Circula una savia filosófica cuando se debate lo que distingue a un drama de una tragedia. En ambas narrativas brotan pasiones humanas en estado de conflicto; solo que mientras en el drama la acción ordenadora de los sujetos encauza aunque sea parcialmente el conflicto y las pasiones se apaciguan, en la tragedia rige la dinámica dañosa de lo inexorable. El antagonismo no se sosiega y solo queda entonces cohabitar con el sufrimiento. En el primer caso un resto de voluntad libre puede todavía organizar la historia, en el segundo quedamos atrapados por lo irrevocable del destino.
La política se codea con la dramaticidad de las situaciones, pero colisiona con la dimensión trágica de las cosas. La razón es transparente. El mandatario exhibe buena calidad cuando propone y ejecuta las soluciones adecuadas, y en la tragedia siempre pervive el resabio profundo de lo inabordable, de lo perpetuamente insatisfactorio. La política se alimenta del conflicto, pero para conjurarlo tendencialmente hacia un horizonte de equilibrio.
La pandemia que venimos atravesando repone la centralidad de estas controversias, pues coloca al tope de la agenda pública la notable envergadura de un fenómeno en algún punto inconmensurable. Aún no conocemos con exactitud su origen, va mutando hacia inéditas modalidades que sobresaltan, e irrumpió de manera súbita e inesperada. Secuencia agobiante que dejó a todos los gobiernos del mundo en estado de consternación y desconcierto. No había en las alforjas ni saberes ni capacidades para afrontar tamaño desafío.
Volviendo al comentario del inicio, operaron allí dos tipos de valores en conflicto. Responsabilidad versus libertad y salud versus economía. Esto es, el estado debe dictar restricciones que sin embargo se leen como intromisiones en autonomías vitales básicas; y el estado debe impedir actividades ocasionando estancamiento económico y deterioro social. Esa puja no es dramática, sino trágica. Solo queda administrar los malestares de la existencia.
Sin ponderar debidamente esta faceta, es imposible comprender los resultados electorales que han venido sucediendo a lo largo del planeta. Furiosas movilizaciones, desplome de sistemas políticos u oficialismos severamente averiados por las urnas no pueden atribuirse a una plaga de incompetencia universal, sino a condiciones en el ejercicio del poder interferidas por un costado misterioso y desbordante de la realidad.
Estos eran comicios ciertamente impredecibles, y la duda podría formularse de la siguiente manera. ¿Incidiría en la conciencia colectiva el ingrediente trágico que marca la coyuntura? ¿O la exigencia política que todo representado hace a su representante sería el elemento decisivo? ¿Habría indulgencia hacia los gobiernos frente a la magnitud de la pandemia? ¿O se buscarán nítidos responsables del inmenso sufrimiento acumulado? Pues ocurrió lo segundo. Eso puede sonar ingrato, pero no es insólito ni irracional.
El gobierno del Frente de Toldos hizo sin dudas mucho para atenuar los efectos nocivos de esta pandemia, sobrellevando además las consecuencias del muy mal gobierno de Mauricio Macri. Logró que resistiese el sistema de salud, implementó con éxito la campaña de vacunación y contuvo una situación que pudo ser socialmente explosiva. Méritos evidentes que pecaron por insuficientes, y que quedaron apresados por una lógica argumental electoralmente poco propicia. Explicar a un pueblo que acumula drásticos pesares que todo pudo ser aún peor, difícilmente concite mayoritarias adhesiones.
Por supuesto que en la derrota incidieron también deficiencias propias de la gestión. Enojosos descuidos éticos (vacunados notorios que no aguardaron su turno o la fiesta en Olivos de la pareja del Presidente) y, especialmente, una política de ingresos timorata y una estrategia antiinflacionaria ineficaz. Excesivas cautelas y alguna inoperancia que agudizaron disgustos ya palpables.
El interregno entre las PASO y la General brindó dos datos en algún sentido esperables. El ánimo social adverso hacia el oficialismo no podía mutar significativamente en dos meses, y un mayor activismo estatal dirigido a las bases sociales históricas del peronismo habilitaron una leve pero influyente mejora en el desempeño del Frente de Todos. Ni los resultados del 12 de setiembre ameritaban autoflagelarse, ni la remontada del 14 de noviembre logra ocultar el arduo sendereo que se avecina.
Los instantes de adversidad reinstalan aparentes tensiones, y en ellas ingresa el vínculo entre Alberto y Cristina. Es ya archisabido que ese binomio representó un gesto de extrema astucia para vencer a Cambiemos, pero implicaba el riesgo de combinar una autoridad institucional con un arraigado liderazgo simbólico y emocional. Era una potente extrañeza que requería para su funcionalidad una gran cintura política. Trazado un balance y dada la complejidad de esa articulación, el veredicto da positivo.
