“Latinoamérica es un continente separado por el mismo idioma”, bromeaba el de­saparecido director de cine colombiano Luis Ospina. “Sí, salvo por la música”, le contestaban sus mejores amigos. Y el tiempo les ha dado la razón a los contertu­lios del realizador. El rock argentino ha creado una patria sin fronteras, donde sus feligreses nos identificamos gracias al efecto extático de su belleza, colección de sonidos prestados a los Estados Unidos y a la Gran Bretaña, para luego aparearlos con el tango, las chacareras, la chanson française o la cumbia sin fronteras. ¿El re­sultado? Una fiesta de la complicidad en la que mexicanos y peruanos, venezolanos y brasileros, uruguayos y españoles hemos encontrado un territorio común para la introspección o la dicha.

El rock supo escapar de sus raíces y convertirse, se ha dicho mil veces, en el gran folklore universal. Podemos convivir con un esquimal cantando canciones de Led Zeppelin, o recibir un pasaporte de coexistencia con un japonés si nos sabemos un par de riffs de los Rolling Stones. Pero ¿qué diablos fue, es, seguirá siendo el llamado “rock en español”? ¿Un galimatías? ¿Una mala copia? ¿Un acto de venganza? Hoy ya lo sabemos: es un pacto secreto que tenemos los hispanoamericanos del siglo XXI para gritar en coro. Argentina no solo ha sido la patria de Sabato, de Marechal, de Cortázar, de Borges, de Manuel Puig o de Silvina Ocampo. Argentina también es un continente sonoro que nos llegó, a los eternos jóvenes de “Homérica Latina” (como la llamó desde Colombia, en su momento, otra argentina universal, la crítica de arte Marta Traba), a través de casetes cascados con música de Sui Generis, de Los Abuelos de la Nada, de Los Twist, de Soda Stereo, de Illya Kuryaki and the Val­derramas o de solistas atrabiliarios como Fito Páez, Luis Alberto Spinetta, Andrés Calamaro, Gustavo Cerati, o Su Majestad Charly García.

Emmanuel Horvilleur en la Ciudad de Santa Fe, 1994

Hasta los años ochenta, más allá de sus límites, el rock argentino no tenía cara. Era una colección de melodías perfectas, con letras que se podían cantar a chorros, las cuales nada tenían que envidiarles a sus primeros padres londinenses o neoyor­ quinos. Sus precoces coleccionistas comenzamos a atesorar los acetatos a lo largo del nuevo mundo y, gracias a sus carátulas sagradas, los nombres que pasaban de boca en boca revelaron sus verdaderos rostros. Terminando el milenio, los argenti­nos se volvieron a subir a los barcos y conquistaron el continente. Ya no solo esta­ban los discos. Muy pronto llegaron los registros compactos y, para la satisfacción general, se impusieron los conciertos en vivo. Como una congregación de muertos vivientes, los amantes del rock del Cono Sur íbamos desesperados a descubrir una constelación que nos visitaba cada vez con mayor frecuencia, hasta convertirse en amigos habituales. Desde Bogotá, la altísima ciudad desde donde escribo, nos ima­ginábamos qué habría detrás de esos escenarios fascinantes, qué pasaba cuando los conciertos concluían y se comenzaban a tejer todas las inevitables leyendas urbanas que, en la gran mayoría de los casos, terminaban quedándose pequeñas ante la con­ tundencia de las realidades. El tiempo se ha ido y ahora se destapan las cartas. El misterio del detrás de la escena del rock argentino (y de otros territorios cómplices) nos lo devela de manera contundente el gran baterista, bandoneonista, escritor, moto­ciclista y desde ahora fotógrafo Fernando Samalea.

Siguiendo El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, Samalea intuía muy bien que, si “lo único que vale la pena en la vida es la belleza, y la satisfacción de los sen­tidos”, había que eternizar la felicidad antes de que la ausencia de buena memoria le pasara la cuenta. Por esta razón se propuso eternizar lo efímero, las jornadas en las cuales él fue camarada y coprotagonista, a través de tres extensos tomos de memo­rias y ahora con la compilación de los registros de sus cámaras fotográficas. No. La juventud no desaparece. Se ha mantenido a través de los discos, del cine, del video y, cómo no, de la conservación estática del movimiento.

Baterista de Gustavo Cerati, de Andrés Calamaro, de Illya Kuryaki, de Joaquín Sabina y, sobre todo, de Charly García, Samalea sabía que el destino le había rega­lado una oportunidad sobre la Tierra y no podría desperdiciar ni un segundo. No solo como encargado del tempo y del pulso juvenil de sus ritmos de metrónomo sino como entrenado voyerista, sabiendo poner la cámara en el momento justo para registrar la eternidad.

Gustavo Cerati en Bogotá, Colombia, 2006

Conozco a Fernando desde 1989 y, a pesar de que no nos vemos a diario, te­nemos una hermandad irremplazable, la cual hemos querido guardar, de manera simbólica, a través de sus triunfos sonoros y de mis jugarretas literarias. He escrito los prólogos de sus tres tomos de memorias y, para que el talismán colombiano siga ejerciendo sus poderes psicomágicos, aquí van estas breves líneas para presentar sus imágenes, ese territorio escondido de los backstages, allí donde se cree que habitan los fantasmas y donde seres extraordinarios como Samalea se encargan de controlar, sin que se note, el ritmo de la felicidad.

