La primera edición argentina de Un beso de Dick (blatt & ríos) no podría llegar en fecha más oportuna. Este año, su autor hubiera llegado a sexagenario. Pero Fernando Molano Vargas murió prematuramente a los treinta y seis años a raíz de complicaciones con el sida agudizadas por la tristeza de perder a su compañero Diego Molina (cuyo verdadero nombre era Hugo) víctima de la misma enfermedad. A cuarenta años de la aparición del sida se hace necesario rescatar esas historias de amor truncadas por la epidemia y largamente silenciadas. También las elegías poéticas y los tributos de amantes y amados separados en tiempos oscuros.
La ópera prima de Molano Vargas, Un beso de Dick, está dedicada a Diego y las primeras palabras de la ficción aluden a la muerte de Hugo. Felipe, el joven protagonista, expresa su deseo de sacar a Hugo del cementerio y abrazarlo como Heathcliff a Catherine en Cumbres borrascosas: “Así: con todos sus gusanos, para que él sepa que lo quiero. Todavía”. En la vida real Fernando Mola Vargas casi lo hace. Esperó los cinco años estipulados por la legislación colombiana para exhumar el cuerpo y enterrar las cenizas de Diego a la sombra de un árbol dentro de ese parque nacional donde habían compartido charlas, risas y besos en los años universitarios. En la ceremonia sonaba “Eungenio (Los genios no deben morir)” interpretada por Mecano.
En la novela, Felipe expresa el deseo de filmar un romance entre un muchacho que ama a su compañera de colegio, pero muere asesinado antes de consumar su amor. Felipe quiere dedicar esa película a Hugo de manera análoga a Roman Polanski que filmó Tess en honor a la malograda Sharon Tate.
Sin embargo, lejos de esa intención original, la historia que relata Un beso de Dick está más impregnada de ternura, homoerotismo y momentos felices que de tragedia. La narración se centra en Felipe y Leonardo, dos jóvenes adolescentes colombianos, compañeros de clase y del equipo de fútbol que se gustan, se enamoran, se dicen simplemente “te quiero” y se besan el campo deportivo. El primer amor aflora vital, inocente y sensual pleno de piernas y culos firmes de futbolistas (las nalgas de Leonardo son comparadas a los surcos divinos de la luna) con sus cuerpos fibrosos y sudorosos y los bultos que se advierte en la cancha o se desparraman deliciosamente en el vestuario. Claramente, el problema no es de ellos, es de los otros: las familias ultramontanas, el portero panóptico, los directivos del colegio.
Así, dentro de un campo literario como el colombiano tan poco proclive a la concupiscencia homoerótica, la novela y el autor constituyen una excepción. De múltiples maneras, en Un beso de Dick, la literatura parece cumplir ese rol expiatorio de corregir el porvenir y ponerlo en el lugar de los deseos, de dar cauces a los sueños. Parafraseando al Shakespeare de Noche de reyes, Felipe podría suscribir: “Oh, cuando mis ojos contemplaron por primera vez a Leonardo / me pareció que purificaba el aire de toda pestilencia”.
El título de la novela surge de una referencia del narrador al capítulo VII de Oliver Twist de Charles Dickens: “Allí Oliver se dio un beso con otro niño, con su mejor amigo, Dick. Y se abrazaron. Supongo que nadie recordará esa escena. Al menos, no como la recuerdo yo. Porque, claro, sólo yo tengo mi corazón. Y supongo que, si alguien la leyó, sólo habrá visto a dos niños diciéndose adiós; Oliver porque se iba a Londres, Dick porque se iba a morir, y lo sabía. Yo vi otra cosa: dos niños que se besaban, dos niños que se querían”.
El propio Fernando Molano Vargas supo tallar en la lápida de Hugo un epitafio donde insistía en besarlo más allá del adiós. Tomando prestados versos del poema “Partir” de Héctor Ignacio Rodríguez, dejó inmortalizado en la piedra: “En donde quiera que estés, te doy un beso, buenas noches, mi amor”.
Fernando Molano Vargas, Un beso de Dick (blatt & ríos), Buenos Aires, 2021