para ratas esparcido en un plato de chile, arrancando ojos, clavando hachas en el pecho, derritiendo pieles con ácido, y hasta convirtiendo cuerpos en globos de helio. En una época donde muchas franquicias deciden rescatar y glorificar a sus villanos, sea Cruella o el Joker, Don Mancini trasgrede ese mandato y, en su defecto, nos tiende una ingeniosa trampa. En los primeros episodios de la serie, Chucky asesina a personajes despiadados buscando la complicidad del público. Amagando con convertirse en el héroe de la historia. Pero, cuando creemos que Don Mancini rescata a este asesino serial, comenzamos a ser testigxs del máximo horror. “Algunas cosas nunca cambian”, dice Chucky. El muñeco diabólico nos invita a jugar con todo el arco que abarca el término “nostalgia” en un momento donde muchas divas del terror hacen su regreso triunfal. Por debajo de la superficie pop hay una lectura política y aterradora sobre un pasado conservador que amenaza (y en muchos casos cumple) con volver. “Supe cómo regresar”, arenga Chucky en un contexto donde tantos gobiernos de derecha asumen el poder o crecen en las encuestas. La serie de Chucky tiene un discurso de advertencia para adolescentes y adultxs, para monstruos y mostras. El culto de Chucky incursiona en una idea que la serie expande: el alma del famoso asesino Charles Lee Ray ya no posee un solo cuerpo (el del muñeco diabólico) sino en muchos. Humanos y de juguete. “Estoy en todas partes”, asegura Chucky. Es el odio que no puede delimitarse: ¿dónde empieza y termina? ¿Cómo desactivar algunos discursos tan arraigados en una sociedad donde en 2021 todavía le teme al diferente? Devon se pregunta cómo pueden tener una oportunidad contra un enemigo que se disfraza de nuestro amigo. “Tal vez la mejor manera es conocer la diferencia entre el amigo y el enemigo. Y eso significa cavar lo suficientemente profundo como para descubrirlo”, reflexiona. Con una segunda temporada confirmada para 2022, la serie de Chucky plantea interrogantes incómodos que no tienen respuestas tranquilizadoras. “A veces ocurren cosas malas. Intentamos detenerlas. A veces no podemos”, dice Jake un poco roto por dentro. Algunxs adolescentes caerán en el odio como respuesta al miedo, otro grupo encontrará la mejor forma de venganza. Aquella que asegura “Nuestra venganza es ser felices”. En lxs protagonistas de la serie de Chucky aún no hay espacio para la felicidad, el dolor todavía late. Pero persiste la lucha por poder elegir aquello que desean, por entender que tal vez la única forma de sobrevivir al miedo es de forma colectiva y no individual. Que la única manera de salvarnos es cuidar que las víctimas no se transformen en victimarixs.
Chucky está disponible en Latinaomérica en la plataforma Star Plus