Había que documentarlo todo, incluso aquél pedazo de tierra vacía de hombres, también, el ademán enfático de un sargento dando instrucciones a su cabo y, a unos centímetros, el avanzar esforzado de un soldado a través del río; a la espalda, una carga que se parece bastante a su propio cuerpo, redonda y compacta. Más allá, los contornos de la selva consumiéndose en la atmósfera encendida del atardecer. ¿El comitente habrá pedido a Cándido López que en sus postales de la Guerra del Paraguay incluya un catálogo de actitudes en miniatura? O acaso simplemente habrá dicho: muestre los bandos, las formaciones, cuide que la bandera flamee así o asá, procure que eso se parezca a una palmera y esto otro a un guatambú, cuidado con ese fusil que tiene mucho de carabina. Las 23 obras sacadas de la bodega del Museo Histórico Nacional y felizmente exhibidas, en las que Cándido López pintó sus panorámicas de guerra, son extremadamente demandantes para con el espectador. Hay que completar una primera ronda a vuelo de pájaro, con cierta distancia para abarcar el paisaje en su conjunto y luego una segunda vuelta mucho más morosa que nos permita detenernos en los innumerables detalles esparcidos por el cuadro como incrustaciones de perdigonada. Porque si hay algo que no deja de maravillar en la pintura de Cándido López, es esa capacidad de conjurar la distancia con dosis extenuantes de detalles, la minucia convertida en maravilla del relato, la anécdota llevada a tal extremo que ninguna épica con estridencia orquestal sería capaz de venir a neutralizar.
El arte de la supervivencia
En 1864 los límites entre los países eran todavía imprecisos cuando el Imperio de Brasil y las recientes Repúblicas de Argentina y Uruguay forman una alianza contra la República del Paraguay, en ese entonces gobernada por el mariscal Francisco Solano López. Sin dudas el peor saldo de una guerra que duró poco más de un lustro fue para el Paraguay que perdió aproximadamente el 90% de su población masculina adulta y contrajo una deuda externa inexistente antes de la guerra, además de quedar truncado su proyecto de independencia económica que ya daba muestras de consolidarse con una industrialización ejemplar en América Latina.
Nacido en Buenos Aires en 1840 no estaba en los planes de Cándido López ser soldado. López ansiaba lejanamente, pues no tenía los medios, viajar a Europa para continuar sus estudios de pintura. Cuando estalla el conflicto se enrola como voluntario en el batallón de Infantería de San Nicolás de los Arroyos. Como sabía leer y escribir lo nombran teniente primero y le asignan un pelotón, cargo que declina bajo el atinado argumento de que no sabe manejar un arma. Le bajan una categoría: teniente segundo. Los combates se suceden y ahí está Cándido López en calidad de soldado y documentalista: Paso de la Patria, Itapirú, Estero Bellaco, Yataytí Corá, Boquerón y Sauce. Durante el tiempo libre entre combates, el soldado artista esboza paisajes de los campamentos militares: serán los apuntes que utilizará tiempo después para las pinturas. En 1866, batalla de Curupaytí, estrepitosa derrota de la Triple Alianza, una munición de metralla le cercena parte del brazo derecho, logra llegar herido al campamento argentino donde el médico encargado de la amputación se lamenta de estar acabando con el futuro de un pintor sin sospechar que estaba dando inicio a una técnica forzosamente singular. La gangrena avanza y precipita la vuelta de López a Buenos Aires, donde le amputan el brazo derecho y pasa a retiro por invalidez. De regreso a San Nicolás, no tiene un peso. Empieza a educar la mano izquierda para pintar. Se casa con Emilia Magallanes con la que funda una familia numerosa: doce hijos. Al borde de la miseria, Cándido pretende vender sus cuadros de la guerra al Estado argentino que se niega a comprarlos. En 1885 muestra por primera vez 29 cuadros de la guerra en el Club Gimnasia y Esgrima y la crítica oscila entre el paternalismo y el reconocimiento del valor histórico de las pinturas. No está mal para ser manco, dicen. Es un documento histórico valiosísimo, agregan. Empieza a pintar naturalezas muertas para vender; las firma con su apellido invertido: Zepol. Al fin, luego de un periplo de insistencias en las que la intercesión del entonces expresidente Bartolomé Mitre resulta clave, el Estado argentino le compra los cuadros bélicos y los expone en el Ministerio de Guerra, luego van a guardarse en el depósito del Museo Histórico Nacional y se integran a su patrimonio. Le alcanza al artista para alquilar una casa en las afueras de Buenos Aires y mudarse allí con su familia.
