El espectador, en el programa de mano de Puesta en Claro, la obra de Griselda Gambaro que Alberto Ure dirigió a mediados de los 80 en el Payró, se encontraba ante una rara explicación. Apenas con eso uno podía darse cuenta qué era para Ure el teatro. Decía algo así como que no lejos de los cimientos de ese Teatro de los Independientes, en desconocidas cavidades y remolinos de tierra, podrían encontrarse objetos remotos, quizás unas bayonetas oxidadas de viejas invasiones a Buenos Aires. El teatro era una forma de investigación total en el armazón de la memoria, una historia ya congelada o una biografía al parecer ya disecada. Para Ure todo era arqueológico en el drama presente. Por el absurdo nos hacía ser a todos buscadores de ruinas, las de la historia o las nuestras propias. Ure habló jocosamente para pensar los temas más graves. Buscó, teorizó y se revolcó entre paredes en nombre de una estética del teatro y la actuación nacional, que pasara de lo burlesco a lo doloroso.
Esto estaba en su pensamiento teatral y en su pensamiento político. A un periodista alemán que cierta vez, con su poderoso grabador en ristre le preguntara sobre Brecht, le responde con un desafío que podría pensarse un tanto rencoroso: “de lo único que quiero hablar es de la deuda externa de mi país”. Pero esa respuesta era también un ensayo teatral. Formaba parte de su mundo encrespado de contrastes. Finalmente, como lo evidencia La familia argentina, deseaba devolverle a los trágicos antiguos lo que el psicoanálisis parecía haber capturado. ¿Cómo heredero? ¿Cómo usurpador? La obra es tragicómica y dolorida; el psicoanálisis está en su centro como un experimento de lenguaje que se pone a consideración del espectador moderno, que quizás encierre el secreto del espectador antiguo. A éste parece querer devolverle la palabra.
Escribiendo sobre aquella entrevista con el periodista alemán, Ure reconoce que hubiera querido decirle que era necesario examinar cómo Meyerhold se había empantanado en el brechtismo, cómo se contradicen el grotesco y el totalitarismo, de cómo la actuación también podría ser una técnica de control policial. ¿Por qué no se lo dijo? Porque posiblemente estaba convencido de la inutilidad del diálogo. El pensamiento de Ure partía de una desesperanza: suponía que no tenía la dicha de contar con interlocutores adecuados. Los que existían, estaban presos de una cárcel cultural en donde el lenguaje actuaba como una ficción inerte incapacitada de vomitarse a sí mismo su propio pasado ignoto, su telúrica violencia enterrada.
Para Ure, el teatro, la interpretación, el estudio, las clases, la dramaturgia en general, debía ser el gran instrumento –casi de naturaleza filosófica– que pusiera el habla sobre sus auténticas bases sociales, conceptuales y existenciales. Hablar era representar un papel del que debe aflorar una verdad sustancial, pero se enreda absurdamente en eso.
Ure escribía con soltura pugilística, lo que también se nota en La familia argentina, la obra escrita por él luego de pasar por González Castillo, Strindberg, Gambaro. Alguna vez escribió sobre su propia entrevista con Galina Tolmacheva, actriz que había sido dirigida por Stanislavsky y que vivía en Mendoza. Las opiniones de Tolmacheva sobre Stanislavsky, Meyerhold, Komisarkievsky, eran de una agudeza superior, de una mordacidad infinita.
Ure las relata en sus incisivos escritos, siguiendo las líneas de los grandes aguafuertes arltianos que lo inspiran. La idea de escritura pugilística, si no recuerdo mal, se la escuchó cierta vez a Fogwill, elogiando la pluma de Ure. Es así, pero Fogwill siempre hablaba sobre pavimentos resbalados de infinita incerteza. Por las dudas, si él quiso decir que era superior el Ure escritor al Ure director y escritor de teatro, todos sabemos que de ningún modo era así.
Aquella actriz rusa era antisoviética y en su relato aristocrático desfilan imágenes estupendas del teatro en Rusia, donde entre maldiciones se puede entrever la extraña relación entre política y teatro. El misterioso refinamiento de la comprensión del drama como forma última de la realidad, convierte en fantasmas brumosos a los bolcheviques y al ejército blanco. Solo queda la inconcebible presencia de Tolmacheva en un lugar donde a pocos metros Sarmiento aprendía a bailar el cielito, realidad anómala y extraordinaria a la que Ure le confiere el carácter mismo de ser la fuente nacional –exótica, profunda–, de la inspiración teatral argentina.
Lo mismo que en ese programa que el desprevenido espectador leía sobre la obra de Gambaro: se representa aquí, quería decir Ure, donde ustedes están sentados y donde hace doscientos años hubo hombres que murieron luchando. Sus restos están esparcidos, si es posible decirlo así, sobre la misteriosa tierra que ahora –ahora que estamos viendo esta obra– está debajo nuestro.
Extraño Ure, al que ya veníamos extrañando hasta que se nos extrañó definitivamente. Su pensamiento era un pensamiento pedagógico desde el interior de una teatrología astillada, desmontada de sus cimientos formales e institucionales. En su Manual de autodefensa para estudiantes de teatro, publicado en Sacate la careta, exhibe su humor destemplado, ácido. El estudiante de teatro debe ir a la primer entrevista como un ávido y desconfiado preguntón. “No se descuide… averigüe todo lo posible”, “recuerde que buena parte de los profesores de teatro son fracasados que no han logrado insertarse plenamente en ninguna actividad, no artística ni comercial, y por eso han elegido la pedagogía”, “si se enoja porque usted le pregunta por los antecedentes… tenga la plena seguridad de que no podrá enseñarle nada”. ¿Quién era este personaje inadecuado que hacía esas recomendaciones malditas, implacables?
Cristina Banegas dirigió La familia, escrita por Ure, y fue actriz de casi todas las obras que Ure dirigió, sino todas. A ella se le debe que siguiera viva la memoria de Ure, que hacía tiempo estaba en silencio lúcido, en reposo metafísico. Es esta fundamental actriz la que situó en el nombre de Ure un gran testimonio de su propia formación como actriz y directora. A María Moreno se le debe una recopilación esencial de los escritos “pugilísticos” de este atormentado y jocundo personaje de la historia teatral argentina.
En Sacate la careta –título que simboliza cómo Ure hacía siempre retornar el teatro sobre su propio cimiento tormentoso y socarrón–, recopila escritos de diversas épocas, que impresionan ahora por su sólida coherencia. Ure rondaba permanentemente la idea de una estética nacional, conjugada con una utopía de formas sociales y políticas autónomas. De lo burlesco, Ure pasaba a la alarma del grito. Estaba convencido de que el teatro era una clase rara de saber, que estaba siempre al acecho detrás de cualquier diálogo, de cualquier encuentro, de cualquier percepción de nosotros mismos en el momento en que chocamos con la observación ruda que nos dedican los demás.