Escuché por primera vez “Angelitos negros” mientras dibujaba un libro de poemas de Beckett. Fue a los diez años, en una de las tantas cenas de los miércoles con mi padre, día en que me pasaba a buscar por lo de mi madre para llevarme a un restorán del Bajo. A veces a esas cenas caía alguno de sus amigos, como el tano Antonio Dal Masetto, que vivía por la zona. A esa edad, la conversación entre dos escritores era para mí una música indescifrable que se mezclaba con los dibujos que hacía en mi bloc. La noche solía prolongarse en El Verde, un bar que quedaba a la vuelta del restorán, donde mi padre y el tano seguían bebiendo y fumando, y yo dibujaba a los personajes del bar hasta caerme de sueño en la silla.
Una de esas noches, ellos charlaban y yo me aburría mucho porque me había olvidado el bloc de dibujo. Cuando le insistí para que nos fuéramos, mi padre dijo la frase que solía repetirme en esas ocasiones: “cuando termine de hablar con el tano y de tomar el whisky nos vamos”. Para que me entretuviera y dejara de preguntar cosas, me dio uno de los libros que estaba leyendo, Poemas de Beckett, para que hiciera mis dibujos en sus primeras páginas en blanco. También me pasó su grabador de periodista, que a veces usaba como walkman, para que escuchara música con los auriculares. “Escuchá y dibujá”, me dijo. Aislado de ellos en el libro de Beckett y un casete de boleros de Toña La Negra, escuché “Angelitos negros”. Recuerdo la sensación de no entender nada de la letra... pintores, negros, ángeles, iglesias, la Virgen, Dios. Todo en la canción me resultaba tan extraño como la conversación libresca entre mi padre y el tano; pero a la vez todo en esa etapa de mi vida se volvía comprensible a través del dibujo. Mientras sonaba el tema, les pregunte quiénes eran los angelitos negros. “Somos nosotros dos", dijo el tano. "Dibujanos. Píntame angelitos negros”. Y así los dibujé, fumando, con alitas, manos y pies de cangrejo, en las páginas de ese libro de Beckett que aún conservo.
A los dieciocho años empecé a trabajar en la librería Gandhi de la calle Montevideo. Principios de los noventa: Luis Miguel se convierte a la religión del bolero con su primer Romance. Ese fue el disco que poníamos una y otra vez en la librería, y que musicalizaba sus horas vivas y muertas, al punto que de tanto escucharlo me aprendí todas sus letras y arreglos de memoria. Apenas salió, Romance fue tan ofensivo para los puristas del bolero como en su momento –perdón la comparación desmesurada– la irrupción de Piazzolla para el conservadurismo tanguero. Boleros edulcorados, limados de las impurezas de grabación propias del género, entre otras críticas. Pero para mí ese disco fue mi segunda puerta de entrada al género. A partir de él empecé a escuchar a los intérpretes más tradicionales del repertorio bolerístico, y me reencontré con la voz de Toña la Negra. Años más tarde, en la Gandhi de la calle Corrientes, “Angelitos negros” era el primer tema de un compilado de boleros que venía con la revista española Cambio 16. Se llamaba “Boleros con sabor” y formaba parte de la serie Verano caliente. Las versiones interpretadas por Los Soneros del Callao eran tan feas que a la hora de cierre de la librería poníamos ese disco para que la gente se fuera más rápido. Tenía un poder expulsivo infalible.
Hace unos años armé una playlist de Spotify a la que llamé “Boleros con sabor”. Cada vez que la pongo y suena “Angelitos negros” cantada por Toña la Negra no pienso en la cuestión del racismo mentada en la letra: Pintor de santos de alcoba/ si tienes alma en el cuerpo/ por qué al pintar esos cuadros/ te olvidaste de los negros. Escucharla me transporta más bien a esa noche en la que oí por primera vez un bolero; al murmullo indescifrable de la conversación entre dos escritores; a los dibujos en el libro de Beckett; y a un bar que ya no existe. Escuchar “Angelitos negros” es para mí volver a ser, por unos minutos, el pintor que dibujaba a Norberto y al tano, mis angelitos negros del Bajo.
Lucas Soares publicó los libros de poesía El río ebrio (Paradiso, 2005), El sueño de las puertas (Alción, 2006), Mudanza (Paradiso, 2009), Roña (VOX, 2013), El sueño de ellas (Bajo la luna, 2014), La sorda y el pudor (Mansalva, 2016), Un drama eléctrico (Caleta Olivia, 2016), La médium (Mansalva, 2019), y el reciente El poeta y el buey (Caleta Olivia, 2021). Es profesor de filosofía en la Universidad de Buenos Aires, investigador del CONICET, y autor de libros y ensayos sobre las relaciones entre filosofía y poesía.