Hacia el final de una intensa trayectoria cinematográfica que solo sería interrumpida por su repentina muerte, François Truffaut filmó una película sobre la ocupación de Francia durante la Segunda Guerra concentrada en un teatro. Esa película fue El último subte (1980), un éxito inesperado, una despedida melancólica de los retazos de un período turbulento concentrado en las tablas de un escenario. La historia era la de Marion Steiner –interpretada por una espléndida Catherine Deneuve-, una actriz que intentaba proteger a su marido judío perseguido por los nazis y escondido en el sótano del teatro, llevar adelante la rutina teatral con aparente normalidad para brindar a los parisinos un poco de ilusión, y también vivir la propia, enamorada de manera intempestiva de un actor joven, militante impulsivo de la Resistencia, interpretado por Gérard Depardieu. Ese teatro y su drama se transformaban así en el perfecto sustituto de la realidad, un paisaje mental lleno de luces y colores donde el tiempo se dibujaba a cierto antojo, donde la fantasía resistía los bombardeos y los sueños escapaban a las persecuciones.
El último subte es la película que descubren juntos Susan y Christopher Edwards –interpretados magistralmente por Olivia Colman y David Thewlis- en su primera cita, como un bálsamo que los rescata de una realidad oscura para depositarlos en la más colorida de las fantasías. Ese paisaje inventado, plagado de decorados de cartón piedra que deambulan por la escena, de cartas secretas que Depardieu parece enviarles desde un refugio imaginario, y de los momentos felices vividos frente a la pantalla, es el que define un exilio autoimpuesto en Francia luego de cumplirse 15 años de una imprevista escapatoria. Paisajistas de su propia inocencia, cómplices del héroe solitario que interpreta Gary Cooper en A la hora señalada, su día a día convive con los posters que adornan el destartalado refugio de Lille hasta que un descuido los pone de nuevo de regreso a Gran Bretaña. La historia de ese derrotero entre lo real y lo imaginado es el eje de Landscapers, la miniserie recién estrenada en HBO Max, basada en el caso real del matrimonio Edwards que en 2014 fue detenido por el crimen de los padres de Susan, el entierro de sus cadáveres en el jardín de su casa en Mansfield, y la sospecha de un macabro plan ideado hacia fines de los años 90.
Escrita por Ed Sinclair (marido de Colman) y dirigida por Will Sharpe (director de la todavía no estrenada The Electrical Life of Louis Wain, con Benedict Cumberbatch y Claire Foy), la miniserie de solo cuatro episodios ensaya un curioso tono para retratar la historia policial detrás de la captura y los interrogatorios de los Edwards, quienes regresan a Inglaterra a bordo del Eurostar para entregarse a la justicia. Los artífices de su detención son los agentes Emma Lancing (Kate O'Flynn) y Paul Wilkie (Samuel Anderson), piezas de una comedia absurda que escarba en el pasado del matrimonio no solo para hallar los signos de un posible crimen sino un extraño andamiaje de secretos e invenciones que ya no pueden distinguirse. Sinclair escribe sin distinciones los momentos más trágicos y los más hilarantes, confluyendo en un entorno que desliza el más austero blanco y negro en una paleta de un technicolor artificial que plano a plano instala su lógica. Chris y Susan confunden sus rostros con las siluetas de Cooper y Grace Kelly en la hazaña final del western de Fred Zinnemann, adalides de su propia épica de almas solitarias.
Lo más interesante de Landscapers es la tensa convivencia entre las dos versiones de un misterio nunca del todo dilucidado. Los Edwards fueron condenados –nos aclara la consabida leyenda del comienzo- pese a que siempre sostuvieron su inocencia. De esa manera gravitan en la miniserie la letra fría de la versión oficial –concentrada en las imágenes que recogen fragmentos de noticieros televisivos, declaraciones de la policía, sentencias de la justicia- y la imaginería que habita en los relatos de los acusados, que cobra forma en una puesta exuberante y artificial, que se amalgama con los afiches que Susan cuelga con devoción en las habitaciones de su refugio francés, que convierte a Chris en el hidalgo caballero que la rescata de su infancia infernal. Los guiños no están solo en las primeras escenas de la miniserie que presentan ese mundo como un set de filmación, o en la lenta disolución de la palabra “real” de la frase que nos anuncia el sustento de la ficción, sino en la constante ruptura de la cuarta pared, la convivencia del pasado y el presente, y la comunión perfecta entre registro y representación.
Tanto Olivia Colman como David Thewlis modelan a sus personajes en esa frontera imperceptible entre la experiencia interior y la insidiosa irrupción del afuera. Colman demuestra que la maestría de su actuación radica en el profundo control de su gestualidad, sobria y perturbadora por igual, que transmite los engranajes de su pensamiento nunca como algo evidente y calculado sino como el secreto resguardo de su reacción final. Basta verla en sus expresiones frente al poster belga de A la hora señalada, perdida en las aventuras de ese mundo de ficción al que devora con su mirada alerta. El amor que la une a Chris, fronterizo con la complicidad que alimenta esa condición de marginados, nace de las mismas ficciones que los reúnen, las del cine y las de sus relatos de inocencia, pero también de esa culpabilidad afirmada por las crueles inquisiciones policiales, las que necesitan dos nombres para sus sentencias. ¿Y si fuera esa condena, en realidad, la última fantasía?
Como El último subte de Truffaut, en la que ese mundo de la guerra reaparecía sobre el escenario, en las crueldades cotidianas antes que en los grandes acontecimientos, Landscapers esquiva las sentencias definitivas sobre culpas y castigos para explorar los laberintos de los acontecimientos. Quiénes son Susan y Chris es un interrogante que se despliega más allá de su condición de prófugos o detenidos, de amantes infantiles o mercenarios fabuladores. Su mundo es tan rico como las imágenes en las que habitan, más espeso que el de los arquetipos de una sátira, más humano que el de los villanos de un melodrama. Ese mundo que combina los sueños del cine y las oscuridades de la vida no deja de resistir en su puesta en escena la vulgaridad del crimen a través del impulso del arte. Como decía Truffaut, “la vida es transitoria por definición, avanza hacia la decadencia. Sin embargo, todo en nosotros aspira a lo definitivo, por ello el cine solo puede registrar desgarramientos: la contradicción entre nuestra aspiración absoluta y lo efímero de la realidad”.