Brasil vive horas decisivas. Michel Temer intenta arrastrar la agonía de su gobierno, consciente de que el grupo O Globo ya decidió –con la unilateralidad que lo caracteriza– que es hora de su salida. Ha definido resistir a pesar de estar bajo una tormenta perfecta: pésima situación económica, creciente valoración negativa a su gestión y perdida de apoyo mediático. La situación de crisis es evidente en otros aspectos: el hasta ahora aliado PSDB, tradicional partido de la derecha brasileña, ya reconoce ante medios que la experiencia Temer se aproxima a su final. Incluso Fernando Henrique Cardoso, ex presidente del país e histórico dirigente de los tucanos, dejó traslucir en sus redes sociales que una renuncia sería algo factible en el escenario planteado, demostrando su propio apetito de poder.
La calle, mientras tanto, pide elecciones directas anticipadas, algo que debería tramitarse a través de una Propuesta de Enmienda Constitucional en un Congreso profundamente conservador, el mismo que determinó la salida de Dilma Rousseff de Planalto. Ir a elecciones ya, y que determine en soberano, que es el pueblo, es la propuesta del Partido de los Trabajadores, el Movimiento Sin Tierra y la Central Única de Trabajadores, nucleados en el Frente Brasil Popular. También la acompañan otros partidos con representación parlamentaria que se oponen a Temer, como Rede, el PCdoB, PDT, PSB y PSOL.
La derecha buscará canalizar el desborde institucional dentro de la contención de una posible elección indirecta en el propio Congreso, argumentando que aquello es lo que marca la Constitución. Sin embargo, la notable irregularidad que muestra hace más de un año la vida político-institucional de Brasil debería ser motivo suficiente para que sean los ciudadanos los que definan al presidente de su país, algo que les es negado por las propias deficiencias de los candidatos de la derecha. Este déficit de representatividad es tal que el ultraderechista Jair Bolsonaro se ha disparado en las encuestas, por encimas de los tradicionales candidatos conservadores, aunque muy abajo de Lula Da Silva, quien fuera dos veces presidente del país en una situación de bonanza económica y social.
Da la sensación que los que asaltaron el poder en 2016 buscan encontrar, con este nuevo escenario planteado, una sucesión que pueda asimismo crear un candidato competitivo para poder enfrentar a Lula en 2018. Un presidente que gobierne con el “trabajo sucio” ya hecho, reforma laboral y recortes a la inversión social mediante. Y que pueda construirse en poco tiempo, a lo Macron en Francia, tras la implosión de los partidos tradicionales, pero con el apoyo de ellos. Por ello conviene recordar aquella reflexión de Dilma en torno a la posibilidad de un “golpe dentro del golpe”, algo que está latente, siempre y cuando la movilización popular no logre torcer el brazo de la elite brasileña, logrando las elecciones directas.
¿Habrá “golpe dentro del golpe”? ¿La movilización popular logrará reimpulsar la PEC que permitiría elecciones presidenciales anticipadas, a pesar de la negativa de la derecha en el Congreso? ¿O logrará resistir Temer? Tres preguntas sin respuestas, al menos por ahora. La única certeza: aquellos que venían a “salvaguardar a las instituciones” no han hecho más que deteriorarlas. Brasil sigue en el abismo. Es un serio problema –y una pésima noticia– para América latina en su conjunto, pero particularmente para la Argentina.
* Politólogo UBA / @jmkarg.