Ídolos tuve varios, héroes solamente dos, el Zorro y mi primo Juancito. A Diego de la Vega lo veía todos los días, a la misma hora y por el mismo canal, para encontrarme con Juan Esteban, la cosa se complicaba. "Nacido para callejear“, frase que flameaba entre los labios de mi tía como una bandera de queja constante, parecía ser cierta. Gastaba las horas con amigos de la esquina o de la escuela, se la rebuscada como cadete en una florería para no tener que pedirle nada a nadie y hasta tenía novia.
Los domingos por la mañana jugaba torneos en cancha de once y después partía para acompañar a Central a todas partes. A pesar de su vagancia de tiempo completo, mis visitas se repetían buscando la excepción. Imitador por naturaleza, no sólo sabía hacerme llorar de la risa, también festejaba mis chistes malos que seguramente los había escuchado miles de veces.
Mis tíos no sabían qué darme en mis tardes de vigilia, los autitos y soldaditos abandonados por el desertor tampoco me atraían, prefería escuchar las historias contadas por Don Mario, padre del ausente y mellizo de un hermano muerto de un síncope en la cancha durante un partido en la década del cuarenta.
La recurrente crónica fúnebre terminaba con el cajón envuelto en una bandera auriazul y la presencia, en dicho velorio, de los jugadores del equipo de primera división incluido su goleador, el torito Aguirre. Su médico de cabecera le había prohibido presenciar partido alguno en Génova y Cordiviola con el fin de prevenir la repetición de la triste historia familiar.
El remedio suele ser peor que el alambrado. El vibrante relato en la voz de Fioravanti lo llevaba a imaginarse un escenario con peligro de gol permanente, su presión subía sin pausa durante los primeros minutos de cada encuentro y no sabía lo que era llegar al entretiempo sin taquicardia. Encontró una solución a medias, decidió escuchar la oral deportiva con transmisiones de enfrentamientos entre clubes que en nada modificaban sus pulsaciones. Para manejar su ansiedad, tres horas antes del sufrimiento, jugaba a ser periodista deportivo, manejaba su propia estadística en cuadernos prolijamente forrados y etiquetados.
Tuve el honor de escribir en algunos de aquellos documentos. Para probar mis conocimientos, me dictaba la fecha en código: “El taladro versus el lobo, los bichitos colorados enfrentan al gallito ", información que anotaba hasta completar la grilla, previa traducción de los apodos populares por el nombre oficial de las instituciones.
A partir del minuto uno dejaba de hablar, tomaba entre sus manos su Spika y la miraba fijo, sólo esperaba la chicharra que indicara las novedades al instante desde otros estadios, cada vez que acontecía dicho llamado se ponía tenso y transpiraba. Sólo festejaba luego de escuchar la voz del comisario deportivo garantizando el triunfo canalla.
El mejor regalo de cumpleaños que tuve fue cuando mi primo me llevó por primera vez a la cancha. Fue en ocasión de un partido amistoso, Central-Instituto, no había posibilidad de disturbios, el destino era recaudar fondos para terminar de pagar la compra de un nuevo jugador, un tal Mario Alberto Kempes.
De todas maneras, mi encargado me puso los puntos de entrada: "mirá pendejo, si no me hacés caso no te traigo nunca más, me entendés, tenés que hacer todo lo que yo te diga, no lo que yo haga". Así fue como siempre me quedé con ganas de saltar sobre el para avalancha, trepar el tejido hasta los alambres de púa o tocar el bombo al lado del Tula. Mi presencia estaba condicionada por mi comportamiento, lejos del peligro, parado en el mismo lugar de siempre, a la vista de mi vigilante y sus indicaciones.
Sólo una vez tuve permitido copiar sus movimientos, fue en un caso de vida o muerte, saltamos enrollados en una bandera para el lado del club Regatas, ahogados por los gases lacrimógenos en medio de una batalla campal. Entre envidia y desconocimiento, mi tío nos daba clases desde el pasado, "¿qué saben ustedes? ¿A dónde vieron un cordobés que juegue bien? En Tablada debe haber una docena mejor que ese muchacho. Si ustedes lo hubieran visto jugar a Waldino, entonces sí sabrían lo que es bueno!". El choque generacional se potenciaba con el deporte y Juancito sabía contestarle con picardía, "viejo, vos te quedaste en el tiempo, no sabes nada de nada. Además...no viste las corridas que hacen los gallegos, el matador siempre liquida al toro".
Mi ahijado Luciano era categoría 86, único hijo varón de Juan con su segunda compañera. A la misma pasión supo sumarle las motos y el teatro. Le sobraban ganas de vivir y de su padre había heredado el mismo don para hacer reír. La vida ya nos había puesto del otro lado del mostrador, repetimos la historia sin el menor esfuerzo, criticamos impiadosamente a su ídolo Marco Ruben, un tronco que difícilmente pudiera atarle los botines al famoso cordobés.
Para no sentirse en desventaja, el joven nos mostraba como talismán un cuadrito en donde aparecía abrazado con su goleador y nos decía con sorna, "calma, veteranos, despacito, despacito...el nueve de oro los va a enmarcar a todos".
Cuando se conmemoraron los diez años de la partida del escritor y humorista Roberto Fontanarrosa, asistimos al centro cultural de su mismo nombre para ver actuar al artista de la familia. En esa oportunidad interpretó con un monólogo el cuento que inmortalizó la palomita del Aldo, "19 de diciembre de 1971". Por primera vez nos reímos, desde la platea, con una ficción similar a la cruda realidad que nos había hecho llorar de pibes. Un día maldito, un asfalto con mucha agua, una cabeza con nada de casco, nos depositó en medio del infierno. Sin fuerzas para sacarlo a Juancito del pozo que él mismo había decidido profundizar y con temor de terminar en el fondo del mismo agujero, terminé alejándome poco a poco.
El día posterior al que Ruben rompiera el récord histórico, sin pensarlo, lo fui a visitar. Cuando escuché su voz desde el otro lado de la puerta ordenándome, “pasá, está sin llave", sentí que me estaba esperando. Una imagen del pasado me congeló en la entrada de la vieja casa. El mismo sillón, la misma postura, la cabeza inclinada hacia abajo mirando fijo el retrato con la risa congelada de su hijo junto al astro. Sin apartar ni un instante sus ojos del recuerdo, me contó en voz muy baja, “hacía más de veinte años que no pisaba el gigante, no le podía fallar, fui en su nombre, el Lucho tenía razón y yo tenía que estar allí. Grité los goles como loco, como antes... vos sabés. El Negro no estaba equivocado cuando escribió ”¡Más vale morirse así, hermano!".
Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre... ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa."Pero no pudo ser, primo, no pudo ser. No tuve la suerte que tuvo mi tío, tampoco me acompañó la fortuna del viejo Casale. Lo mío pasa por seguir durando. Gracias por venir."