Para quienes vivieron aquellos días de diciembre del 2001 las imágenes se amontonan seguramente de manera desordenada: manifestaciones, acciones callejeras, saqueos, cacerolazos, represión y muerte. En la Capital, pero también en Córdoba, Mar del Plata, Mendoza, Neuquén, Paraná, Rosario. No fue una situación aislada. En esos días previos a las fiestas de fin de año lo que estalló fue la furia, el desconcierto y la desesperación de muchas personas que venían padeciendo graves situaciones de exclusión y que canalizaron la protesta de la manera que pudieron, sin organización que las contuviera, sin suficiente institucionalidad que las acogiera aunque hayan existido también espacios sindicales que se sumaron a la protesta. Alguien hablará también del vandalismo y del delito. Es verdad. Esa no fue la característica matriz. Pero ningún hecho se puede entender si a la par de la demanda desesperada y cristalizada en imágenes de violencia, no se analiza la gravedad de la crisis política e institucional, la ausencia de caminos y recursos para acoger, contener, comprender y dar respuestas.

Quienes hoy transitan años de juventud solo tienen referencias aisladas, probablemente imágenes sueltas o relatos fragmentados de aquellos episodios de la Argentina reciente. Aunque en la base de muchos de los problemas actuales persistan varias de las razones que generaron aquella coyuntura, ahora el escenario es otro, distintos los actores e incluso los mismos se han reconfigurado y ocupan posiciones diferentes. Tampoco sería posible comprender lo que sucedió en aquellos días sin recuperar la memoria histórica. En primera lugar los tristes días de la dictadura cívico-militar que nos asoló desde 1976 con todas las consecuencias que se prologaron en el tiempo. Pero también los fracasos posteriores de “la política” para revertir aquella situación y que tuvo en los gobiernos de Carlos Menem (1989-99) y Fernando de la Rua (1999-2001) sus concreciones más perjudiciales para la ciudadanía, especialmente para los sectores populares.

Aunque no es posible hacer una equivalencia perfecta –y no serviría actualmente como categoría analítica- para ayudar a la comprensión de quienes no vivieron aquellos días aciagos, “la grieta” a la que hoy se suele hacer referencia, tiene al mismo tiempo raíces en esos días del 2001.

Pero fueron también tiempos de renovada participación. “Diciembre de 2001 representó un momento de intensa participación política en todo el país y se revalorizaron nuevas formas de organización social: los nuevos movimientos sindicales y de trabajadores desocupados que habían surgido en los años noventa, las fábricas recuperadas, las organizaciones sociales, los colectivos culturales y de comunicación. Luego, nacieron asambleas barriales y otras nuevas formas de organización política, económica, social y cultural”, describieron Manuel Barrientos y Walter Isaía en su libro “2001. Relatos de la crisis que cambió la Argentina” (Editora Patria Grande) que diez años después de esos acontecimientos recogió interpretaciones, análisis, debates y vivencias de un número importante de quienes protagonizaron aquellos hechos.

Un intento político-religioso: el Diálogo Argentino

La consigna “que se vayan todos” se convirtió en un grito que transversalizó las protestas más allá de las banderías y los posicionamientos ideológicos. Era la expresión del repudio a la institucionalidad política y a sus representantes. De alguna forma también expresó el rechazo a la democracia que no había logrado respuestas para satisfacer la calidad de vida de las personas.

En mayo del 2001, los obispos católicos reunidos en asamblea plenaria, habían llamado la atención sobre “la sensación generalizada de abatimiento y desilusión” que afectaba a la población reclamando reacción de la dirigencia política y convocando a la ciudadanía a buscar soluciones creativas desde “la familia (…), el barrio, el municipio, el trabajo y la profesión”.

En diciembre y ya frente a la inminencia de la crisis, el representante residente de Naciones Unidas en la Argentina, el español Carmelo Angulo, que mantenía relación con las autoridades eclesiásticas con la directa cooperación del periodista José Ignacio López –ex vocero de Raúl Alfonsín-, le acercó una propuesta al gobierno del presidente de la Rúa a través de su Jefe de Gabinete, Christian Colombo. La misma consistió en el armado de una gran mesa de concertación con amplia participación y con la finalidad de elaborar un “Plan nacional de emergencia”.

El 19 de diciembre de 2001, con la crisis en marcha, la sede de Cáritas en Buenos Aires, sobre la calle Balcarce, a 200 metros de la Casa Rosada, fue el punto de encuentro de representantes del gobierno, sindicalistas, banqueros, empresarios, políticos y representantes de la sociedad civil bajo la coordinación y facilitación del obispo Jorge Casaretto. ¿El propósito? La búsqueda de consensos y la elaboración de políticas sociales que hicieran frente a la crisis. A lo largo del proceso serían convocadas más de trescientas entidades de diverso tipo. Un documento de la secretaría técnica del Diálogo Argentino consignaba entonces que “la Iglesia se ofreció como ámbito espiritual animador del ejercicio para rehacer los vínculos sociales de los argentinos, mientras el PNUD contribuiría con su experiencia y capacidad técnica y profesional en la organización, gestión, análisis y logística”.

En paralelo, por otra senda institucional y luego de la renuncia de Fernando de la Rua a la presidencia, se sucedieron los mandatarios hasta que Eduardo Duhalde se hizo cargo del Ejecutivo del 2 de enero de 2002.

En primera instancia, Duhalde también apostó al Diálogo Argentino como una herramienta posible para la concertación y la búsqueda de alternativas. Pero no solo había que generar ideas de políticas públicas con perfil social y atendiendo a las urgencias, sino que era preciso edificar condiciones e instancias de diálogo y construcción colectiva entre actores muy disímiles, muchos de ellos afectados por la gravedad de la crisis y otros alineados con los causantes de la misma.

El proceso se agotó después de muchos esfuerzos a lo largo del 2002. La jerarquía católica aspiraba a que el entonces presidente respaldara de manera clara y concisa las llamadas “bases” elaboradas a partir de los intercambios. Duhalde no logró apoyo político suficiente para ello. Entre los logros, además de amortiguar el impacto de la crisis, surgió el Plan Jefes y Jefas de Hogar que, años más tarde, daría pie a la Asignación Universal por Hijo (AUH).

Fue un aporte para salir de la crisis. Pero, como bien lo señaló tiempo después la economista Cristina Calvo, quien fuera directora nacional de Cáritas y en esa calidad integrante del triunvirato que coordinó el Diálogo Argentino, “pareciera que con el crecimiento económico se solucionan los problemas, pero la reconstrucción de la institucionalidad democrática y la inclusión social siguen pendientes”. Hasta hoy.

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