La muerte de Feinmann es mucho más que la de un intelectual brillante, aceptado como tal en forma prácticamente unánime desde todo el espectro ideológico.
Murió un tipo que jamás esquivó bajar a tierra su saber. Que transmitió en forma sencilla cosas muy difíciles de la filosofía. Que las puso al servicio de la divulgación general, pero con una altura que difícilmente fuera acusable de caer en vulgatas insustanciales.
En los últimos tiempos, se lo leía mucho más cercano al pesimismo de la inteligencia que al optimismo de la voluntad.
Y ésa, al fin y al cabo, fue una muestra más de su coherencia de pensamiento: nunca ocultó que siempre estuvo más próximo a lo uno que a lo otro.
En todo caso, un mundo pandémico del que la humanidad no emerge mejor y el avance de expresiones de ultraderecha que reavivan peligros repugnantes, entre otras imágenes deprimentes, le dan la razón en aquello de que un intelectual está obligado al juicio crítico permanente. A no perder independencia de criterio. A no quedar atado en compromisos personales, partidarios o institucionales.
Sin ir más lejos, estaba enojado con las tibiezas de este gobierno. Con sus ausencias de valentía frente a los poderosos. Y bien que lo manifestó en algunas entrevistas. Pero a nadie se le pasaba por la cabeza decir que se había transformado, que sus señalamientos eran injustificables, que estaba sumado así como así al “fuego amigo”.
Dio el aviso impresionante de decirle a Horacio González que lo esperara, porque no iba a demorar mucho. Contra lo que reflejaba ese anticipo respecto de cuál era su estado de ánimo, siguió hasta hace poco con esas contratapas de Página/12 que impedían toda indiferencia.
Es indesmentible el lugar común de que en estas circunstancias hay que agarrase de que subsisten las obras del muerto. Y vaya si Feinmann deja un legado inmenso en formas de ensayo, literarias, periodísticas, de cursos. O de lo que cada quien seleccione.
Pero la verdad es que, en este momento, lo primero que le pasa a uno, y a tantísimos, es putear porque se siguen muriendo de los nuestros y porque las provocaciones imprescindibles de José Pablo se van a extrañar demasiado.