Tengo treinta años cuando llego a Budapest. Estoy aquí para competir en el Campeonato mundial de Taekwondo. Me perece un exceso hablar de campeonato mundial, pero así se lo llama. El hotel es moderno y remite a la arquitectura soviética. Un largo túnel lo conecta con el estadio, de modo que a los deportistas no les hace falta transporte.

Estoy tomando una cerveza en el bar del hotel para no salir e incurrir en excesos. Faltan dos días para mi turno. La cerveza sabe bien y la acompaño con maníes que me acerca el barman. La he visto antes y me ha parecido muy bella. Se acerca, es una de las asistentes que oficia de intérprete para la gente de habla inglesa. Me pregunta cómo estoy y si necesito algo, nada inusual salvo por la dulzura. De altura media, de cabello muy rubio, casi blanco, que lleva recogido, de ojos grandes y castaños. Le digo que bien y me dispongo a que se retire. Se llama Hanna y se queda a mi lado, de pie. Me parece una falta de cortesía que yo sigua sentado en mi taburete y me arriesgo a invitarla. Me dice que no, que en otro momento, que ahora está trabajando. Se interesa por mi condición de deportista y por el proceso que me ha traído a participar del campeonato. No me gusta hablar de eso. No quiero que se vaya, pero la situación es incómoda, con ella parada, correcta -alinea completamente sus pies- y conmigo sentado dando cuenta de la cerveza.

No se va. Eso me infunde la audacia para invitarla cuando termine mi participación.

-Sí, por supuesto-, me dice y arquea una sonrisa que deja al descubierto la hilera luminosa de sus dientes. Le pregunto qué le gustaría hacer cuando saliésemos. Quizás recorrer la ciudad, sugiero.

-Podría ser, ¿por qué no? O, quizás podrías venir a cenar a mi casa-, agrega.

Siento vergüenza -ya estoy convencido de que es la asistente más bella del campeonato y sé que en lo sucesivo no habré de detenerme en ninguna otra.

-Me encantaría y también, si tuviese tiempo, que me enseñaras tu ciudad.

-Será un placer pasear contigo.

-Quedamos para cuando termine la competencia.

Me atrevo a darle los dos besos en las mejillas y pido otra cerveza.

Budapest opera como dos ciudades, lo empiezo a saber al día siguiente cuando después del entrenamiento matinal salimos a recorrer la ribera del Danubio. No me refiero a Buda y a Pest. Sino a ésta, dividida por el río, y a aquella en la que nos toca alojarnos en un barrio de impronta soviética que se resume en el hotel conectado con el estadio por ese largo túnel. No puedo apreciar lo que me ofrece la capital donde está su corazón histórico, y el río que no tiene absolutamente nada de azul y que se deja tomar por Pest y Buda -lo voy sabiendo- en un abrazo desigual como corresponde a los sexos.

Las calles se ven silenciosas, o invernales. Allí dentro ha de haber gente, húngaros que hacen cosas de húngaros.

No tiene sentido sacar fotos ahora. Los dejo hacer a mis compañeros y simulo animación. Puedo darme cuenta de que la ciudad es excepcionalmente bella y que a eso deberé dedicarme en otro momento. Hubiera sido bueno pasear por aquí con Hanna, pero ella estará haciendo su trabajo en el hotel. Nos sacamos unas últimas fotos en una explanada que tiene una vista hacia las calles y el río y comenzamos a bajar. Pienso en el hotel y en la posibilidad de que mi cuarto esté vacío.

La veo de nuevo. Es en la recepción. Estoy intentando que me hagan una fotocopia del pasaporte. Se acerca a ayudarme y después de explicarle al recepcionista le extiende el documento y se dispone a esperar conmigo mientras levanta su sonrisa que le hace chispear los ojos donde el marrón se ha vuelto ámbar. La abrazo de un modo que no la comprometa: es un abrazo con una sola mano. Templada y muelle como el deleite. El beso está presente entre nosotros. Son cosas que se saben. Me voy con mi pasaporte y el papel. No puedo decirle nada más. Sé que empiezo a perder el foco, mañana compito.

