El barítono estadounidense Leonard Warren subió a escena en el Metropolitan de Nueva York el 4 de marzo de 1960 para cantar su rol de villano en una ópera de Giuseppe Verdi. En la segunda escena del tercer acto, Warren cantó un aria y quedó quieto unos segundos. Se desplomó sobre el escenario, algo que no estaba indicado en la obra. La función se detuvo y no hubo manera de reanimarlo. Tenía 48 años y acababa de sufrir una fulminante hemorragia cerebral. El aria que había cantado en sus últimos instantes de vida era “Morir! Tremenda cosa!” de la ópera La fuerza del destino. Casi un siglo después de su estreno, se había consumado la peor tragedia en derredor de una obra considerada maldita.
La génesis
Verdi ya era un compositor consagrado cuando se abocó a la que sería su vigesimocuarta ópera. Era el músico emblemático del Risorgimento y un factor clave en el proceso de unificación de Italia a través de sus obras. Los diversos reinos se unieron bajo la monarquía de los Saboya en 1861. Ya habían pasado los años de lucha contra los austríacos y óperas como Nabucco, Rigoletto, La Traviata, El Trovador, Las vísperas sicilianas y Un baile de máscaras. Fue en 1859 cuando Verdi recibió el encargo de la Ópera de San Petersburgo, que le ofreció la suculenta cifra de 60 mil francos. Eligió como libretista a Francesco María Piave, uno de sus habituales colaboradores.
La primera opción fue adaptar Ruy Blas, de Víctor Hugo, a quien ya habían llevado a la ópera en Ernani y Rigoletto. Desistieron al saber que Hugo no aprobaría una adaptación para la corte zarista. Entonces decidieron tomar un drama teatral español: Don Álvaro o la fuerza del sino, obra escrita por el duque de Rivas, que se había estrenado en Madrid en 1835.
Conviene detenerse en el argumento de la ópera de Verdi para entender su fama de mala suerte, la leyenda que acarrea al punto de que no se la quiera nombrar para evitar desgracias, y cómo la superchería a su alrededor ha servido para tapar aspectos más cuestionables.
Un argumento imposible
La acción se inicia en Sevilla a mediados del siglo XVIII. Doña Leonora, hija del marqués de Calatrava, está enamorada de Don Álvaro, un mestizo llegado de América. El marqués de Calatrava, padre de la joven, no aprueba la relación: quiere que ella se case con alguien de alcurnia. Con la ayuda de su sirvienta, Leonora decide escapar de la casa paterna una noche. Por la ventana entra Álvaro; el encuentro de los enamorados es interrumpido por el marqués. Álvaro decide dar una señal para congraciarse con el marqués, que está indignado: toma el trabuco que lleva en su cintura y, como gesto de buena voluntad, lo arroja al suelo. Sucede allí el hecho más grotesco de la ópera, ya no de La fuerza del destino, sino de toda la historia del género, que ha derivado en burlas y caricaturas: el trabuco se dispara al caer en el piso y el marqués queda herido de muerte. El noble muere, no sin antes lanzar una maldición, no a Álvaro, sino a su hija.
El segundo acto transcurre en el pueblo andaluz de Hornachuelos, un año y medio después. Los amantes no se han visto desde entonces. En una posada, disfrazado como estudiante de Salamanca, se halla Don Carlos de Vargas, el hijo del marqués y hermano de Leonora, que quiere vengarse de ella y de Álvaro. Carlos decide alistarse en el Ejército para ir a pelear a Italia en la guerra de sucesión austríaca. Leonora huye de su hermano y se refugia en un convento, donde cuenta su historia al abad y la decisión de quedarse a vivir allí para siempre, renunciando al amor de Álvaro, y para evitar la muerte a manos de su hermano.
La acción del tercer acto tiene lugar en Italia. Con un nombre falso, Álvaro pelea para el ejército español. En el campamento le salva la vida a otro soldado en una disputa por un juego de naipes. Ambos se juran mutua lealtad. El soldado no es otro que Carlos, que también porta un nombre falso. En la escena siguiente, un Álvaro que ha sido herido en batalla confía a su amigo una valija con cartas que deberá quemar cuando muera. Carlos queda solo y duda (fue al interpretar esa escena que, Leonard Warren, como Carlos, cayó muerto en el escenario); abre la valija y descubre la verdadera identidad del otro soldado, además de un retrato de Leonora. Un médico le avisa que Álvaro se recuperará de las heridas y así pueden concertar un duelo, que los demás soldados impiden, tras lo cual Álvaro jura pasar el resto de sus días en un monasterio.