La (delicada) excepción fue lo acontecido en la semana posterior a las PASO, con la mentada carta de la Vicepresidenta y las renuncias de los ministros que le responden. Es de suponer que Cristina observó falta de reacción del Presidente luego de la dura derrota, pero aun así su intervención fue un desatino, pues forzó al límite una geografía que podía haber desembocado en una ruptura sin retorno. Su enojo en parte se entiende, pues el luego felizmente despedido vocero presidencial era uno de esos cabezahueca que cree que la coalición conserva algún destino si el ensamble entre Alberto y Cristina se deteriora.
Corresponde a su vez una aclaración. No se puede sostener que el Ministro Guzmán haya puesto en marcha un ajuste, pues la reducción del déficit vino de la mano del aumento de la recaudación vía crecimiento del PBI, y del incremento de la progresividad tributaria. Pero es verdad que ha habido una desmedida prudencia fiscal vista la gravedad del cuadro social. El presupuesto 2021 preveía 4.5 de déficit y hasta octubre llevamos 1.8, seguramente auspiciando un acuerdo con el FMI que no se concretó. En igual sentido, es cierto que los salarios le van ganando tenuemente a la inflación, pero en la economía formal. Pues en los informales ha ocurrido todo lo contrario. Esta última es la disconforme base social del peronismo que aguarda más enfáticas acciones reparadoras. Ningún razonable acuerdo con los acreedores externos puede vulnerar esta prioridad.
La sustancial unidad del Frente de Todos debe lidiar con dos tendencias igualmente inconvenientes. En primer lugar, la de los nostálgicos de un kirchnerismo que nunca ocurrió, que le demandan a Alberto medidas que ni siquiera adoptaron Néstor y Cristina en un contexto geopolíticamente más amigable y macroeconómicamente menos inhóspito. Es cierto que ha faltado audacia en más de una ocasión (el aumento del precio de los alimentos, por ejemplo, parece exigir ya un aumento de las retenciones), pero hay ciertas exaltaciones ideológicas que no colaboran.
No tiene sentido postular que ante algunas encrucijadas Alberto proceda como lo hubiese hecho Cristina, pues ocupa su lugar justamente por portar otro temperamento. Por tener características e intensidades más aptas para una Argentina que no es la que conocimos entre 2003 y 2015 (empezando por una oposición ni desarticulada ni inofensiva, sino musculosa y acechante).
En segundo lugar, la de los dirigentes que especulan con construir el “albertismo”, sin comprender que la fortaleza del Presidente no reside en tener su propia línea interna, sino en conducir sabiamente al conjunto como punto de equilibrio ideológico entre las corrientes más moderadas (algunos sindicalistas y gobernadores) y los atendibles planteos más radicales del kirchnerismo.
Se escuchan en estos días análisis entre apresurados y algo exóticos sobre el presunto armado electoral del Frente de Todos de cara a las presidenciales del 2023. Que una PASO con varios candidatos, que Manzur con una liga de gobernadores, que la construcción de un “peronismo territorial”, que Capitanich por el kirchnerismo, que sacar a Axel de la provincia para llevarlo a la nación. Pongámoslo así. Si el gobierno no levanta la puntería y no está bien ponderado socialmente, cualquier candidato que vaya en su nombre está condenado a la derrota. Si el gobierno sigue levantando la puntería y está bien ponderado socialmente, lo lógico es que Alberto Fernández vaya por la reelección. Conclusión, hay que concentrarse en la gestión, fortalecer la unidad y mejorar la calidad de vida de las mayorías populares.
En el plano provincial el cuadro es inquietante. El Frente de Todos viene de una interna ideológicamente confusa y políticamente desprolija, desenlace en el cual hay responsabilidades compartidas. Y luego fue nítidamente batido en la elección general, donde sin embargo pesó un voto crítico global a la gestión del Presidente. Todo intento de provincializar la campaña o los análisis posteriores sobre el mensaje de los comicios estuvieron fuera de foco, pues lo que se plebiscitó fue la situación general del país. Ha quedado como saldo un cruce de enconos y rencillas en el marco del cual se avizora un sombrío panorama hacia el 2023.
El gobernador Perotti no se ha mostrado hasta aquí especialmente diestro para contener provechosamente al diverso mundo del peronismo. Está a tiempo de corregirlo, aunque en esa tarea todos los principales dirigentes deben aportar su cuota de autocrítica. Habrá que buscar un candidato a gobernador que opere como síntesis fructífera de todos los sectores, desechando únicamente a aquellos que mantienen sigilosas complicidades conceptuales con el ideario neoliberal o tengan un probado vínculo con el delito.
En el caso de la ciudad de Rosario el peronismo ha hecho una elección loable dada la aspereza del contexto, pero la posibilidad de disputar la intendencia supone en primer lugar unificar todas sus expresiones en un solo bloque de concejales para luego convocar a un gran frente con las izquierdas encarnadas por Ciudad Futura y Carlos Del Frade. Queda claro que si eso se hubiese concretado en 2019 de la mano de Roberto Sukerman y Juan Monteverde otro gallo cantaría. Si prevalecen los internismos indescifrables, cierto esencialismo peronista o resabios de un gorilismo barnizado de maximalismo se facilitará la reelección de Pablo Javkin o la funesta llegada al Palacio de los Leones de la derecha macrista.