Macabéa, la última protagonista de Clarice Lispector, era pre-escritora. Copiaba los libros en su máquina de escribir, pero nunca tuvo la chance de escribir ninguno. Quería ser estrella de cine, pero estaba predestinada a estrellarse apenas en el cielo. Macabéa fue engañada por Madame Carlota, la tarotista que le leyó la cara, las ropas y la miseria y la hizo sentir embarazada de futuro. Pocos segundos después, el Destino festejaba mientras sufría un aborto al cruzar la calle y se acostaba en posición fetal. Se la recuerda por sus últimas palabras: “En cuanto al futuro.”
Como un ladrillo que cae desde una obra en construcción, Macabéa entorpecía al tránsito de las calles de Rio de Janeiro mientras moría entre el gentío. Tosía sangre y ensuciaba la vereda; intentaba llamar la atención de los peatones que se acercaban a mirarla y, sobre todo, la del hombre que conducía el Mercedes-Benz, el que la hizo caer. La verdad es que no llamó tanta atención —o por lo menos no suscitó la suficiente como para movilizar a alguien. Si hubieran existido los teléfonos celulares en el día de su muerte, su cuerpo habría sido retuiteado y compartido en los stories. Esa multitud que paró a su alrededor, apenas para esperar a que el semáforo cambiara de verde a rojo, era mayor a las que se contaban en cualquier entierro, aún en los anunciados en la primera página de un diario.
Nadie supo por qué cruzaba la calle. Con apenas diecinueve años, ya había logrado una vida de desgracias como para un libro reconfortante: era huérfana, virgen, solitaria y nordestina en el sureste de Brasil. Ella misma decía que Rio era una ciudad hecha entera contra ella y buscaba algún lugar que no lo fuera desde que se había marchado de Alagoas. No tendría por qué cruzar la calle en la ciudad donde hasta Cristo eligió vivir por la garota de Ipanema. No había lugar para mujeres como Macabéa.
Jamás se perdía un programa de la Radio Reloj, pero odiaba que pasara el tiempo. Se recuerda el espejo ordinario del baño de la firma de los representantes de roldanas; después de ser despedida se miraba y pensaba: tan joven y ya con herrumbre. Sus ideas eran tan oxidadas que salían por sus poros y le robaban el aire de los suspiros de su novio Olímpico, que la dejó por su mejor amiga Gloria.
La única suerte que tuvo en la vida fue haber sido descubierta por Rodrigo S.M., que la narra. El dice que todo en el mundo empezó con un sí, y justo dijo exactamente eso sobre la mujer que solo recibía un no. La hija perfecta de un país que nació de una violación tras otra, sin que alguna vez alguna mujer tuviera tiempo de decir sí. En un intento generoso de darle vida a esa mujer que tuvo un obituario en lugar de un registro de nacimiento, escribe frases que no serían ridículas si fueran sobre otra persona: “Porque tengo derecho al grito. Entonces grito.” Macabéa era tan pobre que no era necesario cortarle las cuerdas vocales porque no pensaba en gritar.
Aun con los esfuerzos de Rodrigo, Macabéa sigue siendo odiada por los amantes de la literatura brasileña. Lo peor que pudo hacer la pobre fue morirse: además de molestar el tránsito ficcional, le cavó la cueva a Clarice Lispector y sus manos creadoras. La escritora, después de pasar por Ucrania, Recife, Nápoles y Maceió, solo pudo encontrarse en Rio de Janeiro.
La hora de la estrella fue lo último que escribió. No estuvo viva para verla publicada. Dijo, en su última entrevista, que no se consideraba escritora. ¿Y qué puede cargar el nombre Lispector además de poesía? Un escritor desamparado de las palabras no tiene propósito y tampoco refugio. Busca tarotistas para tirarse a la suerte. Pide socorro.
Intentó salvarse la vida creando a la versión más mugrienta de sí misma y cayó en un pozo donde la única salida era ser atropellada por un Mercedes-Benz. Quiso gritar pero no pudo decir nada. No calla, pero tampoco habla. Macabéa, con sus ovarios secos, le escribió la sentencia a Clarice, que murió de cáncer de ovario a los pocos días de terminar el libro. Su marido dice que el mejor epitafio que podría tener era convertirse en su propia ficción. Pero quien la lee de lejos se da cuenta de que fue el camino inverso - es necesario salir de la isla para ver la isla.
Clarice Lispector murió el 9 de diciembre de 1977 y Brasil la recuerda con cariño todos los días desde entonces. Y recuerda siempre su última frase escrita: no olvidar que, mientras tanto, es tiempo de frutillas.