Un huevo frito golpea la ventana. Ah, no, era un cuervo. Pero no, el cuervo es la mujer que canta. Entonces, ¿quién irrumpe en el mundo de quién? Mal podría acusarse a una interpretación por antojadiza. Ya se sabe, de eso se tratan las interpretaciones. Pero pocas veces como en esta versión del extraordinario monodrama de Toshio Hosokawa que acaba de estrenarse en el CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón) la impecable altura de los aspectos musicales, la implacable construcción de la obra y, lejos del último lugar en importancia, la inquietud que atraviesa al texto se vieron tan entorpecidas por una puesta en escena.
La dirección exquisita de Natalia Salinas, el exacto equilibrio entre los planos, el oleaje dramático incontenible, una actuación brillante del ensamble instrumental y una interpretación vocal de antología por parte de Adriana Mastrángelo edificaron un fresco de rara belleza y lograron una versión que nada tiene que envidiarle a la que se estrenó hace cinco años ni a la grabación realizada en Hiroshima en 2014 que acaba de ser publicada por el sello Naxos, con Charlotte Hellekant –la dedicataria de la obra– como protagonista y la dirección de Kentaro Kawase. La puesta de Lamas elige trabajar con una proyección de video constante que, inteligentemente, no duplica los contenidos del texto ni busca ilustrarlos de manera mecánica. Allí concluyen sus aciertos. A la densidad opone una mira leve, e incluso algo chistosa, que lejos de reemplazar por otro un sistema referencial de particular espesor -la referencia a los griegos, a la ciencia y a los libros, presente en el poema de Poe-, simplemente lo ignora para poner en su lugar un huevo frito –esa es, realmente, la primera imagen de esta escenificación–, el primer plano de una revista con fotos eróticas, leída por el/la protagonista –en vez del “viejo y raro libro de olvidada ciencia”– y la multiplicación del busto de Pallas Athenea en innumerables bustos de diversos personajes, como si el contenido importante allí fuera el yeso y no el contraste –y la tensión– entre el inesperado cuervo –el mundo de lo incomprensible– y la ordenada ciencia simbolizada por su diosa.
La idea de tensión y contraste es, por otra parte, central tanto en el poema de Poe como en la obra de Hosokawa. En el primero, el ritmo repetitivo, el sonsonete casi de ronda infantil establece una segunda voz inevitable a esa amenaza velada que expresa la única palabra que, una y otra vez, el ave pronuncia: “nevermore”. Ese “nunca más” prefigura, en todo caso, otros terrores y otros pájaros y si la idea era jugar con las resonancias pop allí estaban Boris Karloff y Bela Lugosi, el bueno de Alfred Hitchcock y, más cerca, hasta una revisita de Los Simpson, para aportar referencias. En el caso del compositor, su modelo es el teatro Noh y la contigüidad –y también la tensión– entre el mundo natural y el sobrenatural. Desde ya, nada de eso aparece en esta puesta.
Mastrángelo, con un compromiso escénico encomiable, es, en la visión de Lamas, una especie de mujer pájaro desde el comienzo de la obra. Los errores, eventualmente, no están en la lectura que se hace de la obra sino en su fracaso. Es posible, desde ya, mirar desde otra parte. Pero esa mirada no debe ser decorativa ni esteticista. No alcanza con articular un video “moderno”, atento a los guiños generacionales. No se trata de lo que agrega, en todo caso, sino de lo que saca y no se ocupa de reemplazar. Faltan, en este Cuervo, la abigarrada red simbólica (o alguna red simbólica, aunque más no fuera) y, sobre todo, la inquietud. Podría contarse –es decir, un puestista en escena tendría derecho a hacerlo–, en lugar del quiebre del mundo racional, la historia de la filatelia en Afganistán. Pero debería lograr, para ello, que esa segunda historia fuera aún más interesante que la que se desecha. La belleza de la música y la calidad de su interpretación son tales, no obstante, que conviene ir al CETC, cerrar los ojos y confiar en la imaginación –y en el inconsciente– para que aporten la densidad ausente.