Si las elecciones fueran hoy, Luiz Inácio Lula da Silva volvería a ser presidente de Brasil por tercera vez y sin necesidad de segunda vuelta, derrotando a Jair Bolsonaro por casi treinta puntos de diferencia. Es lo que muestran las últimas encuestas de Datafolha e Ipec (ex Ibope), publicadas esta semana, confirmando la tendencia ya registrada por otras consultoras en los últimos meses. La victoria de Lula, que pasó 580 días preso en Curitiba y fue proscripto en las elecciones de 2018, sería aún mayor si hubiese balotaje: según Datafolha, el líder del Partido de los Trabajadores superaría el 65 por ciento de los votos válidos y vencería tanto al actual presidente como al exjuez que lo encarceló, que también será candidato luego de romper con Bolsonaro.
Los números de ambas consultoras son casi idénticos. Según Ipec, que encuestó a 2002 personas en 144 ciudades del 9 al 13 de diciembre, Lula da Silva obtendría en la primera vuelta el 48/49 por ciento de los votos, dependiendo de quiénes sean sus adversarios, seguido por el presidente Jair Bolsonaro (21/22), el exjuez Sergio Moro (6/8) y los exgobernadores Ciro Gomes (5) y João Doria (2/3). Según Datafolha, que encuestó a 3666 personas en 191 ciudades del 13 al 16 de diciembre, Lula obtendría el 47/48 por ciento de los votos, seguido por Bolsonaro (21/22), Moro (9), Ciro (7) y Doria (3/4). La intención de voto del candidato de la izquierda crece entre los más jóvenes (53/54 por ciento), los más pobres (55/56) y los habitantes del Nordeste (61). Entre los evangélicos, que votaron masivamente a Bolsonaro en 2018, están empatados, con leve ventaja para Lula. En cuanto a los niveles de rechazo, apenas 34 por ciento respondió a Datafolha que no votaría a Lula en ningún caso, mientras que a Bolsonaro lo descarta por completo el sesenta por ciento.
Mientras la aprobación del actual presidente sigue cayendo –solo el 19 por ciento según Ipec y el 22 según Datafolha aprueban su gobierno, en medio de una catástrofe sanitaria, desastre económico, crecimiento del hambre y la desigualdad, amenazas de golpe y escándalos de corrupción– Lula continúa creciendo y se reúne con diferentes actores sociales y políticos para discutir el futuro. Para adentro, negocia una amplia coalición antifascista que, además de unir a todas las fuerzas de izquierda, también podría sumar como vice a un viejo adversario de derecha: el exgobernador de San Pablo Geraldo Alckmin, a quien el expresidente venció en la segunda vuelta de 2006. Para afuera, conversa con líderes extranjeros, da entrevistas internacionales y es recibido en cada país que visita desde que recuperó su libertad con honores de jefe de Estado.
El viaje de Lula a la Argentina, donde habló frente a una multitud en la Plaza de Mayo junto a Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner y el uruguayo José “Pepe” Mujica, fue el broche de oro de una serie de viajes internacionales en las que parecía un presidente electo que comienza a preparar su gestión. No es secreta la amistad y sintonía política que hay entre Lula y el presidente argentino, que se confiesa orgullosamente “lulista” y, cuando aún era candidato a la presidencia por el Frente de Todos fue a visitarlo a su celda y manifestó en la puerta de la sede de la Policía Federal brasileña en Curitiba su solidaridad con quien aún era un preso político. “El compañero Alberto Fernández era candidato y tuvo el coraje de ir a la cárcel a visitarme”, recordó Lula emocionado en el acto por el Día de la Democracia en la histórica plaza, mientras Alberto parecía a punto de llorar.
Pero no fue solo en Argentina que Lula mostró sus condiciones para sacar a Brasil del lugar de paria internacional al que Bolsonaro lo llevó. En noviembre, en Alemania, se reunió Olaf Scholz, que ya había ganado las elecciones y se preparaba para asumir como canciller. El político socialdemócrata, que antes fue vicecanciller y ministro de Finanzas de Angela Merkel, se declaró muy satisfecho por el encuentro y tuiteó que aguardaba con expectativa “continuar nuestro diálogo” (quién sabe, cuando ambos ya gobernaran sus países). Más tarde, en Bélgica, Lula fue invitado a hablar ante el Parlamento Europeo, donde las bancadas progresistas lo aplaudieron de pie.
