Yo digo que cuando el tío Tilio empezaba una narración, abría la contrapuerta de un tiempo diferente. Un tiempo con otra textura, otros figurantes, con una iluminación distinta. O tal vez no fuera un tiempo antagónico, sino una provincia alejada y perdida, que sólo unos pocos podíamos visitar.

Los pibes que lo escuchaban y yo entrábamos interinamente en un espacio de glicerina, en el que las mujeres eran jarrones de azul violeta y los hombres, formas de ladrillo. La luz era ruidosa, como el parpadeo de un baile de una plaza de pueblo.

La narración no necesariamente era un cuento, porque --además-- él era inventor, y sus diligencias también hacían parte de aquel mundo hechizado. A Carlitos, a quien le gustaba la mecánica, le interesaba el vehículo que se adaptaba a cualquier terreno. Silvio, el remontador eléctrico de barriletes, y mi hermano, el proyecto de la mina de berilo en La Rioja.

La camioneta era en realidad un Ford a bigotes de 1925, despojado de su exterior y montado sobre un bastidor de madera. El tren delantero tenía cuatro ruedas con movimientos independientes, coordinados por un servo. Lo llegamos a ver funcionar, parecido en el tranco a una dama mayor y corpulenta, ligeramente alcoholizada.

En cambio, el remontador eléctrico de barriletes sólo obtuvo un lánguido y mínimo simulacro de cúspide, que terminó en el piso, con el papel de seda hecho jirones y la cola enredada con el hilo.

En cuanto a la mina de berilo, dudo que expedición alguna haya sido tan planificada. Mi hermano se ponía unas antiparras viejas con cristales de mica transparente, se desplegaban títulos y mapas, reglas e instrumentos de cálculo, e incluso se echaban a rodar “noticias recién llegadas”. No viajaron jamás, pero la pasaron en grande con los preparativos.

El tío tenía lo que hoy llamaríamos Memoria Autobiográfica Altamente Superior (HSAM), lo que le permitía registrar eventos con insólito detalle. Después del final de la Segunda Guerra, había viajado a Italia, y pasó por el cementerio militar de Redipuglia, un sagrario construido a fines de los años 30’, en el estilo tiranosáurico de Mussolini, un cenotafio “magnánimo”; yo creo que quería decir “magnificente”. El tío tenía esas cosas: a la península le decía “la peñíscola”, y a la vereda, “verrera”.

Había encontrado unas lápidas, y las recitaba a viva voz: “Pregate Dio per l’anima dell mio fratello...”, con los dos puños cerrados sobre el pecho, como hacía Mario Lanza al cantar “...ridi, pagliaccio”. Eran tales los bramidos, que allí aparecía la voz protectora de su esposa, la tía Cornelia: “Tilio, ¡Tilio!”, llamándolo al orden.

Fue una tarde de chillidos insensatos y epitafios, después de la siesta, cuando oímos por primera vez el cuento de Pietro Bailardi, que de inmediato se convirtió en mi preferido. Se trataba de un joven licencioso y haragán, que pagaba caras sus trapisondas, razón por la cual fue a un cementerio a verse las caras con Dios.

--¿Por qué, Dios mío, tengo que ser siempre yo al que sorprenden en las francachelas y en las trastadas? --Pero Dios, a pesar de haber sido intimado, no compareció. Entonces, Pietro se puso a mirar una lápida.

De pronto surgió una salamanquesa o taréntola mauritánica, según el tío Tilio, una vulgar lagartija, que subía presurosa hacia el coronamiento del recordatorio, como una columna estrecha de esmeralda líquida, y antes de llegar caía hasta la base. Y vuelta a comenzar. Ese termómetro empecinado cortaba de verde la piedra, hasta desplomarse una vez más. Por fin logró el objetivo, y se paseó oronda por el borde de la piedra.

--¡Questo sono io! --bramó Pietro Bailardi, “esto soy yo”, con la voz imperiosa del tío Tilio, en uno de sus registros más altos.

