Esa madrugada del tres de diciembre de 1983 caminamos como fantasmas bajo el cielo estrellado de Rawson. Atrás quedaban años encerrados en esa prisión y sentíamos el aire de la libertad cuando, mudos, íbamos a la deriva.
Como una patrulla perdida, sólo nos guiaba el instinto. No sabíamos cómo llegar a la plaza de Rawson, que sería el punto de encuentro con los compañeros que habían sido liberados minutos antes, y a quienes los guardias obligaron a irse sin poder esperarnos.
No sé cuánto caminamos bajo ese cielo que nos deslumbraba, pero no habrá sido mucho. Sólo recuerdo la llegada a un hotel de Rawson, donde celebraban un casamiento. Serían alrededor de las dos de la mañana cuando los cuarenta liberados nos plantamos frente a la puerta para pedir que nos dejaran pasar y hacer una llamada a nuestros familiares.
Los empleados dudaban ante ese grupo, vestido con ropa de otras décadas, arrugadas y raídas por el paso del tiempo. De todos modos no fue difícil convencerlos, porque los vecinos de esa cárcel siempre fueron solidarios con los presos políticos allí alojados. Igual prefirieron consultar a los novios que festejaban en sus salones.
Del grupo de liberados formaba parte el ex cura Santiago Mac. Guire, uno de los fundadores del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Filósofo y teólogo, pero sobre todo músico, Mac Guire era querido y respetado por todos los compañeros. Muchos de ellos formaron parte de los coros que Santiago entrenaba a escondidas en las cárceles de Coronda, La Plata, Caseros y Rawson, que lo tuvieron como huésped. Su versión de” Eulogia Tapia” era un clásico que todos cantábamos a capella, mientras él dirigía esas voces y sufría con los desafinados.
Aquella noche, nadie se opuso a que Santiago fuera uno de los designados entre los cinco compañeros que los empleados del hotel dejarían entrar para hacer los llamados telefónicos. De ahí surgiría la cadena que anunciara la buena nueva. El resto debía esperar afuera.
Grande fue nuestra sorpresa, cuando, desde la calle, vimos a Santiago torcer el rumbo de sus pasos para ir a un piano que estaba en medio del salón de fiestas, sentarse frente al mismo, empezar a tocar los compases del Ave María y a cantar sus estrofas a voz en cuello, mientras los novios lo rodeaban para escucharlo. El aplauso final que premió su interpretación fue la llave que nos abrió al resto las puertas de ese hotel y de esa fiesta. Los recién liberados terminamos brindando por la felicidad de los novios y comiendo la primera torta de chocolate en años.
No recuerdo como pasamos el resto de la noche. Sólo que con las primeras luces, junto a dos compañeros más, fuimos a otro hotel cercano para buscar a Eva Giberti, que en esos días estaba en Rawson visitando a su hijo Hernán Invernizzi.
Despertamos a Eva a la seis de la mañana, no sin antes convencer a otro recepcionista que se negaba a provocar tamaño madrugón. Eva se asomó a la escalera en camisón sin poder creer lo que veía: tres compañeros de su hijo a los que había visto el día anterior en el patio de la cárcel estaban ahí, esperándola al pie de la escalera, para abrazarla y compartir con ella la magia de esa primera mañana en libertad.
Los cuatro lloramos ante los ojos del empleado que se unió a los festejos, junto a otros huéspedes del lugar que se asomaban para saber la causa de tanto alboroto.
Salimos con ella por las calles de Rawson y me acuerdo de haber desayunado Ginebra con medialunas. Y luego un café negro y una aspirina, porque el alcohol, luego de tantos años de abstemio, me provocó un mareo que casi me lleva al hospital.
Era un día de sol radiante, dejamos a Eva para que volviera a visitar a su hijo, y nos fuimos a Playa Unión a ver el mar. Pisamos la arena tibia, nos subimos los pantalones hasta la rodilla y nos dimos el primer baño de agua salada luego de diez años de duchas frías y salteadas.
Lo demás, creo, ya fue en Trelew, pero ni sé cómo llegamos. Sólo que a la tarde dimos una conferencia de prensa en la sede del PJ de esa ciudad, acompañados por el intendente del lugar, el diputado nacional por el radicalismo Santiago López, viejo luchador por los derechos humanos, y otros dirigentes locales de todos los partidos políticos. Denunciamos las torturas y privaciones sufridas durante años en esa prisión y nombramos a los responsables. Nuestras declaraciones fueron tapa de los diarios locales y nacionales. Recordamos a Mario Amaya, diputado nacional y dirigente de la UCR, muerto a golpes en ese Penal luego de ser detenido junto a su compañero Hipólito Solari Irigoyen, senador nacional y también abogado defensor de presos políticos, como Amaya.
Los dirigentes del PJ local, luego, nos agasajaron con un asado, y organizaron nuestro regreso a Buenos Aires en un micro que llegó a Retiro la noche siguiente. Ahí nos esperaban miles de personas que respondieron a la convocatoria de los organismos de derechos humanos. De ese viaje recuerdo haber bajado en una parada en medio de la ruta, y quedarme extasiado frente a las imágenes en color de una televisión que había en aquella estación de servicio. Mis urgencias por ir al baño fueron menores que la atracción por esos colores que salían de la pantalla, y que nada tenían que ver con las de aquel viejo Zenith que mi padre, el Capitán Soriani, había comprado invirtiendo todos sus ahorros, y que convirtieron a nuestra casa de la calle Yatay en el punto de reunión de todos los vecinos de la cuadra.
La llegada a la terminal de Retiro fue el caos más maravilloso que haya vivido. Los cánticos y los abrazos aún hoy los siento. La emoción de mis padres, que lloraban inmóviles y en silencio, y el sándwich de milanesa con el que Graciela Lois, dirigente de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, me recibió al pie de la escalerita del ómnibus, son fotos de aquella noche que nunca podré olvidar.
Me habían llevado preso cuando tenía 21 años. Ahora, con 31, festejaba mi nuevo nacimiento.
* Esta nota es la segunda parte de la publicada el miércoles 8 bajo el título “La libertad”.