Hace unas semanas, nos informaron que el universo Facebook-Instagram-Whatsapp se transmutaba en Meta. Esta nueva identidad global apunta a que acariciemos formas virtuales amigables, más allá de asperezas del mundo de la política y las tensiones por garantías de derechos sufridas en varios continentes. Nos convocan como usuarios en cautiverio voluntario, a “una nueva tendencia tecnológica que cambiará el mundo”, según el vocero analista Andrés Oppenheimer, en una columna publicada por medios tradicionales de Latinoamérica. (Gracias a la polisemia, en el Río de la Plata también traducimos Meta-Verso como una nueva instancia poética de construcción de hegemonías narrativas y performativas).
Por otra parte, a fines de noviembre millones de usuarios de Argentina (entre tantos otros millones del mundo) fuimos gentilmente notificados por Google-YouTube que habrá nuevos Términos y Condiciones de servicios a partir del 2 de enero de 2022. Con formas cuidadas y pedagógicas, la empresa advierte sobre nuestra debilidad humana: “Sabemos que es tentador saltarse estas Condiciones del Servicio, pero es importante establecer qué puede esperar de nosotros (…), y qué esperamos nosotros de usted”. Nos invitan a leer la letra chica. Tratan bien al cliente, eso es destacable en tiempos de corridas cambiarias, sufrimientos por el costo de vida y grietas fácticas entre corporaciones y grupos sociales.
En una Argentina donde es imposible aburrirse con la agenda pública, no parece haber tanto ruido político sobre cuestiones claves del ejercicio ciudadano contemporáneo, relacionadas con las ya famosas plataformas dominantes GAFA (Google-Alphabet, Amazon, Facebook-Meta, Apple). Son temas de agenda en las naciones hegemónicas: la dominancia del mercado digital (global, regional o nacional que se trate);el cuidado sobre la privacidad de contenidos; la capacidad editorial de destaque, etiquetado, ocultamiento o remoción; la preeminencia de derechos de propiedad privada o copyright sobre los derechos humanos…
En estas pampas, más allá del litigio vigente de Cristina Fernández contra Google, pasa bastante desapercibida la forma en que ante diferendos por el retiro de contenidos, el Metaverso ejerce su condición de altermundi con desapego a la(s) soberanía(s) nacional(es).
Muchas identidades políticas, sociales o comerciales, hoy se construyen sobre plataformas digitales de contenidos. Si los ciudadanos parecen vulnerables en la reivindicación de derechos, qué decir de los usuarios cuando les remueven o suspenden sus cuentas, u ocultan ciertos contenidos que infringen algoritmos globales.
Porque es muy difícil litigar en sede judicial nacional: los términos y condiciones son claros: a quejarse por mensajito, o demandar en tribunales de California. Esto, para el efectivo ejercicio de derechos a la libertad de expresión, como señala el especialista Damián Loreti, es cercano a lo imposible. Lo están intentando periodistas de Sudestada en Uruguay, lo están siguiendo colectivos de derechos digitales en Latinoamérica. Aquí en Argentina tenemos fallos de Cámara que más allá de lo dicho por las mencionadas plataformas, las obliga a fijar sede en Argentina para dirimir los diferendos sobre remociones o citas de contenidos al menos polémicos.
¿Alcanza con los sistemas institucionales actuales? Son insuficientes, porque hay incontables decisiones que fácticamente toman las plataformas como editoras y ordenadoras de facto de los contenidos que visualizamos (o no) diariamente. Por ello, resulta imperioso argumentar ante cierto sentido común construido de la autorregulación como vía única para (sobre)vivir en el mundo digital que nos envuelve.
Mientras en sede legislativa existen iniciativas de “amparo veloz” o propuestas de mediación, sería importante que las áreas del Ejecutivo nacional alineen criterios para que se reconozca la jurisdicción nacional en la resolución de diferendos, y exhorten a las plataformas a contribuir para la mediación extrajudicial rápida para atender peticiones de personas argentinas.
Así se facilitarían las cosas a los ciudadanos y no gastaríamos recursos del Estado en proseguir causas para que simplemente las plataformas reconozcan la territorialidad donde viven quienes utilizan sus servicios y pagan directa o indirectamente por ellos.
* Especialista en políticas de comunicación. Observatorio de Comunicación y Derechos DERCOM-UBA. En twitter, @diegodrossi