Hacia octubre de 2019, un año después de que comenzara en Chile el estallido, organismos de derechos humanos estimaban en más de doscientos cincuenta los manifestantes a los que los carabineros habían baleado a los ojos, dejándolos tuertos. El primero fue noticia, el segundo también, pero dejaron de ser historias con nombre, apellido y desarrollo, porque eran demasiados, era un modus operandi, era una orden. Disparen a los ojos.
En Chile se evaluaba ya, en las calles, que no era otra cosa que una farsa, un teatro de títeres, eso en lo que se había convertido la democracia que nunca había sido democrática.
Me tocó cubrir para este diario las primeras elecciones, las que ganó la Concertación que encabezaba Aylwin. Justo unos días antes lo había entrevistado en una oficina del congreso argentino. Todos teníamos la vista torcida en aquella época en la que las dictaduras se iban retirando del continente. El senador Patricio Aylwin, de la Democracia Cristiana, era aburrido, aparatoso y previsible, pero… ¡Se iba Pinochet! Era como haber estado sumergido mucho tiempo y salir a flote y tomar el aire que hubiera: cualquier tipo de aire, uno no se ponía exigente.
Pero cuando fui a Santiago para las elecciones de 1990, el tema, el debate invisible, la aceptación del pliego de condiciones que fue y es esa Constitución, el miedo, el disciplinamiento exitoso de gran parte de la sociedad, aceptando también a Pinochet senador vitalicio, esto es: dejar nacer a una democracia en cuyo origen estaba la aceptación y la impunidad del terrorismo de Estado, entendí que Chile pasaba a otra etapa, pero no a la democracia o al menos a nada parecido a una democracia popular, sino más bien castigadora de lo popular.
Y así siguió, el Chile filopinochetista de baja intensidad: es lo que les permitió crecer pero al mismo tiempo y en proporciones iguales, crecer en desigualdad. Durante décadas, Chile fue el templo de la desigualdad de donde emanaban feligreses a otros países. No se puede ser neoliberal si uno no es racista y clasista, y no tributa toda su energía a sí mismo. “Un coro polifónico de solistas”, escribió Olga Tocarzchuk. Y hay que tener una idea prístina del privilegio, como si el privilegio fuera algo con lo que se vino al mundo, como ojos negros o piernas largas. Todo les pertenece y reclaman lo que creen propio y eso siempre incluyó, para retenerlo, lo aberrante, lo sórdido, lo perverso.
Otra vez, en otra nota intensa y bizarra, anterior a todo esto, en la clandestinidad pinochetista, fui a Santiago a entrevistar a la cúpula del MIR, que había permanecido activa y en el territorio durante toda la dictadura. Patricio, uno de ellos a quien vi dos o tres veces más aquí y allá, me dijo un día que los argentinos somos agresivos, en el tránsito por ejemplo, que somos patoteros y alardeadores de violencia, pero eso es porque somos más miedosos que violentos. Los chilenos somos gentiles, hablamos bajo, nos tratamos amablemente, dijo, pero sabemos que hay una chispa que puede encendernos fuego, y nos matamos.
Este estallido de 2018 estuvo muy lejos de aquellas escuelitas de entrenamiento que el MIR mantuvo mientras sus pocos integrantes llevaban dobles vidas y no tenían ningún contacto con sus familias. Lo de hace tres años empezó con pibes que no tenían militancia política. Estos, que podrían ser los nietos de esos otros, resultó que estaban hartos de la verdad, porque la vivían. Los diarios decían otra cosa, pero ellos la vivían, los alienígenas. La mujer de Piñera unió en esa idea alienígena a adolescentes periféricos, feministas populares, travestis y disidencias, mapuches, estudiantes, obreros, desocupados: los marcianos eran el pueblo, que venía a decirles que se terminó.
Tuvieron que ir cediendo porque la protesta se estiró meses y meses, pero mientras cedían siguieron disparando a los ojos. Patricio Pardo Muñoz tenía 26 años. Le decían Patito. Pocos días después del 18 de octubre de 2018 Patito fue interceptado por un carabinero en una calle de Viña del Mar. El paco le disparó a muy poca distancia. Los balines entraron en el cuerpo de Patito y se desparramaron entre su cara y su tórax. Uno de los cuatro balines quedó alojado en su cara, del lado derecho. No pudieron sacarlo, porque estaba metido entre músculos que hacían muy peligrosa la extracción. Se recuperó lentamente, y apenas se recuperó volvió a la calle, con el balín aún en su cara.
El 27 de noviembre de 2019, en una protesta en Valparaíso, Patito escuchó un ruido a sus espaldas y cuando se dio vuelta le entró una granada lacrimógena en el ojo. Se desmayó. Quien lo tomó en sus brazos contó que la granada ya le había sacado un ojo.
El Chile hay una ONG para ayudar a quienes tienen “trauma ocular”. Son muchos y los dejaron solos. No tienen trabajo. No están del todo recuperados. Necesitan ayuda. Patito necesitaba ayuda porque hacía unos meses que estaba muy deprimido. El 10 de diciembre, en el día internacional de los derechos humanos, Patito se suicidó.
Los quieren ciegos porque no quieren que vean. Son ferozmente literales. Para contrarrestar el despertar chileno, la histórica insurrección pacífica por parte de un pueblo que aguantó lluvias de proyectiles y llora a sus mártires, les trajeron un nazi que intente deslumbrar con su sonrisa amigable y sus ideas siniestras. Cómo será el volcán que la derecha presiente surgir en Chile, que les trajeron un nazi que tampoco es el más inteligente que había, haber hay muchos: el nazismo y la estupidez, en esta remake siniestra, van de la mano.
Nuestro corazón está en las calles de Chile, y en la memoria de Patricio Pardo Muñoz y los centenares de víctimas del régimen de Piñera. Ojalá los indiferentes y los antisistema vayan a votar mañana, porque Kast no es el sistema y hay algo peor que el sistema: es su solución final. Ojalá lo vean, aunque el poder que tutela a Chile haya querido dejarlos sin ojos.