El cuarto y último acto es en el monasterio donde se encuentra Leonora. Hasta allí ha llegado Álvaro, sin saber que en ese lugar está su amada. Y también arriba Carlos, decidido a concretar el duelo. Ambos se encuentran y deciden cruzar espadas fuera del monasterio, junto a una hermita en cuyo interior está Leonora. Carlos es mortalmente herido y pide confesarse antes de morir. Álvaro pide auxilio espiritual en la hermita; la monja se niega y dice que hay que buscar al padre superior. Acepta ante la insistencia de Álvaro y al salir ambos amantes se reconocen. Leonora se acerca a su hermano: con sus últimas fuerzas, Carlos la apuñala, antes de exhalar su último suspiro. Leonora agoniza abrazada a Álvaro, que reza junto al padre superior por el descanso de su alma. “Se ha ido con Dios”, es la última frase la ópera, a cargo del clérigo. Cae el telón final.
Machismo en escena
El 10 de noviembre de 1862 se estrenó La fuerza del destino en Rusia. Debería haberse estrenado un año antes, y allí es en donde arranca su mala fama. La soprano elegida para hacer de Leonora era la francesa Caroline Barbot. Cuando Verdi llegó a San Petersburgo para los ensayos, Barbot cayó enferma. El compositor se negó a buscar una sustituta y la producción se paró hasta que Barbot pudo cantar en la reprogramación de 1862.
Un año después, la ópera llegó a Madrid, donde la pudo ver el duque de Rivas, el autor de la obra original. Las críticas fueron mixtas. Muchos la consideraron una obra excesivamente larga. De hecho, dura unas tres horas y está entre las óperas más extensas de Verdi. El argumento también resultaba chocante.
Verdi entendió que había que suavizar una narración truculenta y pidió a Piave un cambio en el final. La fuerza del destino, tal como la conocemos, concluye con lo que es un fratricidio (o un femicidio) y el rezo por la entrada de Leonora al Paraíso. Pero la versión original culminaba con el posterior suicidio de Álvaro. Así, se morigeró el final pero al precio de reforzar un elemento que, puesto en escena en el contexto del siglo XIX, no resultaba tan agresivo como hoy: la misoginia. La fuerza del destino es una obra con una fuerte carga misógina, como nunca antes ni después en un género plagado de ejemplos similares, aun con sentido crítico (como en Mozart), y con varios femicidios en escena, en obras que se pueden representar desde la perspectiva de género, como Carmen, Pagliacci, Rigoletto y Otelo.
Lo que marcó la diferencia con otras óperas previas y posteriores fue la subordinación total del personaje de Leonora: no puede elegir a su amado por orden del padre; es responsabilizada por este del disparo accidental; su hermano la busca para matarla; no encuentra mejor lugar para esconderse que un convento; se cree culpable de lo que pasó y planea quedarse allí de por vida; el hermano la mata cuando ella le quiere dar la extramaunción; y la lloran en escena su amante y un sacerdote que la ponderan como una mártir. La leyenda de la mala suerte sirvió para tapar un argumento imposible y machista. Las únicas desgracias en torno a la obra las vive Leonora.
Si Caroline Barbot se convirtió en la primera víctima de la supuesta maldición de La fuerza..., la segunda iba a ser Francesco María Piave. El libretista acometió no solamente el cambio de final sino también otras modificaciones, pero el trabajo quedó incompleto por una apoplejía. Antonio Ghislanzoni fue el encargado de completar la revisión para el estreno en La Scala de Milán en 1869. Fue el comienzo de un vínculo que llevó a Ghislanzoni a ser el libretista de Aída. Verdi ya estaba atareado entonces en cuestiones de edición, no solamente con La fuerza..., sino también con Don Carlos, su siguiente y más ambiciosa ópera, con letra en francés, y que daría pie a diversas versiones. Piave murió en 1876.
Echale la culpa a la ópera
La mala fama de la ópera de Verdi coincidió con la leyenda negra en torno a la ópera que cambio la historia de la música: Tristán e Isolda, de Richard Wagner. El 21 de julio de 1865, en Dresde, murió el tenor Ludwig Schnorr von Carolsfeld, a los 29 años. Había personificado a Tristán en su estreno, el 10 de junio. Sumado al hecho de que el papel de Isolda lo cantó la esposa del tenor, Malvina, y que la ópera concluye con la muerte por amor de la protagonista ante el cuerpo de Tristán, los condimentos para el morbo estaban servidos.
