Fue la mano de Dios 7 puntos
NÉ stata la mano di Dio, Italia/Estados Unidos, 2021
Dirección y guión: Paolo Sorrentino
Duración: 130 minutos
Intérpretes: Filippo Scotti, Toni Servillio, Teresa Saponangelo, Marlon Joubert, Luisa Ranieri, Renato Carpentieri, .
Estreno: Disponible en la plataforma Netflix.
Y sí: Fue la mano de Dios, nuevo trabajo del italiano Paolo Sorrentino, es excesiva y expansiva, barroca y deliberadamente vistosa, sobrecargada y sobreactuada, trágica y cómica, histriónica y efectista, sensiblera y puede ser que hasta un poco manipuladora (y siguen los adjetivos). ¿Y qué esperaban de una película que transcurre en la ciudad de Nápoles entre 1984 y 1987, años signados por la llegada de Diego Maradona al club de la ciudad? ¿Querían moderación y recato? ¿Sobriedad y emociones contenidas? ¿Moral y buenas costumbres?
Y no: Fue la mano de Dios tiene como propósito deliberado conmover y emocionar, siempre y a como dé lugar. Para eso Sorrentino articula una fantasía desmesurada en torno a su propia adolescencia, a través de un relato de aristas autobiográficas, subgénero que ya es clásico dentro del cine italiano, de Fellini a Tornatore. Una nostálgica carta de amor a su familia y a su ciudad, en la que la figura del futbolista argentino funciona como catalizador y puesta en abismo de los deseos, personales y colectivos, pero también de la realidad del protagonista.
La película comienza en 1984, cuando la llegada de Maradona al Napoli todavía era un rumor. Uno muy fuerte, pero rumor al fin, y no eran pocos los que veían con escepticismo que el pase desde el Barcelona se concretara. Pero para Fabietto, un adolescente soñador y melancólico, era una fantasía que no había forma que no acabara convertida en realidad. Es en torno a él que Sorrentino articula un universo vastísimo, habitado por una fauna que incluye a un padre irónico orgulloso de ser comunista, una madre bromista y sensible, un hermano mayor medio perdido que quiere ser actor y una hermana que nunca sale del baño. Pero también una tía que ocupa sus sueños eróticos, parientes impresentables pero queribles y la amistad con un contrabandista de maradoniana sabiduría popular.
Y es que, de algún modo, Fue la mano de Dios es una película maradoniana. Lo es en sus excesos, en la venalidad con que pone en escena sus emociones y la pasión con la que las expresa y transmite. Es maradoniana en el lujoso dispositivo cinematográfico que Sorrentino despliega, para exhibirse tan virtuoso con la cámara como el 10 lo era con la pelota. Sin embargo, hay un punto en el que la película sobrepasa límites que el Maradona futbolista siempre respetó. Porque Diego era un jugador utilitario que ponía su talento y habilidad siempre al servicio del juego, y nunca los utilizó como una herramienta para el lucimiento personal exclusivo, sino como recursos para potenciar el funcionamiento colectivo. Ahí está la anécdota del segundo gol a los ingleses, en el que debió seguir eludiendo jugadores, incluyendo al arquero, porque nunca consiguió encontrar el hueco para habilitar a Valdano, que lo acompañaba libre de marca por el centro del área. Es esa característica y no la mera habilidad (habilidosos como él hay unos cuantos) la que le otorga ese plus que lo convierte en el mejor futbolista de la historia.
Por el contrario, y más allá de la disfrutable coctelera emotiva y visual que su película propone, se percibe en Sorrentino cierto exhibicionismo en su forma monumental de construir la puesta en escena. La voluntad de hacer que la organización de cada plano, que la construcción de cada secuencia y la expresión de cada emoción sean más grandes que la vida, aunque eso no necesariamente esté justificado desde lo dramático. Una búsqueda en la que el objetivo parece ser el de dar fe de su virtuosismo, anteponiendo esa veleidad incluso a las necesidades del propio relato, al que en algún momento le hubiera venido bien moderar tanto napolitanismo explícito. Aunque también es ahí donde habita lo más querible de su universo, capaz de transmitir emociones muy intensas cada vez que se lo propone. Por eso lo mejor es dejarse atravesar por sus contradicciones y disfrutar sin culpa de su capacidad inagotable de conmover.