En Francia, Emmanuel Macron hizo desfilar a la guardia republicana antes de salir a saludarlo en la entrada del Palacio del Eliseo. Durante más de una hora de reunión, hablaron sobre la pandemia, la transición climática, las relaciones bilaterales, y la preocupación por la manera en que Brasil “se apartó del sistema multilateral y de grandes acuerdos internacionales” en los últimos años. El expresidente brasileño también fue recibido por la alcaldesa de París, Anne Hidalgo; el expresidente François Hollande y el líder de izquierda Jean-Luc Mélenchon, además de recibir un premio al “coraje político” de la prestigiosa revista Política Internacional y dar un discurso en el instituto de estudios políticos Sciences Po, que diez años atrás lo había hecho doctor honoris causa.
En España, el presidente Pedro Sánchez lo recibió en La Moncloa y destacó luego en las redes sociales que “España y Brasil tienen fuertes lazos estructurales y permanentes”, el tipo de declaración que se hace cuando se reúnen dos jefes de gobierno. Hablaron sobre la pandemia, la crisis climática, la recuperación económica global, las relaciones entre Europa y América Latina y los “riesgos para la democracia”, todo un mensaje para los brasileños. También se reunió con la vicepresidenta Yolanda Díaz, que asumió el liderazgo de Unidas Podemos tras la salida de Pablo Iglesias y se perfila como candidata por el ala más a la izquierda de la coalición. Con el presidente de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa, Lula ya se había reunido en julio en São Paulo, durante la visita del mandatario a Brasil.
Todo lo anterior contrasta con lo sucedido en octubre, cuando Bolsonaro viajó a Roma para la cumbre del G-20, donde solo logró una conversación formal con el presidente argentino, obligado a encontrarse con él por la importancia de la relación bilateral, que trasciende a los gobiernos. El periodista brasileño Jamil Chade, que tuvo acceso a la antesala de la cumbre, relata la soledad de ese hombre indeseable con el que nadie quería ser fotografiado. Mientras, en diferentes partes de la sala, líderes de todo el mundo mantenían reuniones o conversaban informalmente sobre los más diversos temas de actualidad –la distribución de las vacunas, la crisis económica, la gestión de la OMS, acuerdos comerciales–, Bolsonaro estaba sentado en un rincón, solo, sin amigos, sin interlocutores. Los presidentes y primeros ministros lo evitaban y ni siquiera le daban la mano. El presidente brasileño trató de comenzar una charla con uno de los mozos italianos que servían las bebidas, le hizo un chiste sobre fútbol, pero fue ignorado. La única noticia relevante sobre su participación en la cumbre fue que sus custodios agredieron a los periodistas cuando trataban de entrevistarlo.
No había sido mejor el mes anterior en Nueva York, adonde Bolsonaro viajó para participar de la Asamblea General de la ONU. Antivacunas, el presidente brasileño era el único del G-20 que no estaba inmunizado, por lo que el alcalde neoyorquino, Bill de Blasio, dijo que “si no quiere vacunarse, no precisa venir” y los restaurantes en los que quiso entrar le prohibieron el ingreso. Terminó comiendo pizza en la calle y fue el hazmerreír de todo el mundo. En su encuentro con Boris Johnson, transmitido por televisión, el primer ministro británico aprovechó la ocasión para hablar de la importancia de vacunarse y recordó que ya se había dado las dos dosis de Oxford/AstraZeneca. Bolsonaro respondió entre risas que él no estaba vacunado.
Un poco antes, en agosto, al recibir a una comitiva del gobierno de Estados Unidos, el presidente brasileño les dijo en la cara a los funcionarios de Joe Biden que Donald Trump había sufrido un fraude electoral y él estaba luchando para que no le pasara lo mismo. El secretario de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jack Sullivan, lo miraba estupefacto.
