Como para coronar un año nefasto para la trama cultural argentina, con las muertes casi simultáneas de Juan Forn y Horacio González, ayer murió José Pablo Feinmann, el filósofo, escritor y ensayista que hacía de la conciencia de la muerte el rasgo que distingue a los seres humanos. Ser hombre es saber que nos vamos a morir, decía. Y no por pesimista o por nihilista sino por una mezcla de conciencia y responsabilidad, mandato y proyecto, voluntad y disciplina: lo importante es lo que hacemos en eso que coincidimos en llamar vida. Lo que hacemos en obra, en texto, en lenguaje y en acción. Y, en todo ¡en todo!, Feinmann se destacó y se apasionó, y se derramó hasta la desmesura. ¿Cuántos libros entregó? ¿Cuántas contratapas escribió para este diario tantos, tantísimos domingos? ¿Cuántas clases dio para cuántos, innumerables alumnos, oyentes, lectores, en salones y sets de televisión por Encuentro? Se prodigó al infinito. Se multiplicó. A pesar de que somos –lo sabía- finitos. Esa conciencia de la muerte y la finitud se había acentuado en los últimos tiempos, y en los aciagos días de junio despidió a su entrañable amigo Horacio González con las siguientes palabras: “Insisto: te quise mucho, Horacio. Esperame. No voy a demorar”. Ojalá, en estos extraños días de diciembre 2021, ya estén juntos.
Nacido en 1943, a los 19 años comenzó su carrera universitaria en la Facultad de Filosofía y Letras, que se desplegó entre 1962 y 1968. Después se convirtió en profesor de la misma casa de estudios: serán los años 70 de docencia, militancia en la Juventud peronista (abandonó el peronismo en 1985), la revista Envido y los primeros proyectos de libros.
Si bien en 1974 publicó el primero de sus libros –el riguroso El peronismo y la primacía de lo político- me atrevería a afirmar que, para la generación de la apertura democrática, en el cruce de cultura y política no debe haber texto más hipnótico que Filosofía y nación. Un faro, para empezar a ser joven, para empezar a pensar.
“Estaba listo para ser publicado en 1976. Pero los tiempos borrascosos se volvieron decididamente trágicos. No lo publiqué”, recordaría el propio Feinmann en 1996, cuando se dio a conocer la edición definitiva. “Permaneció en un cajón. Alguna vez, digamos en 1977 o 1978, abrí ese cajón, releí algunos párrafos y hasta llegué a preguntarme quien había escrito eso y para qué. Fue una de las formas del abismo. Publiqué el libro en noviembre de 1982”.
Situémonos: fin de la guerra de Malvinas, caída de la dictadura en cámara lenta, revista Humor (de la que fue columnista) en el centro de la resistencia periodística. Ese es el contexto en el que aparece el libro y en el que se lo lee, digamos, en 1983, 1984, 1985. Es decir: no había manera de eludir una lectura política de un libro que pronto se considerará como una interpretación de la Historia argentina, por la que desfilan Mariano Moreno, Alberdi, Rosas, Felipe Varela, José Hernández, Sarmiento. Deslumbrante. Porque estaba sideralmente lejos del manual, pero también muy lejos de una mera “interpretación” de la historia como serie de acontecimientos necesarios o contingentes. Era un enfoque totalizante, ideológico en el sentido más profundo y respetable del término: la Historia argentina como una larga idea expuesta en carne viva.
Y era algo que tenía que ver con aquello que Feinmann había empezado a preguntarse en la facultad. “Hubo un momento de decisión en mi carrera universitaria y fue preguntarme por las condiciones de posibilidad de la filosofía argentina. ¿Existía? ¿Podía existir? ¿Debía existir?”, recordaba. O, como le había largado más coloquialmente a un amigo en el bondi, mientras barajaban nombres (Hegel, Husserl, Heidegger) y se dirigían a un curso de ¡Gnoseología y Metafísica!: “¿Alguien hizo filosofía en este país?”.
Uno estaría, aquí, en este preciso instante, tentado de decir que sí, claro que sí. Que Feinmann hizo filosofía (algo más avanzado de lo que en los 70 se solía clasificar como “pensamiento nacional” o, más amablemente, “pensamiento argentino”). Pero resultó que en camino de convertirse en algo así como un filósofo a la Heidegger, dando clases magistrales y complicadísimas, se cruza con Sartre, con El ser y la nada, que le respondía a Ser y Tiempo, y durante varias semanas frenéticas se dedica a estudiarlo como un demente bajo los efectos de las anfetaminas, y entonces descubre que se puede ser un Intelectual crítico y total, y que para eso hay que romper con el cerco estrecho de los entes y el ser y la casa del Ser, con cualquier forma de idealismo, y que en el centro de todo debe estar el sujeto. Pero no una noción abstracta y razonable de Sujeto. Mucho más.
