Hace unos meses, uno de sus cuadros se vendió por 1.3 millones de dólares, superando con creces las expectativas de Sotheby’s, casa de subastas que preveía sacar -a lo sumo- 200 mil billetes por Paloma à la Guitare. Un cuadro precioso, de 1965, en el que Françoise Gilot retrató a su hija tocando serenamente la guitarra en una atmósfera cargada de intensidad amén de vibrantes tonos azules, coronada por un toque exótico: una insólita corona de plumas. Hoy, esa misma hija -Paloma Picasso, famosa diseñadora, perfumista y actriz- confiesa que su mamá no estaba saltando en una pata por la guita “por la simple razón de que no es así como mide su autoestima”.

Mantenerse fiel a sí misma es lo que siempre ha interesado a Gilot, pintora prolífica (al menos 1.600 cuadros y 3.600 dibujos en papel), inclasificable (se ha movido con total libertad entre la figuración y la abstracción), ducha en tratar tópicos como la naturaleza, la mitología griega, las puertas, los ritmos de la danza, los amores… A veces con calidez -como en Intimacy, del ’56-; otras, haciendo gala de su aguda ironía -por ejemplo, Adam Forcing Eve to Eat an Apple, del ’46-.

Paloma à la Guitare

Con 100 años recién cumplidos, la vivaz Gilot es incapaz de soltar el pincel, a la par que permanece bastante indiferente a su tardía consagración, habiendo sido más conocida durante décadas como “musa de Pablo Picasso”, una nota al pie en la mitología del genio cubista, que por su propia producción artística. Una obra rica, plena de simbología, que estos últimos años ha recibido merecido reconocimiento. A punto tal que, por estos días, dos muestras en solitario ponen en valor sus pinturas y dibujos; una, en la sede de Christie’s de Hong Kong titulada Françoise Gilot: A Celebration; la otra, en Francia, en el Museo Estrine de Saint-Rémy-de-Provence, bautizada Les années Françaises.

Gilot

“El objetivo del arte no es agradar, es intentar encontrar la verdad sobre algo”, sostiene ella, que nació en Neuilly-sur-Seine, suburbio parisino, en 1921. Hija única, su padre Émile era un tipo pragmático, con buen ojo para los negocios, que amasó fortuna como agrónomo. Esperaba que Françoise se volcara a las ciencias, puntualmente a la Física, pero acordaron que estudiaría leyes. Y así lo hizo, por un tiempo, hasta que la Ocupación Alemana le dio la excusa perfecta para pausar definitivamente la cursada (vale mentar que por dejar flores en la Tumba del Soldado Desconocido fue señalada como agitadora política, vigilada de cerca por la cana). Decidió perseguir entonces su vocación temprana, la pintura, animados sus primeros trazos por su madre, Madeleine, que le había enseñado de pequeña cómo dominar las acuarelas y la tinta china. “Antes de adquirir conocimiento intelectual, ya tenía conocimiento intuitivo”, diría décadas más tarde sobre sus años mozos, cuando miraba con ojos nuevos las formas y los colores del mundo. Independiente y decidida, no le importó que su viejo le cortara los víveres cuando mudó de estudios. Se fue a vivir con su abuela, dio lecciones de equitación para bancarse, y pintó, pintó muchísimo.

My Mother and Myself, 1949

A los 21, ya estaba labrándose un nombre en el mundillo de las artes. La noche que conoció a Picasso en el bistró Le Catalan, de hecho, ella festejaba una de sus primeras exposiciones. La escena, tantas veces contada, involucra un tazón de cerezas: tentadora fruta que el malagueño obsequió a la desconocida a modo de flirteo. Surtió el efecto pretendido: a los pocos días Gilot visitaba su atelier y, al cabo de unos años, convivían. Él, por cierto, era 40 años mayor. Pero según ella ha aclarado una y otra vez “había razones para admirarnos mutuamente”. Françoise siempre le ha rehuido a la imagen de cándida y sumisa muchachita que termina en la boca del lobo: era perfectamente consciente del carácter desmesurado de Picasso. “También es cierto -ha dicho- que la mayoría de los hombres que conocía estaban en la Resistencia, y yo ya quería romper ‘la barrera de la virginidad’”.

¿Le admiraba? Por supuesto, pero no más que a Matisse o Braque. En su bestseller Mi vida con Picasso, de 1964, define la relación como pasional e intelectual, pero no necesariamente sentimental. “Él podía ser muy cruel, sádico con los demás, también consigo mismo”, escribe, y comparte ciertas excentricidades del cubista: es supersticioso, tiene miedo de volar, ¡terror! de que le corten el pelo. Muchas de sus rabietas son infantiles. Cuando ella queda embarazada de Claude, su primer hijo, le dice que no vea a un médico porque puede ser “de mala suerte”; en cambio la manda a analizarse con Lacan. Hay sombras, sí, pero también algunas luces: haber sido testigo de las exploraciones de Pablo mientras vivían en Vallauris, por ejemplo, verlo probar una nueva técnica de litografía, crear esmaltes especiales para su cerámica, hacer esculturas con coches de juguete y chatarra…

Intimacy, 1956

Al cabo de 10 años, Gilot lo abandona, y se gana el mote con el que, a la fecha, siguen titulándose artículos sobre su vida: “La única mujer que sobrevivió a Picasso”. Un recurso remanido que le baja el precio a su obra, además de desenfocar el resto de su historia, bien movida. Cómo deja París para instalarse un tiempo en Londres, luego en Nueva York, con Claude y Paloma. Cómo trabaja los grabados al aguatinta. Su abordaje de la técnica del monotipo. Su trabajo como vestuarista. Ganar distinciones, exponer por el mundo. Su colección de poemas The Fugitive Eye. Sus viajes a Venecia, Senegal y la India, y las ilustraciones que esas travesías inspiran. Sus aguafuertes. Casarse no una sino dos veces (tener más hijos), la última con el virólogo Jonas Salk, inventor de la vacuna contra la poliomielitis, a quien le deja claro que solo acepta el matrimonio si conviven seis meses al año; fórmula que, por cierto, les sale pipa. Y siguen los hitos de una mujer inquieta, curiosa, de la que Paloma dice admirar “el sentido del humor, la sabiduría, la creatividad en todo lo que emprende”. Sobran los motivos.