Estaba yo tendido en aquel hospital sin moverme, un poco por el susto y otro poco por el cimbronazo que me paralizaba con solo pestañar: el dolor más primario por el que me daban bandejas repletas de calmantes. Se sabe: un choque en moto suele ser terrible. Y más cuando te persigue un Comando Radioeléctrico. Había estado muerto por un minuto. Me dijeron que una vez que regresé de mi excursión al infinito había abierto los ojos y dicho gracias a la mano suave de mujer que me había devuelto a este mundo.
Lo más complejo era encontrar por qué me quejaba tanto, acusando como rayos en las articulaciones, aún en zona donde la carne no había entrado con la contusión. Me dolían hasta los párpados. Por eso me estaba quietecito, atisbando por las hendijas la tenue luz que entraba por aquel ventanal.
Se movía la copa de un pino cerca, los pajaritos saltaban en sus ramas altas y el sol, impedido de entrar, se filtraba de puntillas. De no ser por el padecimiento, aquel paisaje me sería agradable para la reflexión, la lectura o el sueño. Pero no. En cuanto desaparecían los efectos de las intravenosas debía recurrir a otra, pedir por favor ya que me sentía pésimo.
Una tarde entró ella a la habitación.
-Me han comentado que no te movés del dolor ¿Tanto es que ni podes abrir los ojos?
Lo hice pesadamente y la vi: delante de la claridad su figura de blanco uniforme impedía el paso de los rayos.
Reconocí aquella mano, la que me había sacado de la oscuridad, sentí un roce imperceptible sobre la frente, luego en la muñeca y me quedé dormido.
Cuando desperté ya era noche plena: afuera se oían los grillos y una placidez me rondaba el pecho. Pude mover las extremidades, sentir mis dedos de nuevo.
Una enfermera retacona, agradable, tucumana y llamada Margarita me trajo la cena.
-¡Pero que tenemos aquí, por Dios! ¡Un enfermo que no se ha quejado en doce horas y con la fortuna de que ahora se va tomar este caldo riquísimo que las hadas de la cocina le han preparado para usted!
Sonreí. Me senté en la cama. Era la primera vez que lo hacía desde que había entrado al hospital.
Tomé aquel plato como un manjar. Luego, apartando la bandeja, volví a dormirme.
Habrán pasado unas horas cuando el pinchazo de dolor me acicateó y me arrebató del sueño.
-No otra vez -me dije.
Estaba por tocar el botón para llamar a Margarita cuando la figura de mujer de la tarde anterior entró despaciosamente en mi cuarto. Puso un dedo sobre el labio.
-Shh…vas a estar bien. Cerrá los ojos ahora.
Nuevamente sentí su caricia en mi frente y su leve roce sobre la muñeca, esta vez la izquierda. Al instante me encontré sonriente. Le dije gracias.
-¿Cuál es su nombre?
Ella hizo un gesto velado como si aquello no tuviese importancia.
-Shh, descansá ahora. Volveré cuando me necesités. Ni antes ni después.
Y se sonrió por la rima.
Desperté ya con el sol muy alto en el cielo y con un hambre atroz. Me hubiese comido un merlín entero salpicado con cebollas y tinto helado de lo bien que me sentía.
Entró a escena el doctor con sus ayudantes y un grupo de estudiantes que estarían haciendo la residencia. Mostraba mi ficha clínica y aconsejaba reposo de meses. Pero al comprobar las heridas no pude más que advertir su gesto. Estaba blanco como un papel.
-¿Cuánto hace que lo operé? -tartamudeó.
-Una semana -repliqué.
Se fue por los pasillos sin dejar de mirarme, aturdido con sus alumnos que bien poco entendían el suceso.
Algo le habrá dicho a la tucumana que llegó apresurada y todo lo que hizo fue destaparme las piernas. Se llevó las manos a la boca.
-¡Jesús, María y José!
Y se persignó. Me levantó la camisola y también murmuró un rezo. Se fue casi huyendo.
Cuando me quedé solo, un poco aturdido y temeroso de que hayan descubierto algo terrible revisé mis heridas y lejos de encontrar pústulas, costras o infección comprobé que habían sanado al punto de desaparecer.
A la hora regresó el doctor lívido, junto con Marga y otro enfermero bajito de piel oscura.
-Bien, aquí están todos los que lo atendimos en estos días. ¡Y vimos que si bien su evolución era buena no esperábamos esto!
Hablaba fuerte como si yo hubiese cometido una infracción.
-¿Y la otra enfermera? ¿La rubiecita? -pregunté.
Se miraron: estaba delirando por la morfina. Marga fue quien habló:
-Aquí, en este ala del establecimiento, no hay nadie más que nosotros y la chica de la limpieza que no es rubia sino más bien morocha. Es aquella -y me señaló a una señorona que quitaba del fondo de la sala unas cortinas.
Recordé a mi salvadora en la visita anterior llevándose el dedo índice a los labios y decidí callarme.
-¿Que tiene para decirnos? -me apresuró el médico.
-Que usted debe ser médico de autopsias y que está cagado de miedo.
Buscaba una explicación, un porqué, un algo que lo saque de ese laberinto. Lucía contrariado. Sabía que todo lo que dijera lo encontrarían perturbador. Lo era también para mí pero, como si presintiera una extraña alianza de silencio con quien me había ayudado de aquella alucinatoria forma, solo agregué:
-Es de familia. Somos de recuperarnos rápido de las abolladuras.
Al día siguiente, cuando bajaba las escaleras con el bolsito magullado, me pareció distinguirla entre los automóviles de calle Paraguay, pero la garúa y el tráfico me lo impidieron comprobar.
El taxista me preguntó que a dónde íbamos. Por el espejito me sorprendió diciéndome qué bien se me veía. -Y eso que sale usted del hospital -acotó.
Yo le devolví la mirada y le respondí: -Es el amor, es el amor que hace milagros. ¿Usted cree en brujas?
-Sí, en mi suegra -contestó previsible.
Movió su cabeza satisfecho y nos perdimos en la ciudad indiferente. Vi que llegaba un móvil policial.
-A la terminal, le dije al conductor.
En la radio sonaba Dire Straits.