¿Cómo olvidar las ilustraciones de los Cuentos de Polidoro? Imposible. Pero no todos los libros infantiles tienen la misma suerte, algunos cargan con dibujos que apresuran desenlaces, disuaden anhelos y son definitivamente dibujos para el olvido. Lejos de esa prisa, y en un continuo inescrutable que reconstruye la ilusión, hay otros libros cuyas ilustraciones se disfrazan con colores, recuperan la pintura y exaltan texturas imaginarias y esponjosas. Son un idioma, una lengua, un poema. Quienes celebran esa prosa dibujada lloraron un sábado de noviembre de 2019 a Esperanza Vallejo, una de las primeras ilustradoras de la nueva narrativa infantil colombiana.
Esperanza nació en Bogotá y murió en Villa de Leyva, estudió pintura, grabado y litografía en la Universidad Nacional de Colombia y fue docente casi toda su vida: “la ilustradora de La edad de oro de José Martí nos enseñó a desarrollar un estilo en libertad” dijeron sus alumnos en la despedida. En Las diversiones (1986), un libro donde las únicas palabras que aparecen son los dibujos de Esperanza, abre el juego a las composiciones de color disonante que tan bien combinan con la diversidad emocional. En Yo, Mónica y el monstruo (con texto de Antonio Orlando Rodríguez, 1994), los colores de Esperanza, como un batido de Alexander Theroux, tiñen los sinsabores cotidianos de los personajes sin edulcorantes.
En sus libros brillan pedazos de hojas de diarios, plumas, flores, grabados, pentagramas, estampillas con perlas, pinceladas de óleo, fotos de familia, metales irregulares y lavas coloridas que montan un escenario del que no dan ganas de bajarse. Ya lo sabemos, los colores se mezclan, ¿no hay una maraña azul en las hojas verdes del laurel?, claro que hay. Sus referencias al art nouveau, al arte kitsch y al pop art cruzan artificios surrealistas que abren los párpados lectores en pliegues inimaginables. Un impacto Varo en los colores elegidos, un agasajo policromático que rastrea niñez de cofres donde se esconden el mar, la selva, el cielo y la anatomía.
Existe un texto que solo la ilustración escribe, Esperanza Vallejo confirma esa sentencia en cada sinuosa línea que diseña. En sus libros las palabras escritas con letras no se perturban ante las suyas, se ponen de acuerdo. “Ella va por la vida recogiendo trocitos de imágenes (…) y así se la pasa, muerta de la risa, reordenando el mundo, mezclando lo que a nadie, con dos dedos de frente, se le ocurriría mezclar. Es un peligro público, una amenaza para los que se creen aquel cuento de cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa” (Yolanda Reyes).
Desperdigados sobre la tierra y en todas las direcciones posibles, los materiales que Esperanza atesoró encuentran en sus libros una impetuosa armonía rítmica, un alboroto colorido que mezcla estaciones, una primavera de invierno. Cuando los límites establecidos se pierden -los borran la mezcla de texturas y el bienvenido colorinche-, los dibujos de Esperanza saltan de la página (como los de Kate Greenaway que se convirtieron en tazas de té y azulejos) para transformarse en las líneas salvadoras que dibujarán los sueños de la noche y también los otros.