En esos días estallados de diciembre de 2001, les rarites sentimos, como nunca antes, que la ciudad también nos pertenecía. Que la multitud era un hogar propio en movimiento, distinto de la masa. En los actos de masa de los setenta -Ezeiza y asunción de Cámpora- y ochenta -hasta que Carlos Jáuregui consiguió incorporar a la CHA en las marchas de los derechos humanos- alrededor de las locas se trazaba un cordón sanitario, la vigilancia vertical, la tolerancia: los sanos nosotros, ellas, las enfermitas. 

Por la emancipación de todos, pero sin la necesaria presencia de eses otres. Diferentes precariedades, administradas según cierto valor anclado en el prejuicio. En el estallido era distinto: amenazada por la fuerza pública, la indignación era a priori acción constituyente más que destituyente. La indignación no era el odio organizado, sino rebelión mancomunada por las heridas infligidas sobre el Común, sobre mí pero también sobre los demás, que habitamos de repente un mismo mundo. Un mundo contingente donde bien pueden difuminarse las extremas individualidades y celebrase, en cambio, las potentes singularidades. 

No se trataba de expresión interindividual sino de potenciar la singularidad en acciones que son el amor común productivo. Se escuchaba “piquetes cacerolas, la lucha es una sola”, y la clase media aplaudía la marcha de los desposeídos sobre el centro de la ciudad, se desclasaba performáticamente en asambleas barriales, antes de que la normalización democrática reconfigurase, con sus matices, la distancia social de siempre. 

Así, una sentía en esas jornadas inolvidables que, junto a piquetes y cacerolas, bien podría haber sonado una variante de las consignas del viejo FLH, digamos: “Derechos y placeres plurales en un país embellecido por el escarmiento”. Brotábamos del centro y de los márgenes para levantar trincheras en la Plaza de Mayo. Alianza contra el estado de sitio, entre quienes jamás habíamos compartido el espacio público en igualdad de condiciones. En busca de la fuente originaria de la soberanía popular donde mojar las patas, unas apoyadas en las otras.

La vida en estado de sitio

Las embestidas de la policía montada formaban un cuadro gótico. Subiendo las escaleras del subte, recuerdo, me atraganté de barbarie. Pero lo cierto es que los cuerpos tumbados o puestos de rodillas, las corridas, los gases lacrimógenos, los insultos, no nos eran extraños a las personas lgtbi. Conocíamos de sobra y desde lejos esa expresión de la vulnerabilidad. El cerco contra las Madres de la Plaza de Mayo, sentadas e inmóviles en el suelo mientras las patas de los caballos se detenían justo ahí, antes de pisarlas, ¿no recordaban en algo tantas otras arremetidas contra las travestis que seguían desde los confines empujando, como los piqueteros, las vallas de la democracia para hacerse en ella un lugar? O, incluso, ¿no habrá hecho revivir a las locas memoriosas la marcha pagana contra Juan Pablo II en 1987, en la que tantas de ellas, como la Gummier Maier, que esté ahora en un cielo de chongos, y tantas tortas, fueron molidas a palos?

Lohana Berkins hizo la crónica del 19 y el 20 de diciembre en Un itinerario político del travestismo: “puedo decir que por primera vez nos sentimos unidas a un reclamo en común: el no rotundo a la imposición del estado de sitio. Vale ahora plantear una diferencia: para las travestis, el estado de sitio es a diario. La rutinaria persecución policial, las acostumbradas restricciones a circular libremente por las calles portando una identidad subversiva… la vida travesti es una vida en estado de sitio”.

La calle era en esos días una escena apocalíptica: Caída a la vez que revelación. Para los indignados de la clase media estafados, o los que cayeron sacrificados por ser primera línea, el espacio público estaba siendo disputado contra la violencia institucional, de la misma manera que lo experimentaron desde siempre las travestis y, hasta no hacía tanto, los gays y las lesbianas.. Una imagen en la televisión que no olvido: Roberto Alemann, descubierto en la City, apuraba el paso y ensayaba compostura, mientras unos manifestantes lo hacían tambalear. El cuerpo alegórico del poder fáctico desorientado como una liebre. Inolvidable porque certificaba que la situación política se escapaba de los dueños y sus representantes, aunque al cabo se revelase una contingencia, y años más tarde se reagruparon en lo que alguien llamó “la derecha moderna” del Pro.

