La obra de Horacio González es vastísima. Vastísima y fundamental: sus libros, sus artículos y sus incontables intervenciones públicas han impregnado con su lucidez y con las formas más altas de exigencia política y conceptual el aire de una época que nos resulta difícil pensar, imaginar, ahora, sin su palabra viva. Un poco nos consuela la misma magnitud de su obra, el saber que hay muchas páginas para seguir revisando, para dejar que nos asombren con lo que no habíamos percibido la primera vez, porque la suya es una escritura de pliegues y recovecos, que no se permite el abandono a la simpleza de una causa y un efecto o de una temporalidad lineal. Y además, hay una parte de esa obra que aún no conocemos. En efecto, Horacio, escritor prolífico, dejó varios libros terminados, que ahora empiezan a ver la luz. A uno de ellos, Humanismo, impugnación y resistencia, le dedicó más de un intenso año de trabajo, a lo largo del cual le entregó a su editor seis versiones diferentes, con muchos cambios entre una y otra. Es que los de Horacio eran, son, libros vivientes, como decía él que los de Maquiavelo lo habían sido para Gramsci, como lo eran los del propio Gramsci. De los de Horacio, cada uno era una suspensión momentánea de un pensar que solo se detenía un momento para que el libro entrara en la imprenta y pudiera producirse el diálogo con las y los lectores, mientras el movimiento del pensamiento se reanudaba con otro texto: otro artículo, otra clase, otro libro.
A este lo escribió en medio de una pandemia, sin dejar de preguntarse si acaso la suya no iría a ser también una de las vidas cuyo final contaban las estadísticas de los días. ¿Cómo podemos pensar esa tremenda situación, que no es la de una Sherezade inventando un relato para persistir un día más, sino más bien la de quien reclama el milagro secreto –como pensó Borges– que le permita culminar una obra? Esta obra de Horacio, entonces, busca, en esta situación de catástrofe (una catástrofe que no es el resultado de un capricho de los dioses, sino la forma última de la tragedia de la cultura capitalista contemporánea, que González estudia con el auxilio de la mejor filosofía social del siglo pasado y del presente), darle una nueva oportunidad a lo que a lo largo del tiempo ha sido puesto bajo los auspicios de la idea de humanismo. Un humanismo al que Horacio no deja de calificar: ora como “crítico”, ora como “dialéctico”. Y bien que hace, para evitar que la palabra, sin esos convenientes adjetivos, abra demasiado fácilmente el paso a las ostensibles derivas supremacistas que la acechan. Humanismo y catástrofe, entonces. Es que no solo son esas catástrofes las que el humanismo tiene que pensar, sino que es solo en los tiempos de catástrofe (como escribió Hannah Arendt pensando en un libro mayor de su maestro Karl Jaspers) que nos vemos obligados a pensar en la humanidad que ese humanismo no deja de postular como el necesario sujeto de una historia que parece siempre escaparse de sus manos.
Horacio sigue, en este libro, el camino (el “rasguido”, dice: como el de una media desbaratada, “que comienza en un punto insignificante y se corre hacia el resto de la superficie”), el camino o el rasguido, entonces, en la historia del pensamiento, de aquello a lo que damos el nombre de humanismo –al que procura captar en las distintas inflexiones de los pensamientos de Walter Benjamin y de Antonio Gramsci, de Jean-Paul Sartre y de Franz Fanon, de León Rozitchner y de Lezama Lima, de John William Cooke y del “Che” Guevara–, y se termina encontrando (citando a Patrice Vermeren que cita a Derrida que cita a Jean Jaurès) con la idea de una humanidad que “no existe aún allí donde ella existe”: que existe solo en estado de espectro o de promesa. El humanismo crítico sería quizás el empeño en ver realizada esa promesa de salvación posible de lo humano frente a la administración capitalista de las vidas. Este es el tema de este libro, que leemos con la emoción de saberlo excepcional, pero a la vez con la certeza de que no es una excepción, sino un eslabón más en el tenaz esfuerzo de su autor por comprender este mundo que vivimos. No hay capitalismo con rostro humano, porque el capitalismo es devastador: preguntarse por el humanismo es asumir una forma de la crítica que aleje al pensamiento de todas las formas de la legitimación de aquello que condena a servidumbres de toda índole, incluso las que hoy se presentan vistiendo los amenos ropajes del confort, el entretenimiento y la comunicación.
González revisa un conjunto de viejos textos, pero también una profusa cantidad de novedades: así considera al realismo capitalista de Mark Fisher o la endulzada crítica de Byung-Chul Han. Pero especialmente se detiene a conversar con sus contemporáneas y contemporáneos, habitantes de la misma ciudad o la misma lengua. Es escritor entre escritorxs, parte de un entramado que se teje entre comentarios, cruces, citas, glosas. El libro se realiza así como un momento más de una amistad intelectual y política, tan generosa y vasta como su obra, en la que se conjugan interlocuciones de las más variadas, intereses y resonancias mutuas. Humanismo quizás sea, también, la breve y fugaz materia de lo humano: eso que nos permite reconocernos hablantes, sexuados, finitos, entre otres, con otres, respirando juntes, conspirando. La decisión editorial de publicarlo al mismo tiempo que Gonzalianas, una compilación de conversaciones que Horacio sostuvo con una cantidad de personas y que organizó Mariano Molina, pone a contraluz la materia conversacional que sostiene Humanismo… González pensaba dialogando, considerando los motivos, las querellas y las invenciones de otras personas. En esa consideración se juegan también el reconocimiento de la existencia, por eso se dicen los nombres propios y la escritura se exige precisa para comprender tal o cual obra. Este libro es un don más y mayúsculo para esa conversada amistad con lo viviente, con la vida misma.