Cruzar la 9 de Julio parecía una proeza. Pasado el mediodía del 20 de diciembre de 2001, ir de Cerrito a Carlos Pellegrini era como ir de una trinchera a otra. Había que evitar a los policías, sus bastones y sus motos, los gases, las balas de goma y (después se supo) de plomo… También había que evitar las pedradas que les apuntaban a ellos. El estallido social, entonces el último de una larga serie que venía recorriendo el país, había comenzado la noche anterior.
¿Estallido? La metáfora de la bomba que explota es confusa e inexacta, equívoca. Sugiere la existencia previa de una unidad que sufre una violenta dispersión y se convierte en fragmentos, esquirlas descontroladas y destructivas. Claro que hubo un estallido, pero eso fue mucho antes, fue un proceso paulatino, la agonía de una comunidad desmembrada. Diciembre de 2001 es casi todo lo contrario de un estallido: es la violenta reunión de esos fragmentos dispersos que, de pronto, vuelven a encontrarse juntos, a confluir en un horizonte común. Diciembre de 2001 es el fogonazo con que sectores medios y populares volvieron a unirse en una comunidad, a construirse para rebelarse.
“Cuando el ‘orden’ (el Leviatán) lleva a estados de caos, explotación, enfrentamientos y muertes, es el momento de la suspensión del estado ciudadano: es el momento de la política de calles --escribió la socióloga Norma Giarracca--. Paradójicamente, la violencia entre pares cesa y el que suele mostrar su rostro más siniestro es el Estado.” Así fue ese jueves 20, como tantas veces en la historia argentina: el Leviatán, cuya razón de ser justamente es, se supone, evitar la violencia entre las personas, puso a trabajar a sus fuerzas de “seguridad” para lastimar y matar.
Sobre Diagonal Norte, rumbo a la Plaza de Mayo, el miedo corría con la euforia. Se oían gritos y estruendos. Los semáforos parpadeaban sus colores con ritmo maquinal, pero habían perdido su sentido, nadie los miraba. En el suelo, contra el cordón de la vereda, algo brillaba estático al sol. Era un cartucho de aluminio de casi veinte centímetros de largo, con cinco perforaciones en cada lado, tres bandas azules en la punta y una leyenda: “Largo alcance-Candela-CS”. Las últimas letras confirmaban lo que había sido su contenido: clorobenzilideno malononitrilo, gas lacrimógeno. La policía lo había disparado minutos antes. El impacto lo había deformado y había perdido su base, donde debía de constar su origen: seguramente “FM-Pilar”, es decir, Fábrica Militar-Pilar, una de las unidades productivas de la Dirección Nacional de Fabricaciones Militares inauguradas en los años 40 y desguazadas (como esa comunidad estallada) en los 90.
Lo que no había perdido el cartucho era la impresión de su fecha de caducidad: “vence oct. 83”. Tampoco había perdido su capacidad de hacer daño, quizá incluso se había incrementado por el transcurso del tiempo. Aun vacío, de su interior emanaba toxicidad (todavía hoy lo hace). El símbolo es difícil de obviar: por supuesto que las democracias también fabrican armas, pero ese artefacto había sido fabricado durante la dictadura y, dos décadas más tarde, había encontrado la oportunidad de estallar para cumplir su demorada función y, de paso, mostrar la pervivencia del legado del Estado terrorista. Como esas bombas de antiguas guerras que nunca explotaron y, hundidas o enterradas, tienen en suspenso a sus víctimas, a las que un día de estos van matar o mutilar.