De hecho, sería con Tristán e Isolda que se registraría el primer caso de un director de orquesta muerto mientras dirigía. Ocurrió el 2 de julio de 1911. El director Felix Mottl sufrió un ataque cardíaco a los 54 años. Sin embargo, la mitología en torno a La fuerza del destino sería superior. Y eso que dos casos posteriores de directores fallecidos en plena función no fueron con la ópera que los supersticiosos no quieren nombrar. Como Mottl, el italiano Giuseppe Patané falleció en la ópera de Múnich, también de un infarto, con 57 años, en 1989. Llevaba la batuta en El barbero de Sevilla, de Rossini.
El tercer caso sucedió el 20 de abril de 2001 y roza a Verdi. Giuseppe Sinopoli dirigía el tercer acto de Aída en Berlín cuando cayó desmayado y falleció de manera instantánea. Nacido en Venecia, tenía 54 años y en su discografía, como en la de Patané, figuraba La fuerza del destino. De hecho, el registro de Sinopoli se considera uno de los mejores de la obra y cuenta con José Carreras como Don Álvaro. La grabación salió a la venta en 1987 y acaparó muy buenas críticas. Ese mismo año, a Carreras le diagnosticaron leucemia. Se pudo recuperar a fines de esa década.
Justo es decir que, al mismo tiempo que la grabación de Sinopoli y Carreras, apareció la versión dirigida por Riccardo Muti, con Plácido Domingo en el rol principal, que también cosechó elogios, y que no deparó ninguna desgracia a los involucrados. Cuando en 1990 carreras volvió a los escenarios con el mítico concierto de Los Tres Tenores, lo hizo con Domingo y con Luciano Pavarotti, que le tenía fobia a La fuerza...
La discografía del tenor italiano es extensa y abarca casi cuatro décadas. De las óperas canónicas de Verdi nunca grabó la innombrable. Por eso fue un acontecimiento cuando el Metropolitan, que lo tenía como unas de sus estrellas, programó La fuerza... en 1996 y anunció que Pavarotti estaba en el reparto. Sin embargo, el tenor se bajó y el teatro no reemplazó al cantante por otro, sino que programó otro título verdiano, Un baile de máscaras. Pavarotti jugó así en un terreno más conocido para él porque, más allá de la superchería, ya tenía 60 años y se arriesgaba con una partitura totalmente nueva. Y evitó, de paso, el morbo de cantar en el mismo escenario donde dejó la vida Leonard Warren.
Una obra popular
Lo cierto es que, pese a la mala fama que la rodea (se dice que el tenor Franco Corelli tenía su ritual de cábalas cada vez que la cantaba), la ópera de Verdi se mantiene como uno de los títulos más celebrados de su producción y sube a escena con regularidad en los principales escenarios. El Teatro Colón la programó en doce temporadas a lo largo de su historia. No hay datos sobre desgracias en esas puestas, y la única cuestión histórica, que excede a la obra, sucedió en 1955: La fuerza del destino tuvo su última función el 12 de junio, cuatro días antes del bombardeo de Plaza de Mayo, cuyos autores no estaban pendientes de qué se ofrecía en el Colón.
Como tampoco lo estaban los manifestantes chilenos que en octubre de 2019 salieron a protestar por el precio del boleto de subte y desencadenaron una fenomenal crisis política que puso en jaque la herencia económica del pinochetismo. En abril de ese año, las críticas fueron laudatorias hacia la puesta de La fuerza... en el Teatro Municipal de Santiago. El éxito artístico fue tan grande, que el portal ADN llegó a titular “Adiós a la superstición”. La ópera de Verdi se había representado en Chile, por última vez, en 1959.
Sin embargo, la potencia musical de la obra se superpone a la superchería y a la misoginia. Claude Berri filmó en 1986 el díptico compuesto por Jean de Florette y Manon del manantial, en base a las novelas de Marcel Pagnol. Reunió en el elenco a Yves Montand, Gerard Depardieu, Daniel Auteuil y Emmanuelle Béart. Para la música, convocó a Jean-Claude Petit, que adaptó el leitmotiv de La fuerza del destino. Sonó en la armónica de Toots Thielemans. Las dos películas fueron grandes éxitos en Francia y no hubo ningún contratiempo. Como tampoco lo tuvo la escritura de este texto, salvo un corte de luz.