“No miren a la cámara”, se les dice a los extras en las filmaciones. En este libro sucede todo lo contrario. Se les pide, casi que se les exige a los protagonistas que hagan un efecto de distanciamiento y miren el lente, le sonrían, lo desafíen, lo ce­lebren. Las composiciones de Samalea son mucho más profundas de lo que su apa­rente ingenuidad esconde. Hoy, todos nos tomamos fotos. El secreto está en saber guardarlas. En saber escoger el encuadre adecuado (qué se ve, qué se esconde). Pero, sobre todo, en tener la intuición de que lo que se registra vale la pena no solo para el que obtura, sino para aquel que no ha estado presente.

El presente libro es un triunfo de la música, de una generación, de un país, de una lengua y de una fiesta que, por fortuna, no tiene la menor intención de termi­nar.

Portada del libro de fotos de Fernando Samalea

ETERNO AMATEUR

Por Fernando Samalea

Asomaban los noventa cuando, al pasar frente a un negocio de la calle Libertad al 400, en pleno centro porteño, decidí adquirir una cámara fotográfica. Tuve la cora­zonada ante la vidriera, eligiendo una Canon AE1 expuesta junto a varias más. Sin ninguna recomendación previa, le pregunté al vendedor: “¿Es buena? ¿Anda bien?”. Confiando en su respuesta honesta, salí a la vereda cinco minutos después, con tal preciado objeto entre mis manos.

Nunca había tenido cámara propia. Un par de años atrás, Laurita Casarino me había enseñado las artes básicas del revelado, ayudándome a expandir mis hori­zontes y fantasías, como luego lo hicieron Nora Lezano, Pablo Sbaraglia y Yamila Melillo. Podría considerarme un eterno amateur en el rubro, aunque propenso a observar a los célebres fotógrafos que fui conociendo a través de la música y que dejaron huella como Arturo Encinas, Andy Cherniavsky, Uberto Sagramoso, José Luis Perotta, Hilda Lizarazu, Aspix, Rubén Andón, Ada Moreno, Jorge Fisbein, Charlie Piccoli, Mariano Galperín y demás.

Lucas Martí en el Alcázar de Toledo, España, 2001

Fotografía y rock siempre se han llevado de maravillas, y es sabido que lo visual acrecienta las emociones. Como buen fanático de bohemias de aquí y allá, supe ir atesorando libros de Mapplethorpe, Mick Rock, Judy Linn, William Claxton, Annie Leibovitz o Araki, quienes desarrollaron con maestría los experimentos iniciales de Daguerre y su socio Niepce en el siglo XIX.

Sin ánimo de comparaciones, por supuesto, registré las imágenes de este libro entre 1990 y 2010 –¡cual aprendiz romántico y bajo los embates del azar lumí­nico!–, mientras compartíamos clubes trasnochados, estudios de grabación, via­jes, camarines y escenarios con Charly García, María Gabriela Epumer, Andrés Calamaro, Hilda Lizarazu, Alejandro Medina, el Zorrito Quintiero, Luis Alberto Spinetta, Daniel Melingo, Willy Crook, el Negro García López, Fabiana Cantilo, Fito Páez y gran parte del mundillo roquero. Tomé otras en tiempos de Horno para calentar los mares, Chaco y Ninja mental junto a los Illya Kuryaki and the Valderra­mas; en La hija de la lágrima y el MTV Unplugged de García en Miami; en el tour centroamericano con Draco Rosa; y durante esos cinco años inolvidables acompa­ñando a Gustavo Cerati en las grabaciones y giras internacionales de Ahí vamos y Fuerza natural. Lamentablemente algunos de esos músicos ya no están, pero siem­pre es lindo recordar sus inmensos legados y, por qué no, sus alegrías y picardías. Tal vez sea la ilusión de perpetuar lo inevitablemente fugaz, para quienes gustamos mantenerla en nuestros corazones.

Acostumbraba comprar rollos de 200 o 400 Asas x 36, que revelaba yo mismo a fuerza de bombillas rojas, cubetas y pinzas. Me fascinaba ver cómo iba apareciendo de a poco cada imagen, en plan hechizo, sobre el papel sumergido en los químicos.

Hilda Lizarazu en el Roxy, 1993

Algunas copias pasaron de mano en mano a modo de obsequios espontáneos; otras se perdieron o nunca fueron reveladas. Ahora, al escanear esos negativos originales, renacen ante nuestros ojos como una obra de teatro estática y patafísica. Dicha “re­construcción” estuvo a cargo del gran Marcello Capotosti, así como Nora Lezano puso toda su estirpe para mejorar varias de ellas.

En 1997, quizá a modo de acto poético, olvidé accidentalmente la Canon en un café del Petit Zoco de Tánger, durante una de mis incursiones al Reino de Marrue­cos. Así me despedí del encanto del celuloide analógico, y otras cámaras digitales fueron escoltándome desde entonces.

Reitero que soy músico y jamás me consideraría fotógrafo profesional, ni mucho menos “dueño” de las instantáneas. Pero, dados los artistas involucrados y su con­ texto irrepetible, hoy cobran un carácter testimonial enorme para quienes amamos el mundo de la música. Se me antoja como una casualidad mágica el que esas anti­guas partículas de luz queden a disposición en el presente, y desde aquí al infinito ilusorio. 

Andrés Calamaro y Mónica García en Madrid, 1994