¿Nace ahí esa conciencia trágica del hombre como animal agónico? Puede ser. Lo que es más seguro es que ahí empieza a despegar el Feinmann novelista. Y el guionista de cine. Y el periodista y el polemista. El Feinmann orgullosamente todoterreno, pero con una base tan sólida, tan arraigada, que no podrá sino ir acrecentando un público lector y oyente de inmensas proporciones durante años hasta estos días finales. Era y es el hombre que siempre tendrá algo para decirnos, algo nuevo sobre lo viejo (la Historia, la filosofía) o algo “viejo” y sabio sobre el porvenir.
Fue en plena dictadura cuando Feinmann enterraría para tiempos mejores el manuscrito de Filosofía y nación y dio a conocer una novela extraordinaria no sólo por su despliegue literario sobre el género novela negra sino porque Últimos días de la víctima logra la hazaña de ser un texto tan cifrado como estridente en su denuncismo. Es un texto sobre el silencio, un texto sobre la tortura, un texto sobre los perseguidores y, obviamente, las víctimas. El libro tuvo además un alto destino cinematográfico en 1982 en manos del director Adolfo Aristarain y también significó el comienzo de la carrera de Feinmann como guionista. Poco después sería guionista de En retirada, de Juan Carlos Desanzo.
Los guiones (Eva Perón, Tango Bar, Facundo, La sombra del tigre, Ay, Juancito) o las obras de teatro como Cuestiones con Ernesto Che Guevara le fueron dando nuevas herramientas para ir ampliando la paleta de formas y recursos de todo un proyecto intelectual- comunicacional, que abarcaría textos tan heterodoxos y aparentemente distantes entre sí como Ignotos y famosos, Filosofía política del poder mediático (pionero indispensable de lo que hoy nos trastorna tanto acerca del mundo de la big data y las fake news), La filosofía y el barro de la Historia o el épico y estremecedor Timote, acerca del secuestro y ejecución del general Aramburu.
Es que José Pablo Feinmann nunca se pensó a sí mismo como un escritor estrictamente “literario”. El modelo al respecto siempre fue Sartre, de comienzo a fin. Pero eso no quita que para él la literatura fuera algo tremendamente importante y decisivo, y que jamás la abordó desde el desprecio negligente del outsider. Más aún: mucho tiempo creyó que Últimos días de la víctima había sido dejado de lado por la crítica universitaria que ensalzaba hasta el éxtasis Respiración artificial de Ricardo Piglia contra el modelo “exitoso” que en esos años 79, 80, 81, encarnaba Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís.
Más allá de que esto fuera una especie de discusión teórico crítica de mundillo, lo cierto es que a José no le resbalaba el tema y lo tuvo clavado como una espina: ¡él no había escrito una novelita negra para despuntar el vicio! Él había escrito una gran novela secreta sobre la dictadura. (Tuve ocasión de discutir con él bastante acerca de esas cuestiones; yo le decía que el hecho de que en la facultad no le dieran “status universitario” a sus primeros libros, no significaba que tantos y tantos estudiantes de letras lo leyeran y admiraran, y que además éramos una legión de seguidores de Filosofía y Nación. Finalmente, una vez por teléfono, me contó que en los días del comienzo de la enfermedad llegó a tener una emocionada conversación con Piglia donde en cierta forma se saldaron esas viejas cuitas; no fue una reconciliación, porque no había nada que conciliar ya a esa altura. Estaba todo en paz).
Pero si hay algo que sí se puede agregar acerca de José Pablo Feinmann y la literatura, algo que vaya más allá de señalar la importancia de un título como La astucia de la razón, considerada por muchos como su gran novela, es reparar en un libro que casi haciendo honor a su título, fue atravesando el tiempo como si no lo rozara más que la irrealidad, el espejismo de la Historia argentina: El ejército de ceniza –publicada en 1986, ambientada en 1828, en un ¿país? todavía conmocionado por la muerte de Dorrego- es la novela donde se responde más cabalmente aquella pregunta que José le arrojó a la cara en el bondi a su compañero de estudios: “¿Alguien hizo filosofía en este país?”
Sí, claro que sí. Y más: lo hizo todo. Hizo a su manera, la Historia Argentina y la cultura argentina, como Horacio González. Lo dio todo. Intensidad, ésa fue su marca en el orillo. Quienes –muchos, tantos- que lo conocieron, que conversaron con el intelectual noctámbulo y de puertas abiertas que era (y gran conversador telefónico), llevarán en sus oídos para siempre las maravillosas inflexiones de su voz. Voz de músico (otra de sus grandes pasiones, el piano), voz vibrante de orador que rompe lanzas con tonos militantes, asambleísticos, seguramente trajinados en las lides setentistas, voz grave, voz firme, voz alta y clara. Porque José Pablo Feinmann también fue un brillante intelectual oral. Cultivó la palabra escrita y la palabra al viento: lo que tenía para decir, nos lo dijo en la cara.
Fue la voz de la pasión.