Pietro Baillardi había caído tantas o más veces que la lagartija, pero por fin encontraría su redención. Y con ese ánimo salió del cementerio, contento como unas Pascuas, aunque sin tener la más mínima idea de lo que tenía que hacer a continuación.

Había dado cinco pasos cuando sufrió un desvanecimiento, del que despertó en una enorme biblioteca, con un escritorio donde un tintero dorado parpadeaba por el brillo. Un hombre de ojos achinados y barba negrísima estaba sentado en un “suntuario” (suntuoso) sillón.

Como no le dirigía la palabra, Bailardi se acercó y quiso tocar la superficie del tintero. “¡Santa Vergine, per la Madonna!”, aulló el Tío (“¡Tilio, Tilio!”). El objeto ardía sin fuego, y allí fue cuando el joven se dio cuenta de que estaba frente al Diablo.

--¡Belcebú! --dijo con horror. El Diablo, con pocas y sencillas palabras, le ofreció un pacto por el cual el muchacho podía hacer lo que quisiera, sin consecuencias. “Sólo tenés que abrir El Libro de Órdenes, y aparecerá un servidor que las complacerá”.

Bailardi abrió los ojos justo cuando estaba dando daba el sexto paso, con el camposanto a sus espaldas. Pero llevaba bajo el brazo un volumen de tapas duras, donde podía leerse: “Libro de Órdenes”. Así transcurrió su vida, cada día más libertina y transgresora, hasta que casi septuagenario, abrió el ejemplar porque se le había ocurrido pedirle al sirviente noticias del infierno.

--¡Ordene! --le dijo el engendro, como en tantas ocasiones. Al preguntar Pietro, le contestó que al palacio que estaban preparando para él, sólo le faltaba un ladrillo. Aterrado, el hombre ordenó que de inmediato le trajeran ese ladrillo. Y cuando el mandadero lo hizo, sintió arrepentimiento por todo lo malo que había en su vida. Por lo que decidió confesarse, pacto incluido.

El cura le aseguró que tenía muy pocas posibilidades de salvarse, y que él no podía suministrar la absolución. “¿Y qué es lo que tengo que hacer?”. “La noche de Navidad”, contestó el sacerdote, “debés escuchar la misa de doce en tres lugares distantes: San Giacomo de Galizia, Jerusalén y San Pietro en Roma”.

Llegada la noche de Navidad, desesperado, Pietro Bailardi abrió el Libro.

--¡Ordene! –-Y tras ofrecerle a alguien tan rápido como el sol y como el viento, lo que era insuficiente, por fin apareció Belcebú, bajo la forma de un asno.

En un pestañeo estuvo en Giacomo de Galizia (omitió lo de “San”, para no provocar al Diablo). Luego, en Jerusalén. Y finalmente en San Pietro, donde la “sacra función” estaba por comenzar. Pietro había dejado al asno atado en una columna exterior.

“El animal está dando coces”, le avisaron. Pero él, de rodillas, se golpeaba el pecho con el último ladrillo que faltaba en su palacio infernal, pidiendo perdón. Luego, “el asno se magulla la cabeza contra las columnas”, mientras Bailardi se arrepentía más fervorosamente todavía. Y finalmente, “el asno se quema, está ardiendo”. En ese momento, escuchó una voz en su alma que le decía “¡Basta, Pietro, te he perdonado!”. Y tras algunas palabras sobre el valor de la humildad y la penitencia, el tío Tilio hacía un silencio dramático y recitaba:

--Entonces, Pietro Bailardi murió con toda felicidad.

 

A mí, ese final me parecía para babiecas: me había quedado con la importancia de la lagartija. Muchas veces, en adelante, cuando la derrota se encarnizó con mi ánimo y las paredes se volvieron órbitas vacías y negras, pensé en el grito insensato del tío Tilio, “Questo sono io”, “...esto soy yo”. Entonces, suspiré y empecé de nuevo.