Se venía venir. Los meses anteriores lo preanunciaban, pero los signos que estaban en el aire no eran leídos por la mayoría. En parte explica muy bien ese aturdimiento Naomi Klein en La doctrina del shock.
(Es un libro, a propósito, que se puede revisitar, sobre todo y precisamente porque captó ya en aquella anterior arremetida feroz del neoliberalismo, la idea del aturdimiento colectivo que la fase que atravesamos ahora no hizo más que refinar hasta el extremo y por otros medios: la concentración de medios y su alianza con los nuevos actores financieros, entre ellos los poderosos dueños del mundo digital, trabajan frenéticamente para aturdir y alienar sobre todo a los sectores que en todo el mundo hoy sostienen a la extrema derecha.
El aturdimiento tiene muchos usos. Entre ellos, es una herramienta clave para volver al ataque ya decididos a la desinhibición que dos décadas más tarde le permite al proyecto neoliberal, ahora vuelto trumpista en diversas variantes y desparramado en muchos países bajo el equívoco de todas las palabras-gancho que usan, desembarcar como “algo nuevo”. Era ya evidente cuando Esteban Bullrich, entonces ministro de Educación, explicaba en pleno proceso macrista, relajado ante periodistas amigos, que su táctica para pelear contra los gremios docentes era dar a conocer no una sino muchas iniciativas achicadoras juntas: “Mientras pelean por una, sale la otra”. Es un buen ejemplo de cómo y para qué la derecha neoliberal contiene al aturdimiento colectivo como factor necesario).
En 2002 publiqué un libro, Crónicas del Naufragio, en el que recopilaba las notas escritas desde enero de 2001 hasta un año después, cuando pasado el estallido las asambleas barriales iban decayendo bajo la fragmentación en la que con las mejores intenciones se especializan algunas corrientes de izquierda.
Mientras iba escribiendo cada nota no tenía idea de que más y tarde y leídas y fechadas en el crescendo de furia de ese año, constituirían un fresco, sencillo y de registro de señales de la vida cotidiana que eran también avisos de que este país que había creído que un peso era un dólar –esa ilusión, esa prestidigitación, esa mentira que sirvió como un corpiño con push up: en el momento de la desnudez, el efecto cesó–.
De la fiebre por los viajes a Miami y gente regresando con exceso de equipaje y enormes cajas de televisores de 1000 pulgadas y pieles bronceadas que daban efecto de placer, del dólar asimilado como moneda propia hasta para pagar golosinas en un kiosco y la increíble sensación de bienestar que le daba a mucha gente tener, vender, comprar dólares hasta en la farmacia, en unos meses pasamos a esa noticia que nadie entendía porque era de locos. Así lo dijo Susana Giménez cuando salió al aire después de que Cavallo anunciara que a partir de ese momento sólo de podrían retirar de los cajeros 250 pesos semanales. “Es de locos”, dijo la sacerdotisa del dólar, no pensando obviamente en el perjuicio colectivo sino en ella misma, porque apenas fue anunciada la medida no había excepciones que después hubo. Los castigados serían los pequeños ahorristas. Los grandes no.
Esa medida que fue tomada para pagar la mentira de un peso un dólar terminó en el sonido ambiente de los que hoy son macristas –que también es una forma de cavallismo – eligen olvidar: fue un brutal recorte de libertad financiera para toda la población. Y fue una fiesta para los timberos, bancos y buitres. Nadie podía disponer libremente de su propio dinero. Sus ahorros habían sido tomados por el Estado para cubrir las estafas a la población que fueron el megacanje y el blindaje, delitos que el poder judicial argentino dejó prescribir, claro.
Pero esto pasaba con los que tenían ahorros. Millones no tenían ni ahorros ni un peso ni un dólar ni comida ni trabajo ni futuro ni dónde curarse ni dónde educarse ni dónde caerse muertos. Era el pueblo raso, oscuro, no entrevistado, no relevado, no visitado por la televisión. Mientras los ahorristas se volvían locos de ira golpeando las vallas que rodeaban los bancos, otros comenzaron a ver en la basura una vía de supervivencia, y el hambre era tanta y la desesperación era tan grande y el Estado estaba tan presente en el saqueo y tan ausente en daños provocados, que hubo unos meses que muchos vecinos de esta ciudad que después se puso facha sacaban la basura y dejaban al lado una bolsita limpia con un par de huevos duros. Los pibes se morían de hambre.
Aquellos dos días de diciembre de 2001 empezaron con noticias de saqueos y víctimas pobres, como el chino del que nos acordamos, llorando porque le habían robado todo. El pobre contra pobre estaba incrustado en esta sociedad. Pero la confluencia del malestar de los ahorristas con el hambre en los barrios se juntó una noche y siguió la siguiente, hasta que vimos el helicóptero alejarse con rumbo a la impunidad.
Fue un vómito social, un estallido que ahora quieren minimizar para volver a esas políticas entre ridículas y perversas. Lo de piquete y cacerola y una lucha en común duró un suspiro. De eso sí los delincuentes económicos se ocuparon con ahínco: la cacerola abandonó al piquete a su suerte cuando pudo volver a Miami. Esa ciudad tiene ese hechizo: convence a los pelagatos que son superiores a muchos otros. Siempre tendrán Miami o un narcótico de efectos similares para pegar ahí, porque saben que el día que los pequeños ahorristas hagan carne que su bienestar está totalmente desenganchado del de la gente que vota, se les termina el curro y pueden pasarla mal.