Una imagen se repite año tras año ante la vista de millones de personas. Sin siquiera pestañar, dos mujeres muy jóvenes se agarran de las manos como si estuviesen haciendo equilibrio al borde de un precipicio. Sobre tacos altísimos tiemblan, lagrimean, imploran al cielo. Cierran los ojos y en apenas segundos repasan su camino hasta allí: años de sacrificios, preparación, ensayos, disciplina olímpica. Están a pasos de tocar la gloria con las manos o ver cómo sus ilusiones de años reventándose contra el piso.
De pronto, el mundo deja de girar. Una voz: “…and the new Miss Universe is…”; ellas tragan saliva, cada músculo de sus cuerpos se contrae, rezan las últimas palabras mágicas que aún les quedan. Como un trueno que explota en la cara de las concursantes, el conductor anuncia quién es la nueva Miss Universo. La ganadora cae de rodillas al escuchar su nombre, pero enseguida se recompone, sabe que ahora pasará a los anales de la historia y que su vida acaba de llegar a un punto cúlmine. Ella acreditó ser la viva encarnación de la belleza universal. Su contrincante la abraza, pero sus minutos de fama se están acabando y enseguida es removida de la imagen principal. En el centro de la foto final, la coronación. Flores, una tiara, y la ansiada banda. Todos la aplauden. Ella llora. Acaba de nacer una nueva Miss Universo.
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Todo esto yo lo miré este domingo comiendo maní japonés tirada en el sillón de mi casa. Esta vez, en la 70º edición de la gala, la india Harnaaz Kaur Sandhu se impuso sobre una de las favoritas: la paraguaya Nadia Ferreira. Una amiga me preguntó qué estaba haciendo y yo le dije: “Mirando la final de Miss Universo”. Se sorprendió e indignó al enterarse que “estas cosas” siguen existiendo. Sin embargo, aunque en Argentina lentamente estos concursos están en vías de extinción (¿se acuerda de la “Cola Reef?”) y la Miss nacional siempre es una modelo elegida sin mayor trascendencia, en países como Estados Unidos, Colombia y Venezuela se trata de eventos nacionales televisados para millones de personas. Eventos que moldean subjetividades y crean -o más bien, conservan- sentidos populares con respecto a cómo se conceptualiza la belleza.
Este año, el desfile de los Ángeles de Victoria’s Secret, -un show icónico que incluía la participación de artistas como Katy Perry o Ariana Grande-, fue cancelado. La idea de ver a modelos tipo Barbies hambrientas desfilando en ropa interior disfrazadas de ángeles no sobrevivió al tsunami feminista, que instaló de forma transversal duras críticas acerca del disciplinamiento cruel que provocan los parámetros de belleza normativos que estos eventos promueven. Pero, y aquí viene el gran pero, el concurso de Miss Universo parece resistirse a estos cuestionamientos y aferrarse, con dientes blanqueados y uñas esculpidas, al paso del tiempo.
Sin embargo, es cierto que este concurso introdujo -algunos- cambios a lo largo de sus 70 ediciones. Si en las primeras galas las ganadoras eran jóvenes con formas similares a las de Marilyn Monroe, con el tiempo las mujeres latinas, asiáticas y negras empezaron a destacarse. Ahora, con el oleaje feminista llegándole al cuello, Miss Universo tuvo que darse una lavada de cara y seguir profundizando el camino “inclusivo” para seguir a flote. El concurso ya no se trata solo de ser bonita, sino de ser una chica fuerte, empoderada, segura de sí misma. Ahora, el protagonismo es de las mujeres líderes, que siguen sus sueños y que no compiten con otras, sino que las empoderan. Mucho girl-power y creer en que lo que más que importa es la belleza interior (cuando el concurso legitima todo lo contrario). La tiranía del sistema capitalista devaluó tanto las consignas feministas hasta transformarla en eslóganes vacíos meritócratas, que hasta son funcionales para este certamen de belleza.
