Es viernes 10 de diciembre. Día de la democracia. Día de los derechos humanos. Dolores Sigampa, también conocida como Dolly Demonty, está por llegar al acto donde recibirá el premio Azucena Villaflor, que lleva el nombre de una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Está contrariada. Se supone que trae alegría recibir un premio. Pero ella no eligió estar donde está ni lo que le pasó. A su hijo, Ezequiel Demonty, lo mataron cuatro policías hace 19 años. Lo torturaron y lo obligaron a tirarse al Riachuelo desde el Puente Alsina, que hoy lleva su nombre. Después quisieron atribuirle un robo. No hace tanto, en un homenaje arriba del puente, le tocó detallarle a su nieto, que ya tiene 18 años, lo que le pasó a su padre cuando él todavía estaba en la panza de su mamá. Imposible explicarlo sin furia y el alma rota pese al paso del tiempo.
Dolly es una madraza de sus hijes y de otras madres que atraviesan ese mismo dolor. Hace años recorre escuelas explicando a docentes, familias, alumnos y alumnas algo casi absurdo: cómo defenderse o cuidarse de la Policía o las fuerzas de seguridad. Cómo hacer valer los derechos frente a quienes mejor deberían conocerlos y protegerlos.
Unas horas antes del mismo viernes en que celebramos la democracia se conoció el asesinato en Miramar de Luciano Olivera, de 16 años, a manos de un policía bonaerense que lo persiguió a los tiros porque siguió de largo en un control. Vale decir, en un control selectivo, otro más. ¿Cuál era el peligro para la vida de ese policía que justificara los disparos como marcan las reglas? Ninguno. Sólo por citar una premisa básica sobre el uso policial de armas letales. El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, reconoció que el agente que gatilló, Maximiliano González, quien ahora está detenido, “hizo todo mal”. También ensayó una cuasi justificación del desquicio: es un policía con pocos años de trabajo, le falta formación, tiene poca calle. ¿No es Berni acaso uno de los responsables de la capacitación? En otra época la justificación era que las fuerzas de seguridad todavía estaban contaminadas por el modelo dictatorial.
Sandra, una tía de Luciano, me manda un mensaje desgarrador por WhatsApp pocas horas después de los hechos: no sólo dice “pedimos justicia” sino “necesitamos sentirnos seguros”, “no tenemos seguridad de nada”. Otros familiares denuncian en los medios que Luciano y sus amigos eran hostigados con anterioridad por el mismo policía.
Sandra sabe de lo que habla, porque si algo se ha constatado en estos días es que la Policía no te cuida sino que mete bala. Como en otro caso reciente, el de Lucas González, el joven jugador de Barracas Central, también trata de tapar después lo que hizo, acusa a sus víctimas, inventa causas y, para colmo, a menudo encuentra aliados en el sistema de justicia. Lucas fue asesinado entre los disparos de tres policías sin identificación de una brigada de la ciudad de Buenos Aires. Ninguno de ellos fue detenido de inmediato. Los primeros detenidos fueron los tres amigos que iban con él. Porque la sospecha de lo que sea se traslada mecánicamente a les pibes, más todavía si son de barrios pobres.
El primer juez (¡de menores!) que intervino por el asesinato omitió, por ejemplo, secuestrar los celulares de los policías, donde podía haber evidencias del armado. Tuvo a los amigos de Lucas presos hasta la noche. Los soltó cuando todo ya era un escándalo público. Uno de los chicos, al declarar como testigo contó que uno de los agentes, al detenerlos, le rompió remera, le puso las esposas, lo tiró al suelo y, después de preguntarle de donde venía, dijo, cuando su amigo ya estaba herido camino al hospital: “A estos villeritos hay que darle un tiro en la cabeza a cada uno”.
