Ocho años pasaron entre que Pablo Malaurie editó El beat de la cuestión y su nuevo trabajo, tercero como solista, La cabaña destrozada. Un disco que originalmente iba a ser otro, más electrónico, más bailable, pero que finalmente tomó un cambio de rumbo durante ese tiempo en el que sin solución de continuidad se sucedieron derechas de colores, filas neonazis agitando la bandera de la libertad y hasta un posible fin del mundo tal como lo conocíamos, mientras que en lo personal, cuenta, atravesó un apagón creativo, abandonó ese disco de canciones tecno que venía planeando y comenzó a dedicarse a la carpintería y a crear música por encargo para audiovisuales mientras trataba de ver cómo seguir. Es sábado por la tarde en un bar frente al Parque Lezama, y de todo eso habla cuando de pronto se interrumpe y señala la calle: “Mirá quiénes aparecieron”, dice. Por la ventana se los ve de golpe a Ironman y Spiderman en trajes rollizos intentando levantar un auto que esperaba frente al semáforo en rojo de una de las esquinas del parque. Entretenido con los héroes de goma, que tras el fracaso de su demostración de fuerza se rascan la cabeza y hacen un movimiento con sus brazos como diciendo que no, lo sienten pero no van a poder, Pablo sonríe en un gesto que recuerda al tío que mira la rueda de la carreta en Amarcord, y lo que venía contando parece completarse con la escena. Ya lo cantaba en la canción “Ahá mhm”, de su disco anterior: “Si todo lo que hacías te venía saliendo tan bien/ y todas las baldosas que pisabas te decían okey/ Ahora que se vino el maremoto, ¿dónde está el timón?/ Pues todo lo que estaba en su lugar ahora desapareció”.
Pero La Cabaña Destrozada, finalmente editado en octubre de este año, valió la espera: ocho canciones donde lo romántico, lo surreal, lo personal y lo político dan forma a treinta y siete minutos que se multiplican de manera adictiva con cada nueva escucha. “No amainó mi canto/ ni obedecía destino”, es lo primero que se lo oye cantar en el disco tras un pasaje de lo acústico a lo electrónico que resuena como una caminata sin brújula entre la intimidad de la cabaña y el fulgor de la discoteca. “Esa letra fue la última que escribí, un día antes de grabarla. Cambió bastante la idea de lo que pensaba que podía ser a partir de la música, pero con esa primera línea, que de alguna manera remitía a esos ocho años de silencio, se impuso como el comienzo”, cuenta, y agrega que la idea de un viaje entre una cabaña destrozada y una discoteca ya se la había planteado en El Beat de la Cuestión: “Originalmente estaba obsesionado con que El beat… fuera doble. Uno iba a ser ‘La cabaña’ y el otro ‘La discoteca’, pero había muchos temas de un lado y pocos del otro, y en un momento tuve que decidir entre terminar un disco que existía o dos que no iba a terminar nunca. A partir de eso quise que el siguiente fuera más electrónico, pero ese fue el disco que quedó sin hacerse, y hace un par de años empezaron a aparecer las canciones que terminaron en La Cabaña Destrozada. Que tiene mucho de electrónica, pero no como algo frío sino más bien como algo que viene del recuerdo de ser chico y estar en esos bailes con canciones de Pet Shop Boys o New Order, con ese tecno que es a la vez melancólico. Esa combinación me encanta, algo que te llega de manera profunda pero a la vez tiene eso como de… bueno, de discoteca”.