Las denuncias infundadas de “fraude electoral” son uno de los principales caballitos de batalla de Bolsonaro desde que Lula salió de la cárcel y él comenzó su cuenta regresiva en el Palacio del Planalto. Al igual que Trump, viene preparando su derrota con teorías conspirativas sobre las urnas electrónicas, acusaciones contra la justicia electoral y “advertencias” que, en varias oportunidades, cruzaron el límite de la amenaza de golpe de Estado, incluyendo un desfile militar frente al Congreso el día en que los diputados rechazaron su proyecto de reformar la legislación electoral y un acto con sus seguidores en el que, a los gritos, amenazó a los poderes legislativo y judicial y atacó a jueces del Supremo. Ya en julio, la campaña de mentiras de Bolsonaro para cuestionar la transparencia de las elecciones en Brasil lo había llevado a un duro enfrentamiento con el Tribunal Superior Electoral (TSE) y su presidente, el también juez del Supremo Luís Roberto Barroso, al que Bolsonaro llamó “imbécil” y sobre el que su hijo difundió fake news mediante el “gabinete del odio”. Los jueces Barroso y Alexandre de Moraes son blanco constante de los insultos y amenazas de Bolsonaro. El TSE le respondió en duros términos con una declaración que firmaron, también, todos sus expresidentes desde 1988, cuando entró en vigencia nueva constitución, tras el fin de la dictadura.
La gira de Lula por Europa y su reciente visita a la Argentina, así como los contactos que mantiene con otros jefes de estado, se entiende mejor si se tienen en cuenta esas amenazas constantes de Bolsonaro de no entregar el poder. El actual presidente sabe que va a perder y sabe también que puede terminar preso por los graves crímenes de los que lo acusa la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre la pandemia de COVID-19, entre ellos el delito de genocidio, mientras sus cuatro hijos enfrentan también acusaciones de corrupción y pueden verse implicados en delitos de odio, divulgación de fake news y vínculos con el crimen organizado de Río de Janeiro.
En una reunión de gabinete que se realizó en 2020, fue filmada y acabó saliendo en televisión cuando se filtró el video, Bolsonaro mostró su desesperación ante la posibilidad de la derrota electoral frente a Lula. En un largo monólogo en el que llegó a amenazar a sus propios ministros, Jair Bolsonaro gritaba, golpeaba la mesa, insultaba, divagaba, decía groserías, hacía chistes, denunciaba conspiraciones en su contra, amenazaba con la intervención de las Fuerzas Armadas y volvía a gritar, insultar y golpear la mesa, fuera de sí. En un momento, dijo a sus ministros que, si su gobierno cae, irán todos presos y, para evitarlo, había que repartir armas a sus seguidores. “¡Quiero a todo el mundo armado!”, gritó, como un loco.
Las imágenes de Lula siendo aplaudido en el Parlamento Europeo y en la Plaza de Mayo y recibido con honores por los jefes de Estado de diferentes países forman parte de la estrategia del expresidente para mandar un mensaje al establishment político y económico brasileño y a las Fuerzas Armadas: que sepan que tendrá el respaldo internacional necesario para plantarse si Bolsonaro quiere dar un golpe y no entregar el poder, promoviendo una “toma del capitolio” por sus fanáticos a la manera de Trump. También así pueden entenderse las negociaciones de Lula para que el Geraldo Alckmin, un político de derechas que fue su adversario en 2006 y lideró por muchos años el principal partido de la oposición al PT, sea su candidato a vicepresidente, una posibilidad que genera muchas resistencias en su propio partido.
No es menor, en ese escenario, que las encuestas muestren una diferencia tan grande a favor del expresidente, porque el tamaño de la victoria también determinará cuánto margen tiene Bolsonaro para sacarse de encima esa democracia en la que nunca creyó. Si Lula gana en primera vuelta con treinta puntos de ventaja o supera el 65 por ciento en un eventual balotaje, como pronostican los sondeos, es más difícil que los militares, el poder económico y la derecha del mal llamado “centrão” se inmolen en una aventura golpista junto al peor presidente de la historia de Brasil, el fascista y genocida que sueña con ser dictador, cuyo gobierno ya llevó a la muerte a más de 600 mil personas.