El estremecimiento que produjo en nuestra vida colectiva la manifestación ciudadana del 19 y el 20 de diciembre de 2001 tuvo una envergadura que es difícil exagerar, tanto si se la mide por sus ostensibles efectos inmediatos como si se lo hace por sus frutos ulteriores de fuerte politización de nuestras relaciones: por la secuela, ampliamente democratizadora, de asambleas, reuniones, formas nuevas de habitar los parques y las plazas y las esquinas y los bares y las fábricas recuperadas de la ciudad y acaso de un puñado de ciudades del centro económico y político del país en los meses subsecuentes, y por el modo en que todo eso impactó sobre la dinámica política del país en los años que siguieron. Lo que quizás valga la pena volver a subrayar, en este vigésimo aniversario de esos acontecimientos, es lo difícil que en su momento resultó y que aún resulta pensar qué fue lo que pasó, exactamente, en esas dos jornadas tan intensas. O mejor: pensar cómo pensar, pensar con qué instrumentos conceptuales dar cuenta de lo que ocurrió en esos días y en los que siguieron. En relación con los sonoros hechos de mayo de 1968 en París, Michel de Certeau se preguntó una vez: ¿cómo pensar la conmoción cuando las categorías con las que pensamos forman parte de lo que se conmovió? Algo de eso ocurrió por aquí a fin de 2001, y es posible que sea justo por eso, justo a causa de esa conmoción o ese derrumbe, no solo de un gobierno insensible, incompetente y conservador, sino de un cierto modo de pensar las cosas, que la propia “cosa” que aquí se trata de pensar se nos haya vuelto, todo a lo largo de estos años, tan inapresable.
Tal vez dos preguntas sean las que hayan recibido, a lo largo de estos veinte años, las respuestas más variadas y contrapuestas. La primera es la que busca determinar cómo deberíamos calificar esa manifestación de aquellos días de diciembre de 2021 que hoy recordamos. Hasta hoy las interpretaciones que se disputan la correcta intelección de ese fenómeno pueden dividirse entre las que lo califican como un hecho político, frente a la “anti-política” de unas instituciones esclerosadas y de una actividad gubernamental colonizada por los intereses corporativos, las retóricas televisivas y las exigencias de los acreedores del país, y las que lo caracterizan (para celebrarlo o para condenarlo) como un hecho anti-político, porque identifican la política (para condenarla o para celebrarla) con las instituciones cuyo funcionamiento esa manifestación buscaba cuestionar. El dilema, desde ya, no tiene salida, porque constituye una expresión de la contraposición entre dos maneras diferentes de entender la política misma, a la que una de esas interpretaciones identifica con el movimiento instituyente de nuevas situaciones en el mundo y la otra con el orden instituido que ese insolente movimiento viene a amenazar. Señalemos apenas el gran interés que tiene el esfuerzo de Camila Cuello por salir de este atolladero levantando, en su notable ¡Que se vayan todos!, de reciente aparición, la idea diferente –y mejor– de que el carácter político que en su opinión sí corresponde atribuir a aquel acontecimiento no está tan asociado a su capacidad disruptiva de un determinado orden instituido –o “policial”, como se decía entonces en la jerga bien reconocible de cierta zona de la filosofía política francesa– sino al modo en que en él un sujeto colectivo se manifestaba en el espacio público a través de la acción y de la palabra.
La otra pregunta frente a la que se multiplican las respuestas discordantes es precisamente la que busca saber cuál fue ese sujeto de lo que ocurrió esos días. Y por cierto que aquí tampoco es fácil encontrar grandes acuerdos. En primer lugar, porque si algunas interpretaciones del “acontecimiento” decembrino tienden a pensarlo como una manifestación de la vitalidad de un sujeto colectivo al que insisten en dar el nombre algo mitológico –aunque ciertamente no carente de interés– de “pueblo”, otras, sensibles a las primicias que traían en esos años las corrientes más renovadoras del pensamiento político europeo, preferían suponerlo una expresión de una menos homogénea y más seductora “multitud”. ¿Pero dónde quedaban, en esta empobrecedora querella interpretativa, los preciosos párrafos en los que Raúl Scalabrini Ortiz y Ernesto “Che” Guevara nos enseñaron –antes de que lo hicieran las más sutiles teorías contemporáneas sobre el populismo– que el pueblo podía ser uno sin dejar de ser al mismo tiempo múltiple, “multifacetado”, polícromo, plural? En segundo lugar, porque si algunas lecturas de lo que había pasado querían imaginar una mágica unificación entre la causa de los trabajadores desocupados y la de los ahorristas “acorralados”, otras se obstinaban en hacer apenas a estos últimos, impacientes golpeadores de utensilios de sus cocinas de clase media, los dueños del sentido de una acción que estas interpretaciones veían calcada sobre el fondo del más convencional golpismo de décadas pasadas. Desde luego, las interpretaciones del sentido mismo del acontecimiento varían al compás de estas apuradas sociologías, que se equivocan por igual en su suposición de que el sujeto de una acción política puede precederla y explicarla, y no ser más bien él mismo el resultado de lo que esa acción despliega en su andadura.
¿Qué fue diciembre? Todo eso. Todo eso junto y formando un nudo de significaciones diversas que solo las interpretaciones pueden, cada una a su manera, desenmarañar. Por eso, de lo que se trata es de prestar atención a los modos en los que las exégesis posteriores a los hechos consiguieron construir para ellos ciertos sentidos más bien que otros, ciertas “lecturas” más bien que otras que también eran posibles. Porque podría haber habido (mejor: porque hubo, aunque no tuvo la fortuna que en otras circunstancias, o en circunstancias juzgadas de distinto modo por los actores que actuaban en su seno, pudo haber tenido) una interpretación de derecha, neo-liberal o lo que se quiera, de “lo que la gente reclamaba” en aquellas jornadas, y hubo, y fue hegemónica, porque la política la volvió hegemónica, una interpretación que recoge el tono de epopeya que tiende a primar en las reconstrucciones que circulan sobre ellas. No estoy diciendo que lo que haya sido diciembre dependa de lo que después se haya conseguido contar eficazmente sobre aquello; estoy diciendo que en diciembre convivieron todos los sentidos y todos los actores que hoy se disputan el derecho a proponer su particular lectura de los hechos, y que es por eso que diciembre es todavía un problema para nuestras luchas políticas presentes. De esas luchas, una de las que a este escriba le parecen más relevantes es la lucha por construir una democracia cada vez más democrática, es decir, más participativa, y en el camino hacia la construcción de esa democracia participativa tenemos todavía mucho que pensar y que aprender de las enseñanzas que nos dejan aquellas intensas jornadas de diciembre.
* Universidad Nacional de General Sarmiento.