Cándido López, el artista, no fue considerado cabalmente hasta un siglo después de su muerte. Incluso así, su biografía tenía el morbo necesario para conseguir repercusión más a través de una crónica de sucesos desgraciados y detalles truculentos ligados a un acontecimiento histórico importante que por la calidad de su pintura. Sin embargo, no todas las miradas hacia el artista son tan cándidas ni sentimentales. El historiador del arte Roberto Amigo, en una entrevista para el especial “Episodios de la guerra” aporta una lectura diferente para trazar la semblanza del artista: “[Cándido López] sabe cuál es el mercado, y elabora una estrategia comercial muy apta para vender la obra y busca los apoyos necesarios comerciales y logra una exposición, logra el apoyo nacionalista, y logra imprimir un catálogo con toda su obra para venderla al Estado […] Ese Cándido López es un estratega mercantil de la obra de arte, de la imagen, es alguien que negocia con la imagen desde su capacidad de negociación de fotógrafo de pueblo. Es un dato importante para considerar la obra.” Roberto Amigo, tal vez en su afán de desmitificar el personaje del artista marginal, veterano de guerra e inválido, confunde una estrategia de supervivencia (recordemos que Cándido López antes de convertirse en soldado, trabajó como zapatero, peón de campo y fotógrafo, y luego de la guerra tuvo doce bocas que alimentar) con una mera especulación oportunista.
La lección histórica de López, si nos atreviéramos a suponer que quiso dejar alguna, está en su pintura, en la disociación plástica –y política– entre ambiente y humano, en el fracaso de la inclusión: desde el vamos algo está escindido. Irreconciliable, hombre y paisaje se desarrollan en planos separados por un abismo, el racconto de emociones, desde el dolor hasta el letargo y la amistad, está completamente disociada de la escena macro que representa el paisaje. Todos los hombres son igualmente pequeños en relación a un escenario que los excede. Aislados de los acontecimientos que pugnan por ser Historia, de un proyecto político que no terminan de comprender ni de ser parte, pareciera que tienden a aferrarse con más ahínco, ante el despropósito de la guerra, a aquellas actitudes que los distinguen como individuos.
Pertinencia del gesto
Las pinturas de Cándido López sobre la Gran Guerra, a diferencia de las del pintor brasileño Pedro Américo, formado en un academicismo europeo, carecen de fragor y de fulgor. Quizás fue su formación como fotógrafo daguerrotipista lo que hizo de él un artista proclive a la sumisión a un registro más que a un ideal de belleza. Así, poco afecto a los vapores del romanticismo y a las humaredas centellantes, en las antípodas de un Delacroix, Cándido López se esmeró en ser, antes que un gran artista, un gran testigo. Cuando hace levantar una polvareda desde las patas de un caballo, la nube es recatada y poco esplendorosa. No hay en él escorzos ni atmósferas envolventes, sino una vocación de humildad ante los hechos que se muestran despojados de gloria y con un honor escala maqueta. Como en los cuadros panorámicos de Brueghel, donde las figuras se arriman para generar cúmulos humanos autosuficientes que se disocian del escenario, la tragedia no se anuncia con bombos y platillos, se desprende del cuadro como un efecto colateral no deseado o, al menos, no fabricado deliberadamente. La tragedia es ese entramado de rostros y gestos y ademanes y conversaciones nocturnas apenas alumbradas por diminutos fogones que en el contexto de la guerra se declaran insoslayablemente perecederos. El paisaje, inmutable, se sacudirá a la humanidad como hormigas y los días y las noches seguirán su ciclo sin detenerse a contar muertos.
