Apareció un día, cuando un cuadro que estaba colgado en la pared del comedor se desmoronó. El clavo, del que pendía la pintura, se desprendió y dejó ver un orificio, no muy grande, suficiente para que el clavo se aflojara y se precipitara al piso arrastrando lámina, marco y vidrio, que se rompió en mil pedazos.

Fueron infructuosos los esfuerzos por rellenar el agujero. Cada porción de yeso y argamasa que agregábamos se desplomaba, arrastrando un pedazo más de pared, hasta que el hueco tuvo el tamaño de una naranja mediana.

Tapamos el hoyo con una prolija hoja de papel, que pegamos con cinta adhesiva, hasta que pudiéramos solucionar el problema del desgranamiento progresivo. Pero cada mañana el papel aparecía en el piso y el hueco era más grande.

El paso siguiente fue correr el cristalero, desde el centro del comedor hasta ocultar la abertura. El disgusto por no tener alineado el mueble con la mesa y las sillas se amortiguaba al evitar ver la pared rota, mientras evaluábamos la posible causa del problema.

En esos tiempos vivíamos confinados: el episodio coincidió con las primeras semanas que compartíamos todos los días, de la mañana hasta la noche, intentando combinar las actividades virtuales de toda la familia, casi siempre sin éxito. El tedio y el malhumor se habían apropiado de la casa.

Consultamos los planos de la construcción, investigamos si algún caño atravesaba ese muro o si la humedad de los cimientos pudo haber subido hasta carcomer ladrillos y demás materiales, pero la tubería hidráulica pasaba por otro lado.

En el interior de la casa el clima se había enrarecido. Las recriminaciones habían aumentado su intensidad y todos parecíamos enojados por algo más que la pared menguante. Reaparecieron antiguas discusiones que creía sepultadas hacía mucho tiempo. Cada iniciativa de uno de nosotros producía en uno, varios o todos los demás, una reacción desproporcionada, en contra. Polemizábamos por las cuestiones más triviales.

Cuando vimos el hueco asomar por los costados del aparador, entendimos que el tema se nos había ido de las manos. La casa ya era antigua cuando la compramos y la remodelación no había afectado a esa pared, que ya mostraba un espacio vacío por el que una persona podía salir caminando al exterior.

Del otro lado del boquete se veían los yuyos del terreno baldío lindero, cerrado por una empalizada de madera que aportaba una pobre seguridad.

Mi esposo fue el primero que se fue. Nos dijo que se había cansado de que censuráramos todas sus ideas: “El ingeniero soy yo, ustedes no saben nada de construcciones”, gritó mientras salía. Cuando la puerta se cerró, mi hija le respondió que no alcanzaba a ver el resultado de su competencia profesional.

Ella lo siguió, pocos días después, anunciando que se mudaba con su novio mientras durara la pared perforada. Dijo que estaba llegando el invierno y sufría mucho el frío que empezaba a filtrarse por el hueco que no había forma de tapar.

Seguimos buscando una solución mientras amontonábamos muebles y láminas de policarbonato para frenar la ventolina.

Mi hijo también se cansó. Sin gritar, resignado, guardó algo de ropa en un bolso y me informó que hacía rato que planeaba irse a vivir solo y un amigo le había ofrecido compartir los gastos del monoambiente que habitaba.

La gata se quedó conmigo aunque podría haber escapado por el hueco.

Pasaban las semanas y en el exterior de mi casa ahuecada no se avizoraban mejoras. Ni esperanzas. Era la peor catástrofe sanitaria que hubiéramos vivido y cada uno reaccionaba como podía. El otoño fue benigno pero se venía el invierno y, con las restricciones a la circulación, no encontraba un albañil que aceptara hacer la reparación.

Para paliar el aislamiento, se hizo común empezar alguna actividad con la guía de tutoriales. Algunos empezaron a tejer, a pintar cuadros o paredes, a practicar yoga o zumba, a fabricar muebles o piezas de cerámica. Yo empecé a estudiar construcción.

Investigué los materiales necesarios, con qué mezcla debían unirse, las técnicas para evitar que el muro se derrumbara ante el primer viento. Era como el tercer chanchito queriendo protegerme del lobo que podía asomarse por el espacio donde alguna vez había habido una pared. Compré lo necesario por internet y, cuando todo estuvo disponible, empecé a apilar ladrillos.

La construcción se mantuvo firme.

Pasó el invierno. En la primavera pudimos salir. Mis hijos aprovecharon el envión para crecer. Mi ex esposo y yo, para aprender a cerrar huecos. 

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