Cuando se produce la ruptura de un universo social y político -y eso constituía el verdadero acontecimiento- la crisis nos convierte de golpe a todos en todes. El “¡qué se vayan todos, qué no quede ni uno solo!”, cuando es un grito que reúne en la superficie a los que ya no pueden vivir más, puede escucharse como proclama que trasciende las identidades fijas, los géneros, y usa un lenguaje nuevo, gramáticas abiertas. Son formas que, al emerger, deforman el status quo. La multitud es un monstruo que clama, como Susy Shock, su derecho a serlo, mientras acredita con los pelos de punta que la legitimidad de un gobierno como el De la Rúa está finiquitado. Soñar es ya actuar, desplegar la potencia del estallido, sin saber de antemano adónde nos conduce, pero siempre a condición de que el sueño sea soñado con la misma verdad que la realidad.

De la quema en el basural a la quema del portón

Con César Cigliutti nos uníamos a las manifestaciones, y por primera vez advertí que muchos edificios antiguos del centro porteño habían sido amputados de sus cúpulas. Me gustó creer que la arquitectura ya expresaba un fin de época, y así se lo dije al amigo. Cuando escribí El pasaje de la piedad, en Rosa Prepucio, quise dar testimonio de cuando los taxi boys (que reconocía de Santa Fe o de alguna alcoba) gritaban en las escalinatas del Congreso Nacional, subidos a los faroles y esculturas, justo antes de ver los primeros fuegos en el portón de entrada: “entreverados con la 'gente decente'”. Esa, pienso, era su secreta revancha. Actuando el vodevil ciudadano, posaban por un instante como parte del consorcio de los buenos vecinos, y yo percibí que, detestando la sana conciencia de esas parejitas de indignados que la noche anterior los habrían mirado como a lacra social, convertían esa noche los símbolos del poder público, como el Congreso, en un decorado de comedia como aquellos del viejo canal 9 que tanto me hacían reír cuando era chico.

Las travestis marchaban de a dos o de a tres. A diferencia de los taxiboys, siempre en soledad, ellas ya hacía tiempo habían conseguido organizarse en forma comunitaria. Escuché que, cerca, un señor, en el éxtasis del furor tolerante, decía a la esposa algo como “los travas también tienen derecho a protestar, peor es ser ladrones o asesinos”. Hasta ahí podía el tipo llegar en su despertar melo-democrático.

Cuando no las miraban como promesa de un goce cuyo nombre verdadero suele circular dentro de ciertas sectas de varones, escribió Lohana Berkins que fue “cuando mejor nos miraron”. De todas maneras, yo, atenta como toda cronista, daba fe de la mirada húmeda masculina más o menos controlada por la dignidad de las circunstancias.

(Otro dato: el Centro de Atención al Suicida de la ciudad constató que las noches del 19 y 20 de diciembre no se habían recibido casi ningún pedido de auxilio. ¿Los suicidas abandonaban el centro de su sufrimiento individual para fundirse en el amparo del alma colectiva? Toda psicología individual, se dijo, es psicología social).

Otras pompas y circunstancias

El 2001 fue partero de derechos para la comunidad lgtbi. No creo que en circunstancias menos destructurantes se votase en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires la Unión Civil para parejas del mismo sexo, en 2002. La derecha local, por ese entonces mucho menos imaginativa que ahora, trató de detener lo que de todos modos poco importaba mientras seguía vigente el espíritu de rebelión popular. Tampoco la iglesia se esmeró tanto, y apenas si algún pícaro radical reaccionario llenó el hemiciclo de alumnos de colegios confesionales. Alguien advirtió que en un cesto había una bomba de estruendo que nunca explotó. Se ganó por un voto, el último día de debate de diciembre de 2002. El diputado militante católico Santiago de Estrada conoció en la calle, esa misma noche, lo que era ser insultado, como el año anterior Roberto Alemann, trastabillando su sobreactuada compostura.

Cuando el peronismo se reconfiguró en centroizquierda (y la derecha en el liderazgo semi zen de Macri en el Pro) las multitudes de diciembre de 2001 pasaron a ser punto de partida para distintas opciones ideológicas. Quizá en un nuevo acontecimiento renacerán, hay días en que a uno lo toma por asalto esas imágenes del pasado como imágenes del futuro. Si hay algo que las multitudes expresan cada vez que emergen es la potencia de su ser, y no sabemos por donde se harán futuro.