Hay también algo de su arte en la escena de los superhéroes que de golpe se mete en la conversación, algo de ese avanzar en la bruma de lo cotidiano para llegar a la sencillez de una canción que encuentra en una frase o un sonido inesperado la clave de la belleza. O de la emoción: “Sé que tengo una canción cuando me pongo a tocar por tocar la guitarra y de golpe aparece el llanto”, cuenta, pero su música no se regodea en ese sentimiento sino que parte de ahí para retomarlo como en un caleidoscopio con formas en constante movimiento. Algo de todo esto ya podía avistarse en su primer trabajo como solista, El festival del beso, que lanzó en 2010 tras diez años junto a Pablo de Caro, Maximiliano García y Nazareno Gil en esa armada psicodélica de principios de siglo que fue Mataplantas. Editado de manera artesanal en cajas de cartón corrugado que él mismo cortaba (“Tardaba cuarenta minutos con cada uno así que hice un video para que cada quien pueda armar su disco”, ríe), El festival del beso instaló a Malaurie, banjo y teclado de juguete en mano, como una de las apariciones más originales en la escena local a partir de una voz distinta a todo, un falsete teatral de dolor y dulzura fantasmal inspirado en los solos de voz de ópera que su abuela inventaba mientras lavaba los platos.
“Cuando tenía quince años con mis viejos nos fuimos a vivir a lo de la abuela Pichina”, recuerda. “Era un caserón importante en pleno centro, ella había venido con mi abuelo desde el campo, después viajaron a Europa, y para mí todo eso era como la aristocracia pura. Mi tío, que vivía con la abuela, tenía su cuarto de herramientas, y ahí dormía yo. Y la abuela, mientras lavaba los platos con su cofia de red, hacía de golpe estas operetas donde cantaba cualquier cosa. Era increíble, yo no entendía nada. Después esa voz me surgió primero con Mataplantas, pero para mí era como un chiste de imitar a Libertad Lamarque cantando adentro de un vaso (agarra su vaso de cerveza a medio terminar y canta un falsete adentro), hasta que me dije ‘Pará, esto es la abuela Pichina’. Era igual”.
Las canciones de El Festival… llegaron al músico japonés Yusuke Nagai, que le propuso editar el disco en su sello Low Vol, y al francés Vincent Moon, creador de La Blogotheque, quien tras registrar de manera casera en video a bandas de diferentes partes del mundo (entre ellas a los R.E.M. tocando en una casa vacía o a los Arcade Fire en un ascensor), viajó a nuestro país para grabar a Pablo cantando de noche en una plaza en Villa Crespo frente a familias que bailaban en ronda o rolingas en cuero que se acercaban para escuchar con atención sus falsetes surrealistas. Y ese video llegó a su vez al director Catalin Mitulescu, quien también viajó al país para conocerlo y finalmente invitarlo a Rumania para que escribiera durante cincuenta días la música de su película Loverboy (2011) –luego nominada en Cannes–, en la que además le dio un pequeño papel inspirado en un personaje real: “Era un personaje marginal basado en alguien que vive en Hârșova, un tipo que se estaba por casar pero lo plantaron en el altar y enloqueció, y a partir de ahí quedó viviendo en la calle y cantando por el pueblo”.
El beat de la cuestión (2013), su siguiente trabajo, lo encontró dando un paso más allá desde el banjo hacia guitarras entremezcladas con tintes electrónicos y letras donde el corazón marcaba el pulso mientras expandía su universo poético. “Necesito una canción para este momento/ una de esas que develan lo que está pasando”, cantaba en “Interferencias Totales”, una de las grandes canciones de la década que pasó: “El de las letras es el proceso que me resulta más costoso”, cuenta. “En general no tengo una idea de lo que van a hablar, siempre empiezo por algo sonoro como onomatopeyas en las que después calzan palabras que a la vez sugieren otras, y así empiezan a imantar las ideas”.