Nadie como López pintó la soledad y la camaradería en la guerra con tal grado de empatía sin empastarse en la conmiseración. Los tiempos muertos entre batalla y batalla capturaron la atención de una buena parte de su obra. El plano abatido con que anula la perspectiva cónica le permite mostrar una simultaneidad de acciones esquivando las jerarquías y nos pone ante la disyuntiva algo mareante de elegir con qué humano empezar sin importar el sitio que ocupe en el escalafón militar. La pulsión por el ordenamiento (hasta el oleaje forma filas) no implica la seriación: podemos perfectamente detenernos en el soldado tironeando de un caballo cansado (¡hasta las actitudes de los caballos registró!), en otros dos que ayudan a descender a un herido de la carreta, aquel en pose de descanso casi hedonista y ese que atiza el fuego mientras charla, además de las disímiles formas que adopta un cadáver tendido en el campo de batalla.
Contra los universalismos
En las altas esferas centrípetas del arte contemporáneo, ese sistema vagamente glotón y propenso al encandilamiento, están más o menos en boga las obras concebidas como slogans. Se escriben artículos auspiciosos sobre artistas que han triunfado en el mundo (es decir, en los cuatro o cinco lugares donde el mundo ha elegido tener circunstancialmente su centro). En ellos se enumeran los grandes hits que cimentaron la escalada sin respiro hacia el éxito, mientras se pasa revista al metraje de las obras, el peso en toneladas, la cantidad de empleados que coordina el artista-productor, las cifras abultadas que demandó el proyecto, el número de muestras por año esparcidas por el globo que ya tiene comprometidas el artista, como una especie de juego de TEG, el tiempo consumido a fin de cumplir con cada etapa de una producción frenética (un tiempo más ligado al cronograma productivo de una empresa que al tiempo de maduración más escurridizo e imprevisible de un artista, no excluyente por eso de plan o de sistema). Esas obras se ocupan, como corresponde a la escala de la inversión, de los grandes temas, como esas enciclopedias ajadas que hoy se compran en mesas de saldos que se preciaban de abarcar en diez tomos la Historia Universal y que hoy arrancan una sonrisa condescendiente. Desde la inminencia del cataclismo ecológico hasta la paz universal, esos proyectos grandilocuentes recorren el mundo cumpliendo quizás una función sanitaria: licuar las culpas de los crímenes del capitalismo a través del arte. Adrián Villar Rojas, para citar un local, es un ejemplo acabado y exitoso de este modelo de artista cuyos preceptos megalómanos persiguen nada más y nada menos que la realización de “un ready made de la cultura universal”. Una caterva de artistas jovencísimos se esmera en tender hacia el reflector y, si no alcanzarlo, al menos ser bendecidos por el rebote de algún que otro reflejo. En un camino distinto, sostenido en una posición ética y política irreconciliable con la primera, se sitúan los artistas locales. La ambición no es menor, pero el calibre es otro. No puede decirse que Cándido López no se haya ocupado de un gran tema. Vaya que la guerra lo es. La diferencia está en el modo y en la escala, la cercanía afectiva y analítica que echa por tierra toda tentación demagógica. No se valió de fórmulas artísticas importadas que hubieran funcionado como mero decorado o estrategia de distanciamiento sino más bien su guía fueron los mapas cartográficos militares en cuyos esquemas supo inyectar una ternura combativa. A menudo Cándido López ha sido incluido en la categoría de artistas naif. En tal caso, si la ingenuidad es capaz de producir un arte semejante, habría que pensar si ese es el camino de la resistencia. Solo si seguimos creyendo en que el sentido del arte puede, todavía, así sea modestamente, ser revolucionario.
Cándido López, entre la pintura y la historia se puede ver hasta el 4 de junio en el Museo Histórico Nacional, Defensa 1600.