Cuando entré a la muestra de Jazmín Dubourg y me acerqué a sus cuadros, sentí el mismo impacto que me sorprendió en el MACRO de Roma, en marzo, ante la instalación de Anish Kapoor. No porque las obras tengan algún parecido sino porque me levantó en el aire la impresión de estar ante una artista que pisa un territorio que sabe que es suyo, una artista con instinto y con aura.

Es la primera vez que Jazmín Dubourg muestra en una galería que apuesta por sus artistas y sale a compartir el espacio con otras tan importantes como Ruth Benzacar, Elsi del Río, Gachi Prieto, La Ira de Dios, Nora Fisch, Slyszmud, por mencionar algunas de las más activas en la movida artística que se produce desde hace un par de años en Villa Crespo. En galpones, casas de alto, PH y viejos depósitos o talleres mecánicos, proliferan residencias de talentos emergentes, colectivos de disciplinas experimentales, y conforman una comunidad joven y variopinta de plásticos, diseñadores y creativos.

Los cuadros de Jazmín Dubourg muestran distintas facetas: en su mayoría, una serie de collages de colores vistosos que la artista hace jugar con elementos que recorta y recopila de diarios, revistas, publicaciones diversas o algún volante que trae de la calle y de su mundo interior como beachcomber que es. Los beachcombers son aquellos que rastrillan las playas desiertas o vacías al final del día y van recogiendo los objetos olvidados o descartados por los visitantes diurnos. A estos tesoros les dan un nuevo valor. Los variados elementos que elige Dubourg, combinados con leyendas o frases desopilantes, logran una expresividad brillante y fresca. No hay un centro, hay relatos dentro de los relatos que se manifiestan sin jerarquía dominante. Cada elemento del collage es una forma de la realidad, fortuita y determinada. Por momentos, parece tentada por el barroquismo para marcar una diferencia en el talante o ánimo, pero nunca cierra, siempre deja un movimiento por hacer. No hay vacilación en la expresión, la va modulando y refinando hasta que, en el momento justo, provoca una sonrisa sardónica, con intención. No hay dudas de que un mundo interior profuso se manifiesta, pero al mismo tiempo, en esa sensibilidad con el montaje, incluye al observador y entabla una política con el afuera; abre un diálogo posible desde su composición o desde los fragmentos con cuestiones que rozan a cualquier espectador. 

La autora de esta obra es una productora compulsiva. Desde muy chica dibujó y pintó –el arte como conexión más directa con el mundo– y lo seguiría haciendo aunque no tuviera la oportunidad de hacerlo público. Sin embargo, ahora la galería ArtePar le da la posibilidad de entrar en el ruedo al visibilizar su obra y ponerla en circulación, al mismo nivel (a la par) de la que se expone en otras galerías. La valida. La Fundación Par tiene un lema: A igual capacidad, igual oportunidad. Vale decir, la capacidad manifiesta de una persona merece igual oportunidad para que sea reconocida de igual forma. Si la curadora que recibe las propuestas considera que una es buena, seleccionará el cuerpo de trabajo que conformará la muestra. En su labor de inclusión, con su lema “no me des la mano, sacámela de encima”, quieren valorizar los derechos de artistas con discapacidad y propulsar la autonomía; pero van un paso más allá, intervienen en la realidad de manera concreta al habilitar la puesta en valor de la obra, al conectarla con el público y también con otros artistas. Se inscriben en la Noche de los Museos (un evento originado en Berlín en 1977 y que en Buenos Aires, desde su inicio en 2004, ha aumentado su concurrencia de 35.000 a  750.000), y en el recorrido que proponen Gallery Nights y Gallery Day; además, la obra será itinerante y es muy probable que en el futuro pueda mostrarse en otras galerías.

Pienso en Vivian Maier y en la cantidad de fotografías que hizo mientras trabajaba como nanny y paseaba a hijos de profesionales de Chicago. Hoy se exhiben en museos de todo el mundo (precisamente se está mostrando en FoLA –Fototeca Latinoamericana– en este mes). No se conocieron hasta que un joven, John Maloof, rescató de un remate una serie de miles de negativos sorprendentes, rastreó el resto y se convirtió en curador y divulgador de su obra. Maier no hizo nada para darlas a conocer: sólo se dedicó a hacer fotos en cada salida diaria, y vale aclarar que si murió en el anonimato en 2009 no fue porque ignorara los circuitos que pueden hacer pública una obra. Se dice, por los testimonios de las personas que la conocieron, que era muy reservada, y que muchos artistas no saben defender o posicionar su obra. También, como Jazmín Dubourg, acopiaba revistas, diarios y publicaciones (Maier en una habitación abigarrada en el altillo de una casa de familia, donde vivía). Mientras se la compara con Diane Arbus como street photographer, la pregunta por si ella hubiera querido que se conocieran sus fotos nos deja con la especulación o la incertidumbre. Sin embargo, la imposibilidad de la respuesta incita a pensar en el hecho creativo como un acto reflexivo que en algunos casos puede ser suficiente, por qué no pensar que puede volver sobre sí mismo sin necesidad de trascendencia o de reconocimiento. Un gesto, una forma de vida.

Creo en el arte como una conexión con la experiencia fuera del sentido común. Cuando me alejo de la muestra, los cuadros de Dubourg reverberan con intensidad ligera y contagiosa.

Shock, de Jazmín Dubourg, en Espacio ArtePar, Thames 808, hasta el 8 de junio. Vivian Maier, en FoLa, Godoy Cruz 2620, hasta el 11 de junio.