La bala policial que impactó en el pecho de Luciano, en Miramar, carga la insoportable marca de la edad del chiquito, 16 años, y la terrible huella del gatillo policial. Hace no más de 15 o 16 días, la Quinta marcha de la Gorra en CABA, fue elegida, tristemente elegida, como escenario para reclamar por otro asesinato policial -entre muchos, por cierto-, con características muy semejantes, el del pibe del Barracas Central, Lucas González, también un chico, apenas un año más que Luciano, cometido una semana antes de esa concentración. Cada cobertura de las marchas de la Gorra tienen esa primera línea que abre el reclamo que dolorosamente muestra que a la organización se suman caras nuevas. Y en cada marcha se grita hasta el desgarro que esa será la última. Y lamentablemente no lo es.
¿Cómo se termina esa tremenda herida que se abre día a día a manos policiales? No hay una sola variable que modificar. Y tampoco parece conveniente acomodar el reclamo bajo la etiqueta de "gatillo fácil", porque con eso ya no basta y da la sensación de que hoy en día esa etiqueta abre la puerta a la individualización de los responsables de un caso, de otro caso, de cada caso, cosa que claro que está muy bien, pero que si se logra -cuando se logra- no soluciona la sangría, muy especialmente juvenil y morocha, sino que concentra responsabilidades hacia lo más abajo que se pueda.
Entre esas variables, la determinante es empezar a entender que existen como parte de una formación estructural. Es la formación profesional, a la fecha ampliamente desastrosa y que se suele detectar en los reflejos y hábitos cotidianos como empleados armados por el Estado. Informes de asesinatos de pibes, estadísticas de femicidios cometidos con armas reglamentarias, impericia en su propia exposición al peligro, y más y más variables montadas casi todas sobre la perspectiva de personas contratadas no necesariamente para descargar sus odios pero sí, comunmente, sin que a nadie encargado de esa formación le importe evitarlos.
Patricia Bullrich y su instantánea defensa de los policías que mataron a Lucas es un botón de muestra de que hay intereses que apuntan a sostener la violencia policial como argumento. No es la única representante. Sería todo mucho más fácil.
Pero tampoco se puede obviar el blindaje mediático, el silencio periodístico bastante generalizado, la inmediata sospecha sobre las víctimas aportada por los responsables de gatillar y difundida como verdad verdadera por buena parte de la prensa. "Si lo mató la policía, era un delincuente" o "si no hizo nada, ¿por qué se escapaba?", consignas de lugares comunes que cierto periodismo no sólo está desinteresado en remover, sino que además lo promueve y lo exprime en toda su utilidad para mantener los mismos criterios que después terminan en la etiqueta del "gatillo fácil". Buena parte de la sociedad responde a esas consignas de un modo acrítico, telón de las propias violencias. De los dos últimos casos hay una característica que estremece: el uso político-mediático, que no es una novedad, pero que está a la vista: en Miramar, correctamente, apartaron al jefe policial de la ciudad, Edgardo Vulcano. Sin ser un cambio estructural, se mira hacia arriba. En CABA, a un crimen semejante, el de Lucas, mismos perfiles, misma situación, alcanzó con que el jefe policial, Gabriel Oscar Berard, le sacudiera el saco a su jefe, el ministro de Justicia y Seguridad porteño Marcelo D'Alessandro, y le quitara el polvo de esos subordinados.