Desde Barcelona
UNO Hay días en los que Rodríguez se siente no personaje de Winfried Georg Sebald sino personalmente sebaldiano. Yendo y viniendo por espacio físico y tiempo mental. Haciendo y deshaciendo memoria. Ser sebaldiano es bastante sencillo, pensó Rodríguez, cuando leyó las ascendentes Los emigrados, Los anillos de Saturno, Vértigo y esa cima que es Austerlitz. Y le consta que no fue el único. De pronto, el avatar de la psicogeografía marca Sebald ofrecía aparentemente híbrida solución/patente/franchise posible para tanto escritor en ciernes con esa elegante forma de mezclar/zappear ficción y no-ficción en una ideal literatura de la mirada tan libre como asociadora de ideas. Después de todo, cuando se lee y se escribe, todos miran. Lo difícil es, más de allá de mirar, ver.
DOS Y desde entonces ha habido muchos sebaldianos, porque ya los hubo antes de y junto a y desde Sebald. Tomar sin pedir prestado, no reconocer la fuente para que no se rompa el encantado cántaro (Rodríguez no va a hacer nombres, ellos saben quiénes son y lo que quieren ser). Y sí: el sebaldismo es como el último refugio del (a)patriotismo (y ya se sabe cómo sigue esta cita que aquí Rodríguez parafrasea). Aun así, cómo le gustaría a Rodríguez estar entre ellos aunque sepa que ahí nadie descubre nada, que ya está todo inventado. Lo que sí se puede es reinventar lo único o revender lo de siempre: ahí está (elegir) el talento novedoso o ahí está el "nuevo" iPhone.
En cualquier caso, como tantos otros, Rodríguez sigue sin escribir su primer libro sebaldiano, pero se siente más sebaldiano que nunca. Y es por eso que ahora entra a su central para su existencia librería amiga. Y no lo piensa dos veces y sale de allí con reciente biografía: Speak, Silence: In Search of W.G. Sebald, de Carole Angier. Y, cabía suponerlo, la biografía (y la vida) de Sebald fue y es muy sebaldiana.
TRES Porque la vida de Sebald era parte inseparable y definitoria de la obra de Sebald. Y lo curioso o no: casi nadie entre quienes lo frecuentaron parece muy interesado en hablar de Sebald (la familia no autorizó citas de cartas o papeles privados). Enseguida, comprende Angier, Sebald es más interesante por el hecho de que nadie parece saber demasiado acerca de él más allá de lo que Sebald consideró necesario que se supiera. Y así lo suyo sigue custodiado por su agente Andrew Wylie, a quien Sebald se entregó poco antes de su muerte. Según Angier (quien considera a Sebald "el escritor más exquisito que jamás he conocido y con la capacidad de descubrir la ficción en los hechos") el plan era el de, por fin, huir de la prisión/presión del mundo académico (que obligaba a trabajar con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad). Y convertirse en El Astro/Escritor Euro-Planetario de Prestigio y más que posible Nobel futuro. Sí: Sebald como sucesor de Milan Kundera y Umberto Eco. Sebald como escritor noble que hace sentir a su lector bastardo mucho más ilustre e ilustrado de lo que en verdad es. En eso estaba Sebald y así estaba Rodríguez cuando una mañana de diciembre, hace justo hoy dos décadas, supo que Sebald había muerto a los 57 años (de un infarto mientras conducía); y que pase el que sigue para que Rodríguez y tantos otros puedan seguirlo.
CUATRO Y lo más interesante del libro de Angier (y, de pronto, de la obra de Sebald) es el modo en que investiga y revela que buena parte de lo que el autor ofrecía como verdades históricas no eran tales. O que las manipulaba a piacere para que el cuento que contaba cerrase con el más perfecto de los clicks, llegando a mentir la procedencia de esas fotografías en sus libros y con "Max" robando detalles/anécdotas de amigos/familiares/apenas conocidos (falsificándolos para volverlos más auténticos e incluso convertirlos al judaísmo) y provocando peleas sin reconciliación posible. Y ahí y entonces está el Dilema Sebald que atormenta a su biógrafa: ¿Es acaso el falsificar judíos víctimas del Holocausto (y asegurar que son auténticos) una forma de negar el Holocausto o, por lo contrario, de afirmarlo aún más?
A su manera, genial, Sebald fue una especie de vampiro vampirizado y auténtico impostor: una cruza entre Tom Ripley de campus y farsante de Seinfeld. Angier apunta que Sebald le mintió varias veces cuando lo entrevistó y concluye que para Sebald mentir era sinónimo de "recordar a conveniencia". Y que le admitió el jamás recuperarse, como alemán, de las culposas y vergonzantes radiaciones emitidas por un documental sobre los campos de concentración al que fue expuesto a los diecisiete años. Todo lo anterior --más allá de depresiones, migrañas, dolores de espalda-- sin privarse de bromas afiladas como puñales que no tenía sentido arrojar prefiriendo, en cambio, utilizarlos para limpiarse esas uñas satisfechas de quien hizo del arañar aquí y allá un arte. Un maestro del procesamiento de lo ajeno para injertarlo en lo propio y del que Kafka, Stendhal, Casanova, Browne, Conrad, Napoleón, Wittgenstein, Chateaubriand & Co. fuesen, de algún modo, miembros de su propio corpus. Alguien que no cesaba de afirmar que "No leo contemporáneos" y "No soporto los chirriantes ruidos de las novelas modernas" y, casi confesando en un cómodo plural, que "Sí: recordamos y escribimos sobre nosotros mismos a través del recuerdo y la escritura de otros".
CINCO En este reencuentro con Sebald en la biografía de Angier (cuyo título deforma al de la selectiva autobiografía de Vladimir Nabokov, uno de los libros favoritos de Sebald) Rodríguez sí pensó en una posible trama para novela sebaldiana. El título sería un apellido/nombre (tal vez, sí, Max). Y trataría de alguien nacido en ciudad centroeuropea dedicado a recontar y destilar ocurrencias ajenas con entrega combinando fraseo evangélico y labia de vendedor de tónico capilar. Alguien a quien lo único que se le ocurría era aquello que le ocurría a los demás. Y, por eso, alguien con apreciables seguidores (ciegos y tuertos) entre quienes no podían escribir pero sí podían leer. Y que lo que más apreciaban era el que les contaran el cuentito, como cuando eran arropados niños sintiéndose tan privilegiados al abrigo de una voz paternal descendiendo desde las alturas. Alguien que --como Sebald-- ofrecía desconsolado consuelo y oasis/espejismo: todo lector era escritor en potencia, porque si se sabe leer también se sabe escribir. Y entonces sentir que lo que escribió otro se vuelve de uno al recitarlo (y no citándolo) y ser leído y citado por otros.
Al final, el sebaldiano héroe de Rodríguez se adentraría --casi mesiánico para sus fieles pero en verdad condenado para sí mismo-- en un desierto más vacío que página en blanco. Y ya no salir. Y entonces, en su omnipresente ausencia, sus crédulos creyentes hacían con él lo mismo que él había hecho con sus dioses: se lo apropiaban y falsificaban y recreaban y enredaban mejorándolo y corrigiendo sus miserias como dones hasta autoconvencerse de que así inventaban algo, alguien.
Y, sí, el impotente y resentido y envidioso Rodríguez (y tal vez este sea el perfecto final para su sebaldiana "novela" fantasma) no pudo escribirla para que yo, sebaldianamente, sí pueda escribir --sin pedirle permiso a él, como Sebald-- una sebaldiana contratapa acerca de por qué el mío y sebaldiano Rodríguez no pudo escribir lo suyo.