Esto es verdad: el 3 de diciembre de 1976 –dos días antes de que tuviese lugar y sonido el festival Smile Jamaica– una banda de pistoleros entró en la casa de Bob Marley, y abrió fuego contra el rey del reggae, su esposa y su manager. Hubo heridos, no hubo muertos, se habló de cuestiones políticas, y cuarenta y ocho horas después Marley cantó aquello de “I Shot the Sheriff” frente a ochenta mil fans. En seguida, por las dudas, se autoexilió por un par de años en Londres.
Cuarenta años después se traduce en España esta novela nada breve, cuyo punto de partida es ese turbio y nunca del todo aclarado incidente. Y que ha significado la consagración internacional de Marlon James (Kingston, 1970, hijo de abogado e inspectora de policía), autor de dos títulos anteriores muy elogiados: John Crow’s Devil (rechazada por setenta editoriales antes de ser aceptada) y The Book of Night Women, en los que ya descollaba por su manejo de voces y acentos.
Y el entusiasmo está justificado y la buena y justa noticia es que Breve historia… se llevó el último premio Booker. La mala e injusta noticia es que Perfidia de James Ellroy, publicada también en el 2014, ni siquiera figuró en la long list del galardón. Problemas de ser considerado por el establishment apenas un escritor de género noir.
Porque –más allá de sus méritos más que obvios e incuestionables y aunque James agradezca al Mientras agonizo de William Faulkner como antecedente– James le debe mucho a Ellroy y a su frenético método polifónico para orquestar lo público con lo privado, la verificado con el rumor, lo conspirativo con lo paranoide y la manera en que las zonas oscuras de la Historia (a James no le preocupa tanto la ya demasiado documentada influencia UK sino las corrientes más subterráneas llegando a Jamaica desde USA) pueden resultar en luminoso territorio donde cultivar y fumarse adictivas ficciones mientras se dispara al aire y a quemarropa.
Más allá de todo lo anterior, lo interesante aquí es la astucia y la inteligencia con la que James se despega de los facilismos pintorescos y folk a los que suelen aferrarse los escritores caribeños para optar por una mirada tan visionaria como alucinatoria que lo acerca a otros especialistas en violencias y en violentos como V. S. Naipaul, Robert Stone, Don DeLillo y Denis Johnson. La droga du jour será la lentificante marihuana, sí; pero en más de un momento parece que se han repartido ingentes cargamentos de anfetamínica cocaína de esa que te hace hablar sin parar procedente de los laboratorios Elmore Leonard & Quentin Tarantino. Y, sí, Breve historia… —tan The Wire y tan Oliver Stone— ya está siendo adaptada para la HBO por el propio James mientras juguetea con la idea de cartografiar “un Juego de tronos negro transcurriendo en los oscuros imperios africanos contemporáneos a la Edad Media europea”.
Mientras tanto y hasta entonces, más próximo pero igual de mítico, James viaja sin rumbo fijo (por momentos todo parece a punto de descarrilar en un exceso que, aunque pueda llegar a agobiar o confundir a un lector acostumbrado al más esquemático en estas lides Don Winslow, no es otro que el del excesivo entorno que describe) y se escuda, ya de entrada, en el epígrafe de un proverbio local que envuelve todo en el humo más mareante y desorientador: “Si no va así, anda muy cerca”.
Y, sí, todo anda y suena marcando el ritmo firme pero sinuoso del reggae. Y Marley (su nombre no aparece en toda la novela y su figura invocada, como si se tratase la de un Dios omnipresente, es la de “El Cantante”) es una sombra primaria bajo la que busca cobijo y escondrijo un poderoso reparto coral de trece testigos principales y una avalancha de unos sesenta declarantes secundarios más o menos fiables. Cada uno con su propia manera de expresarse y –Ellroy otra vez– más que dispuestos a dar cuenta de tiempos convulsos. Entre ellos, los sicarios con pretensiones de samuráis que entran al santuario del clan Marley y a los que James dota de dicción espasmódica y nombres que van de la onomatopeya al dibujo animado pasando por el western: Bam–Bam, Josey Wales, Llorón, Demus, Heckle, Funky Chicken y algún otro. I Shot the Singer y siete de ellos y unos cuantos más no van a llegar vivos al final del libro, dos décadas después de los disparos de largada, en una Nueva York que es una jungla. Pero antes del recuento final de cuerpos sí van a dar mucho de sí y a hablar demasiado mientras se les suman capos mafiosos, agentes de la CIA, periodistas de Rolling Stone (uno inspirado en el ahora director de cine Cameron Crowe), políticos corruptos, contratistas de mano de obra para el cartel de Medellín, adictos, groupies, un especialista en explosivos cubano, chicas en fuga, detectives salvajes y hasta un muerto comentando desde la tumba. Todos pasando de un inglés internacional a un patois jamaiquino (la decisión editorial de intentar reflejar esto cubanizando la traducción de Javier Calvo con los aportes de Wendy Guerra es tan arbitraria como irreprochable). La sensación es la de ser arrasado por un huracán de rastas y restos hacia un agujero negrísimo que –inventado por James sobre las calles verdaderas de Tivoli Gardens– se llama Copenhagen City y que no es otra cosa que la versión alternativa de esos guettos/suburbios de las afueras de Kingston con nombres como Tel Aviv, Gaza, Spain y Angola. Nombres lejanos importados e injertados en una geografía que no tiene mucho que ver con la original a no ser en las marcas y calibres de esas armas a las que nunca se les dice adiós porque siempre te están diciendo hola mientras alguien te canta y te ordena aquello de “Get Up, Stand Up”.
Y más te vale obedecer mientras, en algún bajo fondo de L. A., el demoníaco James Ellroy ladra y muerde.