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Miss Universo genera escozor porque explicita algo que mundos como el de Hollywood mantienen implícito. Las películas mainstream promueven la idea de que cualquiera puede ser tocado por la varita mágica y ser protagonista: abundan las historias de chicas pobres e ignotas que conquistan al rico empresario, o de adolescentes del montón que son expuestos a no sé qué sustancia y de la noche a la mañana tienen súper poderes y salvan al mundo. Sin embargo, esos héroes y heroínas con los que la audiencia busca identificarse para vehiculizar sus anhelos y ansiedades generalmente -casi siempre- son personas que cumplen con ideales de belleza muy injustos y caprichosos. No gordos, no viejxs, no discas, no maricas; entre otras categorías indeseables.
En Miss Universo esto se pone de manifiesto: el showbiz es tirano y solo le abre la puerta a un grupo extremadamente selecto, reducido y virtualmente imposible. Acá no es suficiente ser “linda”, alta y flaca. Las reinas no son solo modelos. Aunque tienen entre 18 y 27 años es como si no tuviesen edad, porque son una imagen de la belleza detenida en el tiempo, una cristalización de la femeneidad entendida idealmente en términos platónicos.
Este concurso, a diferencia de varias aerolíneas, no exige que las participantes que cumplan con medidas de peso o altura, sino que no hayan estado -ni estén- casadas o embarazadas. Las Misses representan un ideal de pureza y castidad casi religioso: deben ser bellas, pero no sensuales. Deben conducirse y hablar con seguridad, pero no ser escandalosas. Carismáticas, pero no histriónicas. Hipnóticas, pero no busconas. Y, aunque pueden presentarse chicas de todos los pesos y tamaños, no hace falta decir que solo un formato de cuerpo tiene lugar en esta plataforma: las que se acercan lo más posible a una belleza europea normativa, bien bajada de los barcos. Si son bolivianas, que no se note: tienen que ser lo más blancas y menos coyas posibles. Si son indias, que no parezcan marrones. Y así un largo etcétera.
Mientras que la desigualdad de oportunidades descarnada entre personas y entre países es una parte intrínseca del ADN del sistema capitalista brutal que hace girar al mundo, Miss Universo genera la idea de una falsa igualdad: aquí todas tienen las mismas oportunidades para ganar. Quienes llegan a la final son las que mejor se desempeñaron, quienes trabajaron más duro, quienes más se esforzaron por cumplir sus sueños. El carnaval de una fantasía neoliberal meritócrata, que se presenta a sí mismo como una oportunidad para que estas jóvenes se conviertan en historias que inspiren a niñas de todo el mundo.
Como si fuesen drag queens, las concursantes se montan para ofrecer el acto performático de la belleza anacrónica. En sucesivos desfiles donde se muestran en trajes de baño y en looks de gala, ellas sonríen mientras son escrutadas a cada paso y eventualmente eliminadas una a una. Para que un sueño se cumpla, hay 69 que no llegaron. Mi momento favorito es el de los trajes nacionales. Una fantasía camp (como todo en este concurso) donde las Misses caminan con un look que parece sacada de un capítulo de RuPaul’s Drag Race. La alemana va de tirolesa, la griega de la diosa atenea, la brasileña va de carnaval de Río de Janeiro, la japonesa de gueisha. Esta vez, la Miss Argentina fue de glaciar derritiéndose.
El broche de oro es la pregunta final. En esta oportunidad, se les preguntó a las tres finalistas qué consejo le darían “a las mujeres jóvenes que las están observando cómo lidiar con las presiones que enfrentan hoy”. ¿A qué jóvenes? ¿Qué presiones? Miss India respondió que hay que creer en una misma. También le pidieron que demuestre cuál es su talento y el presentador (Steve Harvey) la incitó a que maulle imitando a un gato, ya que ella había dicho que le encantaban esos animales. La gente se escandalizó: ¡que fue una humillación! ¡Que la están objetivando! Ella maulló y ganó. Lloró de emoción cuando dijeron su nombre. La ovacionaron de pie. Le preguntaron quién era. Ella dijo: “Soy Miss Universe 2021”.
Como dice el poema citado hasta el hartazgo: “La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única”.