No es un deportista joven y, como era de esperar, más bajo que yo. Son dos rounds de dos minutos. Debería ser un adversario fácil. Siento como una fuerza viscosa que me retiene. Los kilos que bajé con un régimen de espinacas y acelgas más un complejo vitamínico tienen un precio. El cronómetro corre y no tengo certeza de que a mi favor. Ninguno de los dos logra imponerse. Aún no sé que es una pelea fea. El estadio está en silencio o me lo parece. Espero el fallo que es casi inmediato. Pierdo y, para mí, se termina lo que se llama Campeonato Mundial de Taekwondo.

Después del combate el silencio es mayor y ni siquiera me consuela la imagen de la mujer que acabo de conocer y que ha dicho que espera una cita conmigo. No vuelvo a verla y no me atrevo a buscarla. Quisiera que se reproduzca el encuentro de la primera vez o algo parecido, sé que es imposible. Se acerca el momento de irme, tengo pasaje para mañana a la madrugada a Viena. En tren.

Estoy en el bar y la distingo en el corredor en medio del hall, me saluda con una sonrisa. Me levanto y me acerco a ella.

-Hola, ¿cómo estás?

-Bien, bien, cuéntame cómo te ha ido.

-Perdí, peleé mal. No hay segunda oportunidad. Fallo dividido, pero es lo mismo.

-Bueno, no te preocupes. Seguramente los has hecho bien.

No sé si lo cree. La invito a tomar una cerveza conmigo. Me dice que ya se va, que está exhausta. Que mañana seguramente nos veremos. Le explico que tengo el tren a la madrugada y quiere saber cuándo volveré para nuestro paseo o nuestra cena. Le digo que en un mes.

Me sorprende la diferencia que hay entre las dos ciudades separadas por poca distancia. Viena parece más compacta, apretada y confortable. Después de un par de días allí, sigo viaje porque necesito ver el mar.

Me quedo en Cadaqués, en un cuarto casi subterráneo y sin ventanas, donde apenas entra la cama alineada con un pequeño armario para el equipaje. De noche voy a un bar gay donde me dejan beber sin problema. Después sigo hasta Barcelona.

Ha pasado un mes y estoy de nuevo en Viena. Me acompaña un amigo con quien me he encontrado. Quiere conocer la ciudad. Le advierto que tal vez tenga que viajar a Budapest.

Llamo por teléfono y me atiende Hanna. Yo supongo que lo mejor será que nos encontremos en el centro de la ciudad para darle al frío que significó un mes sin contacto la oportunidad de levantarse. Su voz es demasiado alegre, como suele suceder. Me dice que, apenas llegue, vaya a su casa donde me preparará una rica cena que ojalá me guste. Por supuesto, aseguro.

Le digo a mi amigo que me espera una chica hermosa en Budapest, que me ha pedido que vaya directamente desde la estación hasta su casa y que lleve mi equipaje sin problemas, que puedo quedarme en su casa. Me mira sorprendido y me pregunta si encima es linda. Muy hermosa, respondo.

Hanna vive en un barrio popular del este de Pest al que se llega por largos y rectos rieles y tranvías rústicos y abundantes. Hace falta seguir a pie un buen trecho. El barrio es regular y austero, de edificios bajos y casitas muy pequeñas. Ella vive casi en la esquina. Cuando toco a su puerta sale alegre acompañada de un hombre más joven que yo y muy alto. Esa noche ceno con ellos en el pequeño comedor donde nos acompaña un cochecito en el que duerme mansamente un bebé de un año. Hay buen vino tinto y un goulash agradable, tal vez un poco desabrido. No recordaré de qué hablamos. Quizás sí, haciendo un esfuerzo. Al final de la cena me muestran el cuarto donde he de dormir y poner la alarma en mi reloj para despertarme muy temprano.

Antes de la madrugada me levanto, me visto y salgo. Camino por las largas calles oscuras hasta la parada del tranvía.