Ese método lo retoma y multiplica en La Cabaña Destrozada. Producido por Mariano Manza Esaín, el disco cuenta en su tapa con fotografías de Juan Larrazabal intervenidas por el artista plástico Federico Lamas (que a la vez realizó una serigrafía para la portada del corte “Enfriamiento Global”) y colaboraciones de Cho Wa en bajo eléctrico, Nacho Choro en violines, Nuria Sol Vega en coros o su compañero en Mataplantas Maximiliano García en sintes. Y así como en su disco anterior citaba a Pappo y Manal, en este se da el gusto de referenciar a Dárgelos con sus inflexiones de boleros psicodélicos o a Litto Nebbia y Tanguito en esas hipnóticas derivas tarareadas sobre dos acordes en una acústica, acá tamizadas por texturas electrónicas. Todo a partir de una calidez que no esquiva el humor y en las que lo romántico (“Viniste”) se cruza con lo político y lo algorítmico (“Ser o Libre”) mientras se permite en un verso poner en duda algo que había asegurado muy convencido en un verso anterior (“Lo que sea que me hayas dicho”) o pinta viñetas de la escena actual antes de despacharse con una genial fantasía bailable (“Adrián”). “Dárgelos hoy en día me parece el número uno, me fascina lo que hace con las palabras. Y Nebbia y Tanguito desde ya, me encantan, de hecho ya había una referencia a Tanguito en el disco anterior. Y también tomé cosas de Jeanette, la que canta esa canción que dice (la imita) ‘Hoy en mi ventana brilla el sol/ y el corazón/ se pone triste contemplando la ciudad’. Esa canción es perfecta, cómo está cantada, cómo está grabada, ¡todo!”.
Además de dos simples que anticiparon ese disco electrónico que no fue –La Novela (2014) y Frequence de L’Oreal (2017)– y de realizar la banda de sonido para una serie de documentales sobre género y diversidad o escribir canciones para las escenas de sueños de la película Cuernavaca, estrenada en 2017 con el protagónico de Carmen Maura y la dirección del mexicano Alejandro Andrada Pease (a quien conoció en la filmación de Loverboy), en el medio de esos ocho años también tuvo lugar el regreso de Mataplantas tras casi una década en la que sus integrantes expandieron el imaginario de la banda en sus proyectos personales. “Las buenas bandas no se separan, se multiplican”, les dijo una vez Manza, y si hay algo más allá de la obsesión por el detalle y el gusto por las melodías que se sostuvo en los proyectos de los integrantes de la banda durante la década pasada –tanto lo de Malaurie en sus discos solistas como lo de Pablo De Caro en Cosmo o Maximiliano García con El Hipnotizador Romántico–, fue ese profundizar en la idea de entender a cada disco como un juego musical sin reglas preestablecidas.
¿Cómo entra esa idea artesanal en una industria organizada por ceros y unos (o “Xerox y humos”, como canta en “Ser o Libre”)? “Yo quiero ser un hiphopero/ quiero meter un hit yo, pero/ ella me dijo así sin más ‘Lo siento’” rapea en “Lo que sea que me hayas dicho”, para luego dejar asomar una voz ya robotizada a su pesar (“Creo que no quiero quedar bien/ ni complacer tus algoritmos”) y terminar en cuatro minutos instrumentales de un cyberpunk apocalíptico. “Estamos en una era en la que te come la saturación, no existen los espacios vacíos, pero… ¿qué vas a hacer para mostrar lo tuyo, ponerte a los gritos en las redes?”, apunta. Lejos de eso, en sus melodías cálidas y letras que brillan en significantes corridos de lugar como quien reordena a gusto las piezas de un relicario del nuevo siglo sobre una repisa, La Cabaña Destrozada resultó una de las más gratas apariciones discográficas del año. “A veces se hace difícil sacar algo en este contexto, y a eso sumale que soy muy crítico con lo que hago. Pero decidido a seguir, en algún momento de la grabación me di cuenta de que ese viaje entre la cabaña y la discoteca de alguna manera definía lo que hago, eso de ir de lo acústico a lo electrónico y todo lo que pueda salir de esa mezcla. Y a la vez me parece interesante que una canción te pueda hablar en tiempo presente y después ver cómo eso se sostiene o se resignifica. Con la limitación de las lecturas que podés hacer del presente en el momento, sin distancia, ¿no? Pero me gusta que en las canciones haya un registro de hoy”.