Para Silvio, mi hermano Beatle

La primera vez que compartimos Beatles con mi primo Silvio fue en la casa de Ezpeleta, una noche mágica de verano. Del Álbum Doble Azul se expandió la maravillosa Strawberry Fields Forever y literalmente volé, me impulsé a la estratósfera, caí desmayado de amor, un amor humano y universal. A partir de ese día fueron mis amigos y mis compañeros de camino.

Ellos, de muchas maneras, eran como nosotros, pibes de barrio, nacidos en una periferia geográfica y cultural, huérfanos y doloridos. Nosotros, dos de nosotros, en un universo de otros tantos nosotros, respirábamos y escuchábamos sus canciones, mirábamos y también vivíamos en sus vidas, entrábamos en la ola de una época que continúa escribiéndose, o eso deseo.

Mis amigos Beatles tenían un humor imbatible, se volvían íntimos para después salir al mundo y transformar. Podían decir verdades incómodas sin perder la compostura y se reían de las realezas y de las religiones fanatizadas. Eran aventureros y díscolos, experimentaban creativamente, se destituían de las incómodas imposturas por ser Top One, Lores, Beatles o Dioses paganos en el Olimpo del consumo. Rechazaban las guerras, los sectarismos, Vietnam y los racismos. Se reían y nos ofrecían vida.

Ellos fueron mis amigos en los días oscuros de mi adolescencia, y me salvaron la vida. Por algo eran los Fab Four, los Fabulosos Cuatro. Con un guiño cómplice y vivaz de cualquiera de ellos, John, Paul, George o Ringo, mi vida se ponía a respirar y la emoción vital se aceleraba, me volvía humano. A partir de allí estaba vivo, lo sabía, descubría mi ilusión y mi energía que ofrecí a otros. Mucho tuvieron que ver con lo que elegí hacer en mi vida.

Con Silvio fantaseábamos con el ansiado reencuentro de los fabulosos, y de cómo estaríamos de manera ineludible en ese recital. Transpondríamos fronteras, viajaríamos con documentos falsos si era necesario fraguar la edad. Ningún posible castigo podía detener ese encuentro soñado, como si una y otra vez se reprodujera el mito de un eterno retorno en el Shea Stadium de New York ante sesenta y cinco mil espectadores. Aunque la amplificación trajera sonidos de radio a transistores, ese eco llegaría a nuestros oídos como la flauta del Dios Pan.

En la foto central de ese Álbum Doble Azul hay un niño delante de una reja, mira a cámara detenidamente, nos mira y nos interpela, su curiosidad tiene preguntas y también respuestas. Por detrás aparece una pequeña multitud, y entre ella los Beatles, mezclados, fusionados, interactuando, todos expectantes.

Esa foto que me intrigaba y me enmudecía de emoción a los diez años.

Pienso que en esa foto hay una hermosa clave sobre quiénes somos nosotros los humanos, y de qué modo estamos alternativamente de uno y otro lado del juego. Y más aún, esa foto nada sería sin nosotros, también nosotros, en tiempo real, cada vez que la miramos desde afuera. Esa foto que gira y vive en cada uno de nosotros, y que cuando nos mira y la miramos quedamente, nos empezamos a volver dos de nosotros, en ese nosotros con cada uno de ellos en la escena.

Tal vez el mundo y las giras mágicas y misteriosas funcionen así, en un tornado de presencias y de ausencias, de alternancias. Para mirar otra vez esa foto ya no necesito mirar allí, ya que toda despedida es también un comienzo.

En estos días de finales de 2021 pudimos ver la versión de Peter Jackson “Get Back”, aquella experiencia inconclusa que iba a retornarlos a la escena en vivo, a una visión más compleja y multimedia de un grupo de rock, entre films, discos, películas, performances, presentaciones, y también versiones de estudio. Si el final cierra con la emblemática presentación en SavilleRow 3, en el Rooftop, en la Azotea de Apple Records, y ese sería el último alarido genial y performático en tiempo real de The Beatles, no es menos emocionante que hay allí un bonus track, el día final de esa grabación, el 31 de enero de 1969. Allí quedará eternizada la versión final de “Two of Us”, Dos de Nosotros, el tema que cierra la experiencia y también abre a ese disco posterior a la separación: Let it Be.

Ese tema intimista y campirano, delicado y amable, habla del amor humano, entre dos, pero sobre todo entre nosotros. Porque esa fórmula es perfecta: no hay dos sin nosotros, no hay dos sin el plural del amor que se da más allá de dos, sea este un amor sensual, amigos, hermanos, compañeros de camino, aprendiz y maestro, enamorado y amante.

Desde nosotros, “de nosotros”, así llega y así se irá nuestro amor, surgiendo y retemblando. Desde nosotros, para encontrar con quién, eventualmente un cierto dos de una experiencia.

En cada relación humana “you and I have memories, longer than the road that stretches out ahead”, tú y yo tenemos recuerdos, más largos que el camino que se extiende por delante. Y sin embargo llama a algo nuevo.

Sólo después de ver el film y despedirme hasta la próxima de mis amigos infalibles y fabulosos, entendí esto: no hay dos sin nosotros, no hay amor recíproco sin la marea de ese nosotros que garantiza nuestro “we're on our way home”, nosotros estamos en nuestro camino a casa.

Una casa nuestra que quepa en un abrazo.

Cristian Rodríguez es psicoanalista.