Este diario reveló el domingo último una historia muy similar a la de Lucas donde una brigada de la policía de la ciudad de Buenos Aires, integrada por hombres de civil, sin dar la voz de alto, con un auto sin identificación, cruzó en la Villa 31 a los tiros a un grupo de jóvenes que iban en otro vehículo, que en esa oportunidad no murieron de milagro y porque salieron vecinos y vecinas protegerlos. Ocurrió en agosto y a los pibes, igual, los molieron a palos, y les abrieron una causa por tentativa de robo con arma, aunque no hay ningún arma secuestrada. Las únicas “pruebas” que hay contra ellos en ese expediente, que consultó Pagina/12, son las declaraciones de policías. Nada más. Con eso quisieron llamarlos a indagatoria. Así funciona todo.
La falta de seguridad que menciona la tía de Luciano, quizá sin pensarlo demasiado, tiene muchas caras: el miedo a la represalia de la propia fuerza de seguridad, que tiene el poder de armarte una causa, de perseguirte y de matarte. Que tantas veces funciona en tándem con los tribunales. Es un círculo que explica el frecuente temor a denunciar formalmente y que todo sea peor.
Ante la pregunta sobre qué cambió desde que mataron a Ezequiel hasta ahora, en una entrevista en Radio Nacional, Dolly dice que la gente al menos denuncia más públicamente, que la violencia institucional sale a la luz, pero claro, la violencia protagonizada por estos agentes estatales no cesa.
En la ciudad de Buenos Aires, con el habitual marketing político del gobierno de Horacio Rodríguez Larreta, se ha intentado instalar que las brigadas previenen el delito, y para eso hacen inteligencia. En rigor, todo indica que hacen espionaje, según sospecha el oficialismo en la Comisión Bicameral especializada que funciona en el Congreso. Son tareas reñidas con la legalidad, que si se enmarcaran en leyes debieran estar bajo supervisión o incluso indicación de jueces y fiscales, cuanto menos.
Sobre todo, son prácticas que están habilitadas y alentadas como si todo valiera en nombre de la seguridad. No es que en otras jurisdicciones sea distinto. Es más, en el caso de la villa 31 revelado por este diario, también actuaba una brigada de Quilmes. Así, entre la inteligencia border y los múltiples relatos de aprietes, patoteadas y pedidos de “plata para la pizza”, los agentes disputan el protagonismo en delito que se alega prevenir. Por supuesto que hay falta de formación, pero también hay un modelo político que tolera, apaña y a veces fomenta la violencia, que luego se traslada a otros ámbitos. Esta misma semana la Prefectura allanó la casa de una médica que produce aceite de cannabis, para uso medicinal, con la brutalidad a la que están acostumbrados sus miembros. Le destruyeron la vivienda con total normalidad.
La Comisión Provincial por la Memoria informó este viernes que en lo que va del año lleva registrados “101 casos de uso letal de la fuerza” y cuestionó, frente al homicidio de Luciano, “otro asesinato policial, otro caso de gatillo fácil en un contexto de emergencia de discursos de mano dura que legitiman y alientan este tipo de prácticas”. La Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) señala que la Policía de la Ciudad, desde que nació hace cinco años protagonizó 121 casos de gatillo fácil. En 2020 el organismo relevó 537 asesinatos ejecutados por distintas fuerzas, muertes en lugares de detención, desapariciones seguidas de muerte y femicidios perpetrados por uniformados. Sobre esto último hay que subrayar que uno de cada cinco femicidios es cometido por agentes de fuerzas de seguridad.
El problema atraviesa a todas las fuerzas, a todo el sistema. Las y los agentes parecen tener licencia para matar, como ya dijimos no hace tanto en estas páginas. Una ley contra la violencia institucional, que regule el uso de armas, que prevea entrenamiento apropiado y costos para quienes atentan contra la vida, todavía espera tratamiento parlamentario. Hasta que no haya una decisión política general de consenso para cambiar la cultura policial y de seguridad, donde el respeto a los derechos humanos sea una premisa, la máquina de matar seguirá enloquecida. Si no se convierte en una política de Estado contundente, seguirá llevándose vidas.