¿Quién de nosotros no es un hijo andino de Kafka, empujado por rumores, opiniones y el poder de la ignorancia: combinaciones que crean una estructura, no del saber, pero sí de proceder.
¿Fue el escritor checo o Foucault, quien develó los engranajes corredizos del poder? ¿O Chesterton, en El Hombre que fue jueves? O fueron los tres y alguno más, por ejemplo, Roberto Arlt, que hace de sus canallas una forma de zambullirse en la ideología del rencor.
El canalla como personaje es difícil de capturar: su desprecio por el poder y a su vez el deslumbramiento por este; lo hace corredizo. Y todo canalla, con su particular idea de interpretar la ley, con su teorización sobre el deber (recordemos al Astrólogo, de Los siete locos), llega a construir toda una filosofía sobre la autoexclusión -ya sea funcionario, o subalterno- que le brinda argumentos para cometer sus actos execrables bajo una lógica impoluta.
El canalla se para en el mundo como víctima: alguien siempre es culpable de su frustración, olvida que el “sistema” vale para todo, y en lugar de trabajo, condensa odio, ideas sobre cómo deberían ser las cosas, pero difícilmente una solución real. Por eso su blanco predilecto es la persona que ha llevado a cabo lo que él anhela.
En sus distintas variantes, hay una constante: la voluntad del canalla alimenta un discurso temerario.
Hace unos años me tocó presentar Bitácora del aire y otros nuevos y preciosos cuentos, del jujeño Alberto Alabí, un libro francamente de canallas. Uno de sus personajes explica lúcidamente cómo operan los severos principios del canalla. El cabo Pilili en el segundo acto de “Entre la cruz y el gallo”, después de cometer un asesinato en nombre de la ley y con el cadáver entre sus manos, expresa: “El pueblo, el pueblo. Cuando tienen miedo son el pueblo y cuando pueden sacar ventaja son personas. Me parece que ahora me consideran un valiente porque he puesto en cero todas las libretas de fiado del almacén. Cuando la gente trabaja como pueblo reclama utopías, acciones solidarias pero la ética popular queda suspendida ni bien cada miembro de la tribu regresa a su casa. El pueblo tiene acciones declamatorias y los individuos negocios concretos, ¡qué joder! Cuando estamos juntos somos intransigentes pero solos arreglamos como cualquier canalla”.
Lo haya querido o no el autor, este pasaje revela la importancia de lo colectivo como red de contención y de construcción de sentido. Esto parece verdad de Perogrullo, pero tenemos hoy discursos como el de los libertarios, que han irrumpido en los espacios políticos con la consigna de abolir la regulación de lo colectivo, que sería algo muy cercano a abolir la política, si esto fuera posible.
Resultará un hecho curioso seguir el rumbo de los diputados de la Libertad Avanza que ingresaron al Congreso de la Nación. La pregunta es si tendrán la capacidad para sostener sus performances que imitan en muchos casos a las vanguardias futuristas. “Nosotros queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad”, proclamaba Filippo Tommaso Marinetti en su Manifiesto Futurista. También en el punto 10 proclamó: “Queremos destruir y quemar los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias”.
El odio al feminismo, el nihilismo y la desregulación de las instituciones, son algunos de los puntos coincidentes entre los libertarios y el futurismo. También la libertad como un significante destructor. Marinetti terminó siendo ministro de Mussolini. Sus seguidores, la mayoría muertos en las misma guerra que reivindicaban como el camino a la libertad. El líder futurista, aunque hizo de su vida su propia novela, forma parte de la lista de canallas y canalladas de una literatura que no cesa de inscribirse en la realidad.