Por su exhaustividad documental, la belleza de edición y el valor hermenéutico de su conciso corpus crítico, pero asimismo por la composición de esas instancias en un objeto singularísimo, el Archivo Piazzolla, de Carlos Kuri, constituye sin duda un acontecimiento editorial. En el marco, como se dice, de las celebraciones del centenario del nacimiento del músico, Archivo Piazzolla se presenta ante todo como un homenaje, un tributo, y en consecuencia también como un testimonio de fidelidad. Porque ¿qué es en el fondo un archivo sino un deseo de memoria y una memoria deseante del pasado? 

Resulta evidente que el archivo no es una mera acumulación de documentos. Todo archivo supone una cierta selección y una cierta composición de la documentación recogida, es decir, supone una valorización y, sobre todo, una sintaxis. Por supuesto, los documentos no son, al menos no lo son en este Archivo Piazzolla, objetos indiferentes para el archivista. No son siquiera objetos, son más bien huellas, vestigios de un acontecimiento del pasado y de ese acontecimiento que es el pasado mismo. 

Astor, adolescente. 

Fotos, partituras, programas de concierto, entradas, tapas de discos, notas periodísticas están ahí menos por su valor intrínseco que por el valor que el archivo mismo, en su sentido verbal, es decir, en cuanto acto de elegir y componer, les otorga; o, dicho aun de otro modo, están ahí como actos de amor, testimonios del amor no por ellos mismos, o sí, por ellos, pero en la medida en que ellos son signo o índice de otra cosa, así como la ceniza es índice de la brasa –esa vaga rosa. 

Esos objetos le hablan a uno, es decir, al lector, pero ante todo a ese primer lector que es el archivista mismo, desde la intimidad del pasado más lejano, lejano no por su excesiva distancia temporal sino porque es inasible en su presencia misma, en la presentación que de él hacen aquellos objetos. 

Kuri, autor del notable libro.

Una foto de los músicos en el escenario, un programa de concierto, una entrada pueden en cierto modo hacernos estar adonde nunca estuvimos, pero constituyen también la prueba de que ya no estamos ni volveremos a estar ahí y sobre todo formulan la inquietante pregunta acerca de si estuvimos de veras allí, allí donde nosotros creemos haber estado. 

En una palabra, el archivo es una ficción, o mejor, un sueño. Es el deseo realizado de la presencia, pero realizado tan sólo como deseo. Porque es la memoria como deseo del pasado, amorosa memoria de un pasado improbable, el archivo eleva el pasado a sueño. El pasado del archivo es no sólo un pasado soñado sino un pasado que sueña, que vuelve a soñar en nosotros, vuelve a ser posible ahora en su mismo ser pasado. 

Así sucede con Piazzolla en este Archivo Piazzolla. Piazzolla es un pasado por venir, un pasado que vendrá. El lado melancólico de esto, el lado que sólo se puede llamar tanguero, es que lo que vendrá, lo único que vendrá, es el pasado; pero el pasado sueña en el porvenir, como el todavía y siempre por venir de su ya no. Ello significa que en verdad no somos, no fuimos contemporáneos de Piazzolla, quiero decir, de su música. Porque de lo que se trata aquí, en estos documentos amorosamente elegidos, prolijamente ordenados, discretamente comentados, es de la música. Por supuesto, el Archivo aspira a ser un retrato del músico; no una historia, una biografía, que supone la duración en el tiempo, sino un retrato, esto es, la presentación inmediata de esa constelación, ese conjunto de estrellas dispersas y constantemente reunidas, que es una subjetividad. Pero esa subjetividad no es la del hombre, el individuo; esa subjetividad es una música. Es la música de Piazzolla la que estos documentos querrían hacernos escuchar, es a ella a la que nos llaman en su muda presencia de pasado.

El deseo del Archivo es deseo de escucha. Ésa es su ambición y su modestia, ésa es su ambiciosa modestia, podríamos decir: presentarse como la presencia de lo que de ninguna manera puede estar ahí y a la vez retirarse como un puro medio para la escucha de un pasado que vendrá.